La cocina de Doris Day
Doris Day (Ohio, USA, 1922), con casi noventa y seis años y cuatro maridos a sus espaldas es una de esas personas enigmáticas, excéntricas y difíciles de conocer, aunque su imagen en el cine sea, casi siempre, sencilla y doméstica. Bueno, no tanto. En realidad, aunque se asocia con ella un perfil de buena chica, basta pensar en tres de sus películas para entender que, ya en esos años centrales del siglo XX, cuando las mujeres todavía andaban en mantillas a la hora de salir al mundo, ella representaba la independencia económica y la profesional avezada. En esas tres películas la escoltan dos hombres, cada uno de ellos con un rol diferente: el muy atractivo Rock Hudson como protagonista. Y el genial Tony Randall como eterno enamorado no correspondido. En una de esas películas aparece un cuarteto, porque tenemos que añadir a la lista a Thelma Ritter, encantadora mujer de servicio un poco bebida a todas horas.
En “Confidencias de media noche” (Pillow Talk, 1959, de Michael Gordon), Doris es la exitosa decoradora de interiores Jan Morrow y tiene que vérselas con un conquistador con el que comparte, sin querer, la línea telefónica. Él le canta siempre la misma canción a sus chicas (cambiando oportunamente el nombre) y ella se arma de paciencia, aunque no lo consigue, para soportarlo. Él alpistea a conciencia y ella es un tanto puritana. Aunque no tanto como para no vengarse a modo, decorando la casa del encantador de serpientes como corresponde a un destrozacorazones.
“Pijama para dos” (Lover Come Back, 1961, de Delbert Mann) la presenta como una aguerrida publicista que tiene que luchar con sus buenas artes contra las malas artes de un colega que no sabe lo que es la ética y sí la estética, sobre todo de las mujeres a las que enamorisca para salirse con la suya. De nuevo Doris es una mujer virtuosa, en el sentido de honradez y de solvencia, pero, hay que decirlo, con un mal humor de perros, muy rápida para subirse a la parra. Y él, un delicioso embustero que imita acentos y es capaz de convertirse en otro y de inventarse un producto.
Por último, en “No me mandes flores” (Send Me No Flowers, 1964, Norman Jewison), los dos protagonistas están casados. Ella es una mujer sensata y él un hipocondríaco de libro. En la enésima ocasión en la que él se empeña en estar al borde de la muerte ella decide vengarse y hacer que él tome de su propia medicina. Por supuesto, aquí tienen su sitio algunos depredadores prestos a cortejar a la dama una vez que el maridito desaparezca.
En los tres casos lo que más llama la atención es la maravillosa casa de Doris, la limpieza absoluta, la colocación exacta de todos los muebles y enseres, su vestuario tan divino, sus casquetes, sombreros, chales, abriguitos, zapatos, perfecto maquillaje, complementos, guantes, todo para crear una imagen impecable, irreprochable, de quien había sido antes de eso una rubia Hitchcock en “El hombre que sabía demasiado” (1956, con James Stewart) la película en la que cantaba la canción “Que será, será”, eje del desenlace y motivo musical que perseguiría para siempre a la artista, a pesar de que a ella no le hacía mucha gracia.
La cocina de Doris Day es una cocina de ensueño. No una de esas cocinas francesas que huelen a queso y que están llenas de muebles arracimados. No. Una auténtica cocina americana que se ha imitado por los fabricantes de cocinas y que presentaba unos colores inauditos, vainilla, celeste, verde agua, gris, que hoy en día son todavía tendencia. Ninguna cocina cinematográfica ha podido superarlas. Ninguna con una ambiente tan chic, tan elegante y, al tiempo, tan higiénico, tan práctico. Cocina en la que apetece desayunar, vestida con un salto de cama de raso o encaje; en la que el teléfono es un artilugio imprescindible y en la que todo está en su sitio y el sitio de cada cosa está pensado y bien pensado.
Lo que Doris no sabía entonces es que su enamorado era, en realidad, su mejor amigo.