Libros a la caída de la tarde
Todos los ejemplares estaban perfectamente ordenados por fecha de compra. En la primera página constaba esa fecha, el lugar en el que se había comprado y quién lo hizo. Una excelente forma de saber algo de la historia del libro. La librería (el "librerito" la llamaban las niñas) era blanca y tenía unos palillos torneados para sujetar las baldas. Estaba lacada y cogía polvo con facilidad. Las motas se posaban en las zonas que todavía estaban vacías. Una buena librería siempre tiene que dejar sitio a los libros nuevos, es así como decidieron hacerlo sin haber estudiado biblioteconomía. Los libros eran un auténtico tesoro y estaba prohibido escribir en ellos salvo las anotaciones de la primera página, o doblar las esquinas o, por supuesto, dejarlos abiertos en cualquier sitio. Eran unos libros muy especiales porque contenían las mejores historias.
Estaban las manzanas con una doncella que llevaba una pinza en la nariz y una niña bastante malvada, además de la escritora que lo descubría todo; el tren de las 4,50 era puntual en su aparición y, a través de las ventanillas, un hombre corpulento estrangulaba a una mujer con un abrigo de piel muy pálido; en el internado había un gato en el palomar, alguien disimulaba con un oscuro motivo; la chimenea tenía cerca un cadáver y también la pobre señora McGinty había muerto. En Styles las cosas se ponían difíciles entre el nuevo esposo y los hijos, cosas de familia, como en Inocencia trágica. Había crímenes dormidos y expresos donde se fraguaban venganzas y podía una encontrarse en un elegante y cuadrado piso de Londres con un detective algo maniático y su amigo, casi un ayudante pero con escasas pretensiones. Las mansiones de la campiña albergaban piscinas, templetes y herencias, todo muy propenso a los problemas. Y lo mismo ocurría en el lejano oriente o en Egipto, al sol, demasiado sol. Incluso un doctor contaba sin ambages su historia y eso ponía los pelos de punta.
A la caída de la tarde, en ese momento inexacto en que "no es hora de nada", según una expresión familiar que explicaba que aún no había llegado el tiempo de la cena y había pasado el de las meriendas (como en todas las casas con muchos niños, las comidas marcaban el ritmo de la vida), todos se desperdigaban y desaparecían de la vista de los otros porque, cada uno de ellos a su aire y en su escondite favorito, entraban sin permiso en la historia que los libros contaban. El silencio cubría toda la casa y ni siquiera el alboroto de la calle lo turbaba. Eran las horas de la lectura y eran el tiempo de los sueños. Todos los sueños se aliaban con las páginas de los libros y brotaban sin remedio. Todos los libros los había escrito ella y por eso pronunciaban su nombre con familiaridad: vamos a leer a Agatha.
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Un abrazo.