Un verano en Arlès


 La casa tenía un aire de cuento. Muros de piedra, cancela de hierro, contraventanas azules. El azul era el de Dufy, un azul rotundo, un azul mediterráneo. Los azules atlánticos son otra cosa, tienen más de verde y más de dorado, como si la paleta del mar tuviera algo que decir al respecto. Era una casa silenciosa pero a veces se sumergía en un extraño bullicio, igual que si entrara en una fase de lucha consigo misma. Tenía habitaciones con techos altos, muebles de madera provenzal, cortinas de flores recogidas en el lateral y una cocina gigantesca. En la cocina estaban los muebles, cada uno de su color, alrededor de una mesa con tapa de mármol blanco y con sillas de formas y tamaños diferentes. Era una cocina caótica a su modo y olía a queso. Lo mejor de la casa estaba fuera. Un huerto aromático donde el aloe vera y el arrayán competían y un huerto con profusión de habas. Todas las muchachas de ese tiempo querían ser hortelanas y floristas, ninguna abogada ni maestra. Los amigos estábamos en la casa como si fuera nuestra y nos pasábamos el día tomando el sol en la piscina, jugando al billar en la sala del sótano o adorando al amor de múltiples formas. Era verano y en el verano siempre puede aparecer Alain Delon al borde del agua. A la caída de la tarde, Marie llegaba con su helado casero de vainilla vertido en grandes copas de cristal y entonces parábamos un momento y nos sumergíamos en ese regusto único que siempre nos recordaría ese verano. Y en las noches bajábamos al pueblo, las chicas con vestidos de colores alegres y mucho escote, con asombrosas minifaldas y zapatillas de cintas, y ellos con camisas blancas que eran su santo y seña entonces. Todas las madrugadas tenían sabor a besos. 

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