Ir al contenido principal

Twain cruza el Mississippi

 



Cuando empecé a leer a Mark Twain no sabía que su faceta de crítico literario iba a estar tan relacionada con la obra de Jane Austen. Claro que, entonces, yo no había leído a Austen. Las aventuras de Tom Sawyer es, sin lugar a dudas, mi libro favorito de la infancia. Leído, releído, una y otra vez, siempre me río cuando lo hago, conozco de memoria a sus personajes, sus vicisitudes y no hay ocasión en la que no recuerde que la tía Polly miraba a los niños por encima de las gafas porque no consideraba que eran tan importantes como para verlos a través de ellas. Todo un personaje. Aprendí con Twain que existía una cosa llamada "escuela dominical". Aprendí que había niños que se criaban en la calle, que no querían saber nada de colegios y libros y que los huérfanos tenían la cosa muy difícil. Sobre todo, aprendí que el ingenio y el lenguaje coloquial eran su santo y seña. Imposible no dejarse llevar por sus absurdas situaciones cómicas y su descripción de los personajes a base de toneladas de ironía. Por eso no deja de resultarme increíble que no entendiera a Miss Austen. Debió leerla solo transversalmente, de otro modo no se explica que tuviera esa mala opinión de ella. Twain nació en 1835, solo 18 años después de que la autora inglesa muriera en Winchester. Visto desde lejos, nada puede parecer más diferente que las historias de "interior" de ella y las de él. Sin embargo, hay un hecho que los acerca de forma sustancial: el sentido del humor. 


De todos los libros que escribió Mark Twain me quedo con Las aventuras de Tom Sawyer. No es un libro "de niñas", más bien parece de chicos, pero a mí me pareció siempre deslumbrante y el rio Mississippi y todo lo que acontecía en sus orillas, el colmo de la aventura. Los libros de ríos son siempre así, tempestuosos, volcánicos, inmensos. Creo que también me resultaba muy cercana la vida doméstica de Tom, con su tía Polly y sus primos, Sid y Mary, dos niños muy perfectos, a diferencia de él, una especie de golfillo de buen corazón. Por ahí andaba Huck y es cierto que a muchos lectores les parece más completo este personaje y el libro que les dedicó, pero yo prefiero a Tom por motivos que no sabría explicar. 


Una de las cuestiones que me resultaban más molestas cuando era una niña es el empeño en ofrecer para la lectura textos ilustrados. Los editores se afanaban en hacer más fácil la lectura para los pequeños y acortaban los textos y les añadían imágenes. A mí esto me parecía un enorme error. No necesito que nadie me dibuje a un personaje para imaginármelo y no creo que los editores tengan derecho a recortar lo que un autor ha escrito. Por eso, creo que las versiones que leí de Tom Sawyer y que andaban por mi casa eran de editoriales muy académicas, que no hacían ninguna escabechina con el contenido y no se andaban por las ramas con las imágenes. Textos completos, algunos con una enorme introducción que, esa sí, me parecía que venía a ayudar y no a convertir las historias en pequeñeces. De mayor, cuando he recomendado a los niños la lectura de libros, siempre he procurado que sean íntegros. Se puede alegar a esto que hay libros que los niños a determinada edad no pueden leer en su integridad porque no los entenderían. Bien. Entonces hay que esperar que sea el momento y no trastocar lo que el autor escribió. Es un proceso de aceleración lectora que no comparto. Y que en muchas ocasiones alimentan los profesores con la manía de seleccionar lecturas clásicas que ahuyentan a los chiquillos en lugar de desarrollar su gusto lector. Por eso creo que tuve la suerte inmensa de poder leer lo que me parecía oportuno y no tener ni censuras ni obligaciones. Las lecturas obligatorias, incluso en la universidad, no las leí nunca. 


A mí siempre me pareció que recorrer el Mississippi en uno de esos barcos de entonces era una aventura increíble. Del norte hasta el sur, pasando por diez estados y culminando en el golfo de México, un camino deslumbrante. Las ciudades que atraviesa tienen una fisonomía especial y entonces era una fuente de riqueza, como todo lo que supone agua. Cuando estudiaba Egipto siempre me dejaba asombrada eso de que el Nilo se desbordaba periódicamente para darle agua a las tierras de alrededor y entendí, como es lógico, que una circunstancia geográfica podía modelar tu vida para siempre. Mark Twain nació en el estado de Missouri y en una ciudad que conserva su recuerdo en todas sus calles y edificaciones. Una ciudad que lo tiene como un reclamo turístico más, en la que él situó la vida y aventuras de Tom Sawyer. Esta ciudad es Hannibal. Está a la orilla derecha del río y ahora es una ciudad pequeña, con una gran afluencia turística en torno a la figura del escritor. Todo nuestro mundo es un parque temático de según qué clásicos y por eso Hannibal ha aprovechado la coyuntura y ha colocado a Mark Twain en el centro de todo. 




Twain debió ser un tipo especial. No solamente tuvo varios oficios sino que tenía una personalidad muy curiosa, incisiva, inteligente, ingeniosa y llena de humor. El humor es lo que diferencia sus historias de otras, también con niños dentro, pero plúmbeas, pesadas y moralistas. No necesitamos reconvenciones sino que haya verdadera vida metida en los libros. Las moralejas han de surgir de la propia peripecia y así llegamos a la conclusión de que vivir de mentira en mentira como hacía Tom no es nada agradable, sino, al contrario, bastante molesto. Creo que el personaje más excepcional del libro es la tía Polly. Una mujer inteligente, astuta, pero con buen corazón, a la que no se la da nadie con queso. He conocido a algunas tías Polly en mi vida y todas ellas merecían la pena. La escena del botón cosido con hilo negro es genial, como también lo es la de la valla, cumbre entre las cumbres. Cómo puede uno distinguir entre trabajar o ejercer una actividad divertida dependiendo de si te pagan o si pagas. Es un aprendizaje que no he olvidado nunca. 

(Fragmentos)

«¡Diablo de chico! ¡Cuándo acabaré de aprender sus mañas! ¡Cuántas jugarretas como ésta no me habrá hecho, y aún le hago caso! Pero las viejas bobas somos más bobas que nadie. Perro viejo no aprende gracias nuevas, como suele decirse. Pero, ¡Señor!, si no me la pega del mismo modo dos días seguidos, ¿cómo va una a saber por dónde irá a salir? Parece que adivina hasta dónde puede atormentarme antes de que llegue a montar en cólera, y sabe, el muy pillo, que si logra desconcertarme o hacerme reír, todo se ha acabado y no soy capaz de pegarle. No; la verdad es que no cumplo mi deber para con este chico; ésa es la pura verdad. Tiene el diablo en el cuerpo, pero ¡qué le voy a hacer! Es el hijo de mi pobre hermana difunta, y no tengo entrañas para zurrarle. Cada vez que le dejo sin castigo me remuerde la conciencia, y cada vez que le pego se me parte el corazón. ¡Todo sea por Dios! Pocos son los días del hombre nacido de mujer y llenos de tribulación, como dice la Escritura, y así lo creo. Esta tarde hará novillos y no tendré más remedio que hacerle trabajar mañana como castigo. Cosa dura es obligarle a trabajar los sábados, cuando todos los rapaces tienen asueto; pero aborrece el trabajo más que ninguna otra cosa; yo tengo que ser un poco rígida con él, o voy a ser la perdición de ese niño».

(La tía Polly habla de Tom)

Tom le entregó la brocha, con desgana en el semblante y con entusiasmo en el corazón. Y mientras el ex vapor Gran Missouri trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado se sentó allí cerca, en una barrica, a la sombra, balanceando las piernas, se comió la manzana y planeó el degüello de más inocentes. No escaseó el material: a cada momento aparecían muchachos; venían a burlarse, pero se quedaban a encalar. Para cuando Ben se rindió de cansancio, Tom había ya vendido el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buen uso; cuando éste se quedó aniquilado, Johnny Miller compró el derecho por una rata muerta con un bramante para hacerla girar, y así siguió y siguió hora tras hora. Y cuando avanzó la tarde, Tom, que por la mañana había sido un chico en la miseria, nadaba materialmente en riquezas. Tenía, además de las cosas que he mencionado, doce tabas, parte de un cornetín, un trozo de vidrio azul de botella para mirar las cosas a través de él, un carrete, una llave incapaz de abrir nada, un pedazo de tiza, un tapón de cristal, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis cohetillos, un gatito tuerto, un tirador de puerta, un collar de perro (pero sin perro), el mango de un cuchillo y una falleba destrozada. Había, entretanto, pasado una tarde deliciosa, en la holganza, con abundante y grata compañía, y la cerca ¡tenía tres manos de cal! A no habérsele agotado las existencias de lechada, habría hecho declararse en quiebra a todos los chicos del lugar.

(Escena de la valla)

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Muy buena reseña. Lo que no me quedó claro es lo de no es un libro para "niñas" sino para "chicos".
Caty León ha dicho que…
Tienes razón. Es una apreciación que, aunque se hace a veces, tiene poco sentido.

Entradas populares de este blog

La hora de las palabras

 Hay un tiempo de silencio y un tiempo de sonidos; un tiempo de luz y otro de oscuridad; hay un tiempo de risas y otro tiempo de amargura; hay un tiempo de miradas y otro de palabras. La hora de las miradas siempre lleva consigo un algo nostálgico, y esa nostalgia es de la peor especie, la peor clase de nostalgia que puedes imaginar, la de los imposibles. Puedes recordar con deseo de volver un lugar en el que fuiste feliz, puedes volver incluso. Pero la nostalgia de aquellos momentos siempre será un cauce insatisfecho, pues nada de lo que ha sido va a volver a repetirse. Así que la claridad de las palabras es la única que tiene efectos duraderos. Quizá no eres capaz de volver a sentirte como entonces pero sí de escribirlo y convertirlo en un frontispicio lleno de palabras que hieren. Al fin, de aquel verano sin palabras, de aquel tiempo sin libros, sin cuadernos, sin frases en el ordenador, sin apuntes, sin notas, sin bolígrafos o cuadernos, sin discursos, sin elegías, sin églogas, sin

Si hay prisa, no hay literatura

*Lucia Berlin, escritora, 1936-2004 *********** Lo contaba en una entrevista grabada en el escritor recién fallecido Paul Auster. Tras ocho horas de trabajo diario, como si fuera un obrero de la literatura, se daba por satisfecho si alguna vez de forma extraordinaria conseguía tener tres páginas terminadas. Lo normal es acabar una sola página y en circunstancias buenas quizás dos. Y nos cuenta su método. Un párrafo que se escribe y se reforma una y otra vez, continuamente, se escribe, se reescribe, se corrige, se vuelve a escribir. Hasta que, nos dice, quede suave, limpio, armónico, como si de ese fragmento surgiera música, rítmico, a compás diríamos nosotros. Ese cuidado en la escritura, esa placidez a la hora de escoger las palabras, es una de las grandes cimas de la creación y cuando se logra, cuando una es capaz de olvidarse la prisa, la inmediatez, la necesidad urgente de decir algo, cuando puedes sentir el sosiego de escribir despacio, de buscar despacio en tu mente las palabras

Siete mujeres y una cámara

  La maestra de todas ellas y la que trajo la modernidad a la escritura fue Jane Austen. La frescura de sus personajes puede trasladarse a cualquier época, de modo que no se puede considerar antigua ni pasada de moda, todo lo contrario. Cronológicamente le sigue Edith Wharton pero entre las dos hay casi un siglo de diferencia y en un siglo puede pasar de todo. Austen fue una maestra con una obra escasa y Wharton cogió el bastón de la maestra y llevó a cabo una obra densa, larga y variada. Veinte años después nació Virginia Woolf y aquí no solo se reverdece la maestría sino que, en cierto modo, hay una vuelta de tuerca porque reflexionó sobre la escritura, sobre las mujeres que escriben y lo dejó por escrito, lo que no quiere decir que Edith y Jane no tuvieran ya claros algunos de esos postulados que Virginia convierte en casi leyes. Ocho años más tarde que Virginia nació Agatha Christie y aunque su obra no tiene nada que ver con las anteriores dio un salto enorme en lo que a considerac

La primavera es una cesta llena de libros

 /Foto C.L.B. Archivo personal/ Una de mis viejas amigas (viejas porque son de toda la vida) tiene siempre a flor de piel el deseo de encontrar un lugar tranquilo donde sentarse a leer y a tomarse una taza de té. Creo que lo del té es reminiscencia de nuestras lecturas inglesas, porque todas nosotras, ineludiblemente y sin razón alguna, tenemos en esa literatura una referencia constante. No solo hemos leído muchos libros de autores ingleses y estadounidenses sino que los comentamos y nos intercambiamos exclamaciones, interrogaciones y toda suerte de signos estrambóticos. Sentarse en un lugar tranquilo, a resguardo de los vientos y del sol inclemente, mientras el té se va enfriando y tú estás inmersa totalmente en el libro, es un sueño que ella expresa cada vez que se le pregunta qué desearía hacer en ese mismo instante. Y, tanto lo repite, que todas las demás pensamos que, en realidad, ella es una de esas muchachas de la campiña que viven en casas solariegas o en pequeños cottages y qu

“Anna Karénina“ de Lev N. Tolstói

Leí esta novela hace muchos años y no he vuelto a releerla completa. Solo fragmentos de vez en cuando, pasajes que me despiertan interés. Sin embargo, no he olvidado sus personajes, su trama, sus momentos cumbre, su trasfondo, su contexto, su sentido. Su espíritu. Es una obra que deja poso. Es una novela que no pasa nunca desapercibida y tiene como protagonista a una mujer poderosa y, a la vez, tan débil y desgraciada que te despierta sentimientos encontrados. Como le sucede a las otras dos grandes novelas del novecientos, Ana Ozores de La Regenta y Emma Bovary de Madame Bovary, no se trata de personas a las que haya que imitar ni admirar, porque más que otra cosa tienen grandes defectos, porque sus conductas no son nada ejemplares y porque parecen haber sido trazadas por sus mejores enemigos. Eso puede llamarse realismo. Con cierta dosis de exageración a pesar de que no se incida en este punto cuando se habla de ellos. Los hombres que las escribieron, Tolstói, Clarín y Flaubert, no da

Rocío

  Tiene la belleza veneciana de las mujeres de Eugene de Blaas y el aire cosmopolita de una chica de barrio. Cuando recorríamos las aulas de la universidad había siempre una chispa a punto de saltar que nos obligaba a reír y, a veces, también a llorar. Penas y alegrías suelen darse la mano en la juventud y las dos conocíamos su eco, su sabor, su sonido. Visitábamos las galerías de arte cuando había inauguración y canapés y conocíamos a los pintores por su estilo, como expertas en libros del laboratorio y como visitantes asiduas de una Roma desconocida. En esos años, todos los días parecían primavera y ella jugaba con el viento como una odalisca, como si no hubiera nada más que los juegos del amor que a las dos nos estaban cercando. La historia tenía significados que nadie más que nosotras conocía y también la poesía y la música. El flamenco era su santo y seña y fue el punto culminante de nuestro encuentro. Ella lo traía de familia y yo de vocación. Y ese aire no nos abandona desde ent

Novedades para un abril de libros