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Mostrando entradas de diciembre, 2012

Escuela

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La escuela tenía solamente cuatro aulas. Era, pues, una escuela muy pequeña, la escuela más pequeña que he conocido nunca. Las aulas estaban situadas dos a dos, unas orientadas al norte y otras al sur. En medio de ellas unos pequeños cuartitos indicaban los aseos. La escuela era tan pequeña que no tenía sala de reuniones, ni de reprografía, ni despachos, ni nada, nada salvo esas cuatro aulitas, enfrentadas entre sí, unas al norte y otras al sur. Era esa orientación la que las diferenciaba. Las aulas que daban al sur eran muy alegres, pues recibían la luz del sol de forma respetuosa y placentera, menos en los meses de calor y mucho más en los de invierno. La humedad se evaporaba como por arte de magia en sus paredes cuando recibían los clamorosos rayos y el aire del viento sur, lluvioso pero cálido. En cambio, las aulitas del norte eran sombrías, tenían siempre una pátina de oscuridad y tristeza, porque el sol pasaba de largo y sólo recibían el influjo de los vientos pesa

El triunfo del color

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Un sábado del mes de abril estuve en San Hermenegildo viendo la exposición   “El triunfo del color”. La sala tiene unos techos muy altos en forma de bóveda y está dividida en altísimos paneles azules, de un azul intenso, el azul del que hablaba Michaux en sus libros, el azul de la Costa Azul , que da título a la exposición. Por los espacios que delimitan los   paneles circula la gente en medio de un rito compartido, se detiene y observa, se para y comenta, se pone las gafas para mirar de cerca, se las quita para observar de lejos, se detiene, se aleja…   Primero hay que pararse en Modigliani, un retrato de aquellos que hizo a Jeanne Hebuterne, con los ojos almendrados y torcidos, una boca pequeña, roja y sorprendida, unos inacabados fondos violeta. El rato que se pasa ante el retrato de Modigliani no puede calcularse, es una duración sin tiempo, infinita, hasta que los otros visitantes te insinúan que ya está bien, que todos tenemos el mismo derecho a mirar… Luego están las

Nicolás Barreau: un rato de felicidad

He leído dos libros escritos por Nicolás Barreau: La sonrisa de las mujeres y Te encontraré en el fin del mundo. Son libros cortos, sencillos, directos. También amables, optimistas, alegres. Hablan de personas, de emociones y sentimientos, de restaurantes y cafés, comidas, colores, arte, vestidos. Están sabiamente traducidos, conservando expresiones en francés que le dan un toque trés chic. Me gustan. Llevan en la portada una especie de pegatina roja con la leyenda: Este libro te hará feliz o algo similar. Es de agradecer que el autor, un chico joven y guapo como se ve en la contraportada, se ocupe de escribir cosas tan agradables que da gusto sumergirse y que nos hacen olvidar la tristeza. He leído que una condición de la felicidad, tan efímera, es entregarse a algo que nos haga olvidarnos del mundo. Si esto es verdad, entonces los libros de Nicolás Barreau son un verdadero pasaporte a la felicidad. Lo de menos son, en este caso, las historias que cuenta. Lo mejor son sus personajes,

Un ángel en la niebla

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Dedicatoria: A ti, mamá, que ya no sabes que hoy es Navidad.          La plaza amaneció cubierta de niebla. Esa niebla era la misma que acompañaba todas las fechas, todos los años. Así, las casas se abrían y, como fantasmas, iban apareciendo en los portales niños y niñas vestidos de hadas, de pastores, de reyes magos, de animalitos, de flores…No era el desfile de carnaval que todos esperaban con impaciencia, sino la mañana que iniciaba la dulce espera de los regalos, el día que marcaba el comienzo de las vacaciones de navidad.          Todos los años igual. Los niños esperaban el milagro del sol que diera brillo a sus ropajes. Allí, una niña lleva una corona de reina y un vestido blanco, largo y azulado. En el otro rincón, aparece un pastor y, en el lado de más allá, San José desfila con su barba medio caída del trajín. Ella, la Virgen María , tiene los ojos muy abiertos y está cansada, no en vano debe fotografiarse, obligatoriamente, con todos los niños de la escuela. Ese será

La noche de Nochebuena

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Después de la cena, todos los vecinos han salido a la calle, o casi todos. En casa de Manolita están abiertas las puertas, se han retirado los muebles del pequeño salón y alguien toca la pandereta sin descanso. Cante, cante y cante. Cante flamenco, villancicos, alegrías de Cádiz, trabalenguas... Todo el que pasa por la calle echa un vistazo, qué ambiente, vaya animación... Mi padre se disfraza con una bata vieja, se pone en la cabeza un pañuelo y se mete en la fiesta después de tomarse una copita de Fino Quinta. Mi madre se ríe, se ríe, con su bendita risa de siempre. Los niños corremos de un lado a otro, los adolescentes ya tienen vergüenza porque ese chico o chica que les gusta también da una vuelta por allí. Toda la calle hierve, la casa de Manolita, tan pequeña, es el centro de la calle, el centro de la fiesta. Es Nochebuena, ha nacido el Niño y en el cielo se alquilan balcones. Ese cielo en el que están ahora Manolita y mi padre. Y esa risa de mi madre que vuela en el olvido.

Reinventando el flamenco

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            Al final de la Guerra Civil, cuando se intenta normalizar la vida en España, Manolo Caracol había dicho: “en la estampa escenificada está el camino”. Ese camino alejaría al flamenco de las malas condiciones en que estaba cuando el artista tenía que subsistir a base de asistir a fiestas que duraban hasta las tantas y por las que te pagaban una miseria…o, a veces, ni eso. Mitificaron las fiestas quiénes no sabían lo que era quedarse dormido con el hombro apoyado en una mesa de madera pegajosa de vino. Los que no sabían que el cantaor o el guitarrista pasaban días y días metidos en el cuarto sin ver a sus hijos.   También había quién tenía “síndrome de Estocolmo” y hablaba de “señoritos buenos y señoritos malos”. Decidido: Manolo Caracol (no sólo él, pero sobre todo, él), tuvo claro que el teatro, el auditorio, la plaza de toros, la plaza del pueblo, tenía que seguir acogiendo al flamenco tras el paréntesis de la guerra, y aún más: que el flamenco podía tener argumento, que

Un ramito de ternura

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La niña no quería dormirse. Luchaba una vez y otra contra el sueño. El sueño era silencioso y oscuro así que la niña prefería la claridad del día, las horas tiernas de la siesta, las mañanas resplandecientes, los ratos de sol y de charla…La niña esperaba la noche para no dormirse. Entonces inventaba una retahíla de canciones, de dichos y refranes, de oraciones antiguas aprendidas junto a la lumbre. La niña recitaba sus oraciones y hacía sus preguntas en medio de la oscuridad, cuando todos los ojos estaban cerrados, todas las puertas entornadas, todos los cuerpos cansados y dispuestos a aguardar la llegada de otro día.   Entonces ella comenzaba su hilera de palabras repetidas:   …buenas noches… …hasta mañana si Dios…quiere …que sueñes con los…angelitos …ya estoy dormida …y ya no hablo más   Así, un día y otro, una noche y la siguiente, de manera que se abría el telón cuando los cuerpos iban a quedarse aletargados, esperando el nuevo día. La niña así, comenzaba

Calle Carraca

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Si hubieras conocido mi calle de la infancia y la vieras ahora, no la reconocerías. Entonces tenía un pavimento de piedras planas, que obligaba a los coches a circular despacio y a los ciclistas a tener mucho cuidado para no saltar en el sillín. Era una calle ancha y muy larga, al menos así la veía yo. Tenía siempre el sol en lo alto y, desde las azoteas, se divisaban las salinas, las huertas. Pero no se veía el mar, que anduvo muchos años secuestrado, escondido, a pesar de ser una isla. Sin playas, sin paseos marítimos, sin el horizonte azul, sobrevivimos muchos años viendo únicamente el mar a uno y otro lado del istmo.  Mi calle, de las más populares de un pueblo con aires de ciudad bastante elitista, iba desde la plazoleta de las Vacas a la carretera que conducía, por un lado, a la estación del tren; por otro lado, a la Bazán y a Carlos III y, siguiendo a la derecha, a la salida del pueblo, a la Venta de Vargas, hacia el Puente Zuazo, al cruce de Tres Caminos desde el que se va a C

Baeza

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Todos los perros ladran al anochecer Así que eso era todo: decir adiós sin más, sin otra explicación que el cansancio del tiempo. Nada de aquella chica rubia, nada de aquellos ojos verdes, nada de mi mirada triste, nada de mi cansancio, nada de mí...No tuviste piedad y tuve que marcharme, oírte era un imposible sufrimiento. Dejar atrás el mar, dejar la infancia, dejar la casa, dejar el corazón, dejarlo todo… Ahora sé que mi cura no vino únicamente por las voces amigas o por la edad (tan sólo veinte años). Fue la quietud del campo, las luces de neón abandonadas, el suelo, tenso y tibio, el calor, las noches bañadas por un silencio fijo. Baeza me recibió como si yo misma fuera Machado, como si hubiera perdido a Leonor, como si tuviera que marcharme al exilio, como si mi madre preguntara entrando en la ciudad: "¿Llegaremos pronto a Sevilla?". Baeza abrió los brazos y entendió que llorara una semana entera, los siete días primeros de mi estancia, porque el amor se iba y y

Valborg

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Se llamaba Valborg y la encontraba, irremediablemente, cada día laborable de la semana, de seis a siete. De todas las amigas, una pandilla de chicas rubias, hermosas, educadas, sólo la recuerdo a ella; sólo recuerdo su nombre, su presencia nunca vista. El descuido de su traje y de sus manos sucias me atraía mucho más que cualquier virtud del resto de sus compañeras. Ese extraño mechón de pelo a medio peinar, sus feos zapatos desabotonados, el rabillo del ojo insistente y provocador… y su casa, su destartalada casa, llena de hermanos, de una madre displicente que preparaba el desayuno con un libro en las manos, de un padre siempre sumergido en la contemplación de las miles de posibilidades de enriquecimiento rápido que proporcionarían sus últimos e infalibles inventos.             Todo lo que era y sentía Valborg me producía ternura y llegué a quererla a pesar de que nunca ví su rostro, de que sólo la imaginé en sueños, a pesar de que era un ejemplo de lo que no debíamos ser.

Una cesta de ilusión: La tienda de Celestino

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La tienda de Celestino era un hervidero de gente los días previos a la Navidad. Casi toda la calle venía a hacer sus encargos para que, cuando a los niños les dieran las vacaciones en el colegio, en las casas no faltara de nada. Bueno, en realidad resulta inexacto usar la expresión “toda la calle”. Habría que especificar “casi toda”, exactamente la mitad de la calle que pertenecía a su “jurisdicción”, porque la otra mitad compraba siempre en la tienda de Cesáreo. Ambos eran montañeses, rudos, un poco avaros y con enormes bigotes. Pero Celestino era de carácter más abierto y contaba de vez en cuando chistes sin gracia, mientras que Cesáreo estaba siempre enfadado con el mundo. Luego se demostraría que tenía motivos para ello.  Nosotros comprábamos en la tienda de Celestino porque estaba justo enfrente de la casa, de nuestra casa. Cruzar la calle y ya está. La calle, empedrada y lenta para los coches, pero una delicia para los niños, porque allí se estaba en la gloria. Cru