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La espera


 La ciudad amaneció amenazada por una lluvia cierta. Los boletines que anuncian el tiempo así lo habían avisado. Pero, como siempre, el agua se hizo esperar y estaban todos los niños en el colegio, dibujando a Alicia y al conejo blanco cuando la tormenta estalló. Había rayos y truenos y, sobre todo, agua. Unas nubes destellaban sobre el colegio, sobre la calle entera, sobre la ciudad y sus mares. Los ventanales del aula ya no trajeron luces sino la sombra oscura de las nubes reflejándose en la tersa madera de las bancas. Las niñas, inclinadas sobre el dibujo, apenas prestaron atención al acontecimiento. Porque en esas edades ninguna tormenta puede hacerte variar de rumbo y no hay ningún niño al que asusten la oscuridad ni siquiera el perfil violento de las nubes. En el patio central del edificio, ese que tenía azulejos amarillos y azules festoneando las paredes, no se oían las voces de otros días cuando los niños salían a recitar las tablas o a hacer contorsiones gimnásticas. Durante algunos minutos, los que duró la tormenta, todo el mundo parecía estar muy ocupado en alguna labor que le impedía pensar lo que sucedería si la lluvia no cesaba a la hora de salir, que estaba ya muy próxima. Las amenazas no valían con ellos. Ni siquiera el pensar que las naranjas amargas de la calle perpendicular estarían todas regalas por el suelo y habría batalla al día siguiente. Las primeras batallas que conocían, que no eran de serpentinas o de papelillos sino de las esféricas y amarillas naranjas amargas de los naranjos de la calle que olían tan bin cuando se frotaban las manos después de lanzarlas a lo lejos. Sin embargo, cuando el timbre sonó atronando la escuela y cuando todos se apresuraron a correr a la salida, cruzando el patio de azulejos y asomando en tropel por la casapuerta oscura, la niña vislumbró a lo lejos, en la esquina de las dos calles que hacían una especie de recodo, el coche del padre, de color azul marino, como los mares de la ciudad, y dentro de él su figura, tranquila, estática, segura de sí misma. Esperaba. Esperaba la salida del colegio y quería evitar que se mojara. Ella subiría al coche y él tendría preparado un paquete de golosinas que compraría antes en un quiosco o quizá que alguien muy querido le daría, ese mago de las chucherías que se colocaba estratégicamente justo en la esquina de la plaza de la iglesia. El padre quería evitarle a ella todos los males y, si por él hubiera sido, no se habría movido nunca de su lado y quizá su sombra la acompaña aunque sin decir nada, en silencio, con ese silencio propio tan suyo, transparente y vivaz, tan aparentemente sencillo y nunca explicado. 

(Foto: William Eggleston)

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