La fotografía es el arte de nuestro tiempo. No hay otra manera mejor de expresar lo cambiante de la naturaleza, de las estaciones, de las personas. Ha pasado de ser un documento de lo que sucede, un retrato de la belleza o la fealdad, al testimonio de las ideas, porque lo que se plasma en la imagen fotográfica no es ya lo que se observa, sino la mirada del que observa. Esto lo hace William Eggleston de manera que sus exteriores (la mayoría de sus fotografías lo son) encierran historias. Puede escribirse un argumento a partir de cada una de esas fotos, todas tienen traducción en palabras, aunque las palabras puedan parecer innecesarias. Lo contó Eudora Welty en la introducción al libro de Eggleston "The democratic forest". La naturaleza no es solo lo natural, los árboles, las flores, el paisaje agreste, las nubes o los campos labrados, sino todo aquello que se ha ido agregando por decantación, desde lo más humilde a lo más egregio.
Eggleston parece realizar un ejercicio de búsqueda de la pureza, pero, en realidad, en esa pureza hay una importante mixtificación, desde el empleo del color saturado y rotundo, hasta los planos y contraplanos de sus encuadres. Verticales, horizontales, franjas, se mezclan con imágenes de casas abandonadas, situadas en cruces de caminos o en el campo, con automóviles que tienen la apariencia de ser fantasmales restos de otras vidas mejores.
Pero los espacios de Eggleston tienen una cualidad estática que los distingue. No parece lógico ese silencio brutal en un sitio tan poco dado a la poesía. Las paredes mezclan texturas, ladrillos, cal, elementos metálicos, cables de la electricidad. Aparecen también cubos de basura, alineados y a la espera. Y los coches tienen ese aspecto de haber sido valiosos en un tiempo ya demasiado lejano. Eggleston se ha parado un momento y, al hacerlo, ha convertido en documento lo que era testimonio. Sobre todo las puertas. Merecen un pensamiento aparte las puertas que retrata.
Todas están cerradas. Eggleton nunca deja ninguna rendija abierta en esas puertas. Parece que no conducen a nada o que su interior guarda algún secreto inconfesable, algo a lo que no podemos acercarnos, porque sería peligroso o resultaría inútil. Las puertas se hallan en cualquier rincón inesperado, no tienen conciencia de sí mismas, no sirven para nada si no pueden abrirse, pero son una especie de apertura al tiempo por venir o al pasado. Todas tienen el aire fantasmal del silencio que Eggleston clava en sus fotografías y nadie, ningún ser vivo, se atreve a traspasar ese umbral de las horas sin retorno.
William Eggleston, fotografiado en la imagen de arriba para el New York Times. Nació en 1939 en la ciudad de Memphis, estado de Tennessee. Allí ha vivido siempre y allí sigue trabajando. Tuvo una infancia y una juventud muy acomodadas y descubrió que la fotografía era la forma en que mejor se comunicaba con el mundo. Resulta extraño cómo ha sido capaz de construir una gran obra a partir de un entorno feo, tan decididamente feo como él mismo creía que era. Sin embargo, el empleo del color, de las formas, de las texturas, así como la elección de lugares insospechados, han construido una poética muy particular, que te deja embelesada, que te atrapa. Son espacios solitarios, porque la figura humana apenas aparece, y en ellos coloca todo lo que hace distintivo a ese lugar que habita. Es la forma de encontrar su sitio en ese mismo entorno.
(Publicada el 24 de diciembre de 2020)
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