Reinventando el flamenco


            Al final de la Guerra Civil, cuando se intenta normalizar la vida en España, Manolo Caracol había dicho: “en la estampa escenificada está el camino”. Ese camino alejaría al flamenco de las malas condiciones en que estaba cuando el artista tenía que subsistir a base de asistir a fiestas que duraban hasta las tantas y por las que te pagaban una miseria…o, a veces, ni eso. Mitificaron las fiestas quiénes no sabían lo que era quedarse dormido con el hombro apoyado en una mesa de madera pegajosa de vino. Los que no sabían que el cantaor o el guitarrista pasaban días y días metidos en el cuarto sin ver a sus hijos.  También había quién tenía “síndrome de Estocolmo” y hablaba de “señoritos buenos y señoritos malos”. Decidido: Manolo Caracol (no sólo él, pero sobre todo, él), tuvo claro que el teatro, el auditorio, la plaza de toros, la plaza del pueblo, tenía que seguir acogiendo al flamenco tras el paréntesis de la guerra, y aún más: que el flamenco podía tener argumento, que en el escenario podía haber una orquesta, un piano, unos bailarines y que la copla sería el complemento perfecto a la hora de llevarlo a los grandes públicos.


             En los años 40 el gusto del público estaba orientado al flamenco, la copla y la zarzuela. Precisamente, en estos años se escriben algunas zarzuelas nuevas y, desde luego, el flamenco y la copla estaban en su apogeo si entendemos por ello arrastrar a las masas. Pero, en los años 50, el panorama comenzó a cambiar. La música extranjera inició una lenta pero decidida entrada en nuestra vida cultural. La “apertura” que caracteriza a la dictadura franquista en estos años, no pudo dejarse de notar en los aspectos del ocio, el arte y la cultura. Así, los primeros que llegan, como no podía ser de otra forma, son los aires hispanoamericanos, las salsas, boleros y rancheras. Ahí están los nombres míticos de Jorge Negrete o de Antonio Machín.

            Más tarde, en esos mismos años 50, es la música italiana la que hará acto de presencia, a través de la radio, gran difusora de ecos musicales entonces (y ahora) y de la incipiente televisión en blanco y negro. El Festival de San Remo inspiró otros eventos del mismo corte, entre ellos, el Festival de Benidorm que, durante años, fue un acontecimiento musical de primer orden, en línea con el desarrollo urbanístico y turístico del Levante español.  Estamos en el boom de la música moderna, la que, desde entonces, atrae a los jóvenes, que se alejan de la copla, el flamenco y la zarzuela, también de los boleros y rancheras, para decantarse, definitivamente, por la misma oleada musical que el resto de los jóvenes europeos y americanos.


 Cuando llegan los 60 el ambiente está abonado para incorporarnos plenamente a las corrientes musicales europeas. La música anglosajona tomará el relevo a la italiana, y será la más efervescente y atractiva para una gran cantidad de público, joven sobre todo, pero no únicamente, que bailará, se enamorará y se declarará a su son. Llega el rock-and-roll.  En 1962 se producen tres eventos casi simultáneos que nos harán una clarísima radiografía de la situación: Antonio Mairena recibirá en Córdoba la III Llave de Oro del Cante; Manolo Caracol, que ha vuelto de su gira americana, comenzará a actuar en un Tablao de Madrid; en el Circo Price, escenario habitual en los años anteriores de espectáculos de copla y flamenco, tendrá lugar el primer Festival de Música Moderna de los que se celebrarán en España. Sintomático, clarificador, aclaratorio de la situación que se vivirá a partir de ahora.

Los Beatles están al fondo de todo, luego serán Los Rollings Stones. En nuestro país, la juventud vibra con el Dúo Dinámico, Los Pekenikes, Los Estudiantes, Micky y los Tonys, Los Sonor, Los Brincos, Los Bravos, Los Sírex, Los Mustang, Los Milos, Los Catinos, Los Canarios y Los Relámpagos, todos ellos constituyendo la primera avanzadilla de lo que será un fenómeno imparable: el triunfo de la música moderna, en detrimento de otras músicas. La música de masas ya no será, nunca más, el flamenco. Hay que aceptar las circunstancias y, en un afán  de supervivencia y de adaptación a los tiempos, florecerán los tablaos, no como lugares para turistas sino como templos del flamenco. Ahí estarán El Corral de la Morería (el más antiguo, de 1956, dos años antes del fenómeno “Dinámico” que es de 1958), Torres Bermejas (que será el que acoja a Caracol en 1962), La Gran Taberna Gitana, Zambra, El Duende, Los Canasteros o Caripén. 


 El fenómeno de las Peñas Flamencas y de los Festivales, está íntimamente asociado con toda esta revolución de gustos, costumbres y favor del público. Será un flamenco de interior, un flamenco de “sólo flamenco”, un cantaor sentado en una silla y un guitarrista acompañante. Un público minoritario y de entendidos, unos códigos por descifrar y la flamencología como elemento sustancial de interpretación de esos códigos.

 Mairena representa esta nueva estética, a pesar de que, por su edad y trayectoria, provenía de épocas anteriores (entre otros formatos, de los “ballets flamencos” en los que primeras figuras habían bailado con su cante). ¿Por qué resultó ser Mairena, un representante de la vieja escuela, el que señala otro camino a la estética, y, digámoslo también, a la ética flamenca? ¿Qué elementos tuvieron que concitarse para ello? Como en tantas otras cuestiones tienen que confluir la casualidad y la oportunidad. La figura máxima de este nuevo flamenco no tendría que ser un ídolo de masas, pues su público sería, a la vez, especializado y selecto. Poca cantidad, mucho pedigrí. La fórmula elegida fue una especia de vuelta a los orígenes, pero a unos orígenes muy escogidos.
       
              Flamenco sin aditamentos. Protagonismo del cante. Auge de la guitarra de acompañamiento, que origina el desarrollo del instrumento y su florecimiento como máximo representante de la música flamenca. ¿Cuánto hubo de voluntario en elegir este camino? ¿Cuánto supuso una imposición de los nuevos tiempos? Mairena, y quiénes con él promulgaron el nuevo flamenco, tuvieron el acierto de entender que los tiempos estaban cambiando y que la supervivencia del flamenco bien podía estar en un repliegue de las formas, en una estilización del fenómeno, en una simplificación en la estética y en el formato. Despojado de todo aditamento, quedó el cante. El cante que preconiza Mairena, incluso el presentado por él con sus cualidades cantoras extraordinarias, está por encima del artista que lo presente, se superpone al artista y se convierte en protagonista absoluto. Escasean las atribuciones personales y, cuando se usan, suponen una forma de asentar la autoridad de tal o cual artista del pasado, normalmente, desconocido.


Mairena entendió que las cosas debían cambiar y, por ello, ofreció una alternativa que hizo fortuna. Su búsqueda del cante en sí mismo era una airosa salida para competir con la música que venía de fuera, con la música moderna y anglosajona, en una competencia original: el flamenco se marchó a otros escenarios y dejó libre el camino para los otros. Lo hizo para sobrevivir. Y el empeño tuvo éxito. Gran parte de este éxito, que ha permitido que el flamenco haya sido capaz de continuar floreciendo y evolucionando, se lo debemos a Mairena, estoy segura. ¿Cómo saber hasta qué punto era consciente de lo que significaba su postura en esos momentos? Difícil, aunque la lectura de las entrevistas y opiniones que dejó escritas puede resultar clarificadora. Por ello es de suponer que Mairena había entendido que la pervivencia del flamenco estaba en un flamenco centrado en sí mismo, en una estética de lo esencial y en una ética de lo puro.

Caracol trazó un camino a principios de los años 40 y Mairena hizo lo propio veinte años después. Los dos son de la misma generación cronológica, pero tuvieron que jugar un papel distinto en la historia de la música. Ambos lo hicieron con dignidad y con valentía. Eficazmente, además. Y demostraron que el flamenco, como música que es, no podía resultar ajeno al devenir cultural de España, ni siquiera a su historia ni a su desarrollo vital.

               

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