Una distancia cierta
(Pintura de Dorothy Johnstone. 1892/1980)
Sintió frío. Le ocurría algunas veces. Cuando, después de un
breve momento de euforia, lograba aterrizar y entender en todo su sentido que
estaba persiguiendo una inútil empresa. No habría nada en él que a ella le
supusiera algarabía, ni esa sensación única del tiempo que pasa muy deprisa
porque alguien al otro lado nos espera. Odiaba esa palabra. Esperar es para
ella un pecado, algo que nunca se convierte en vida, una entelequia, un
absurdo, una equivocación reiterada.
Tuvo miedo. El miedo se aposenta y no se marcha por mucho que
ella quiera conjurarlo con risas. La risa es un disfraz. Una manera de no
morir, de no sentir que la vida se lanza por un burdo agujero inevitable sin
forma ni motivos. La risa es una excusa. El final de una frase para intentar
que todo se convierta en esa confesión que ha de callar si quiere seguir siendo
lo que es. La risa es un disfraz.
Se ha quedado prendida, perdida en un hilo de pensamiento que
va rondando su cabeza cada vez que descubre la evidencia. Que no existe nada
más que el silencio, que esta soledad no es momentánea, que no es sino humo lo
que vive, que no hay nada más que distancia, una distancia cierta y la callada
respuesta de unos ojos llorosos.
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