(Ultramarinos Sopranis. Cádiz. Tradicional tienda de alimentación y bar, con gran variedad de conservas, vinos y licores.)
Cuando era pequeña vivía enfrente de una tienda de ultramarinos. El dueño se llamaba Celestino y era montañés. Se marchó un día y la traspasó o la vendió a una familia de Conil que se hizo cargo de ella, con tan buena fortuna, que aún continúan su hijo y sus nietos con el negocio. El hombre se llamaba Andrés y era taciturno y poco hablador, ancho de cuerpo y con un aire recio, muy de campo. La esposa, Isabel, era una especialísima persona, que gustaba de vestir con colores alegres, como la reina de Inglaterra, y cuya tranquilidad y punto de vista original sobre las cosas a mí me llamaba la atención. Por último, tenían un hijo, Antoñito el de la tienda era su nombre y apodo, muy trabajador, guapo, activo y gracioso, que imitaba a José Luis López Vázquez y era capaz de cautivar a todas las clientas con sus dichos y comentarios.
La tienda era un placer para la vista, como todas las de ultramarinos antiguas que hoy existen en muy poca proporción, convertidas la mayoría en lo que se llaman "autoservicios" y que fueron una especie de antecedente en miniatura de los grandes supermercados. El más grande de estos lo vi hace años en Francia y era tan gigantesco que estaba lleno de indicaciones porque perderse era lo más sencillo. Sin embargo, la tienda de Andrés, tenía el tamaño perfecto para atesorar toda clase de viandas y para que el cliente se sintiera como en casa, porque nunca faltaban la charla y el chascarrillo.
Sé que en algunas tiendas de ultramarinos estaba la costumbre de dejar una zona del mostrador expedita para servir una tapa y una copita de vino, una chiquita, pero no en la de Andrés, quizá porque era consciente de que todas las mujeres de la calle eran sus clientes potenciales y, en cambio, los hombres eran invisibles, nunca pasaban por allí porque, aunque hoy eso parezca un sueño, estaban todos en sus trabajos la mayor parte del día. Ahora que lo pienso, en mi infancia no conocí a ningún parado.
(La mantequería El Bulevar se encuentra en la calle José del Toro, 7, enfrente de la casa de mi tía Lola, con la que me quedaba a almorzar los años que estuve estudiando en Cádiz)
Las legumbres de Hermanos Bermejo en la calle Zaragoza, 2. de Madrid. Foto de MIGUEL ÁNGEL PALOMO con sus tradicionales sacos de productos a granel.
Las Mantequerías Jerezanas, un caso de supervivencia en el que se combinan productos gourmet con el formato a granel y una buena selección de vinos
Casa Moreno, en la calle Gamazo, 7 de Sevilla, es una tienda de ultramarinos y abacería familiar con más de un siglo de historia.
El encanto de la tienda de ultramarinos tenía mucho que ver con la explosión de olores, sabores y colores que allí se encontraban. Además, era un buen oráculo del clima de la calle, porque cualquier acontecimiento importante acababa comentándose allí, junto al mostrador. Los vecinos que no tenían teléfono en sus casas usaban su número para que los novios llamaran a las novias o para avisar al médico. Y las mujeres, aunque no hubiera nada que comprar, tenían allí parada obligada. Era un surtidor de noticias que ponía al día a la gente en las novedades y las integraba en un ecosistema común. Físicamente la tienda no era un espectacular decorado de maderas nobles, como se ve en otras, pero todo estaba dispuesto y ordenado con pulcritud y limpieza.
Detrás del mostrador, al fondo, una cortina separaba la tienda del resto de la casa, donde vivían los propietarios y su hijo. A un lado, la caja registradora, y sobre el mostrador de madera gastada estaban pilas de papel de estraza, cartuchos, pequeños expositores con alguna delicatessen que llamara la atención, la libreta y el lápiz, y una parte que se abría y cerraba como un puente levadizo. A un lado del recinto, garrafas con aceite, botes de aceitunas, los cajillos repletos de verduras y frutas, las patatas, los boniatos; en otra zona, los cestos con las especias; también estaban las legumbres a granel, en sacos colocados en el suelo uno junto a otro; allá arriba, los jamones, los chorizos, las cañas de lomo, los salchichones, todo de la sierra de Cádiz y de Ronda, de Benaocaz, de Algatocín, la Benalauría, de Jimena...
Más allá en unos estantes altos, los dulces, de Medina, de Chiclana, las tortas que iban desde Castilleja de la Cuesta, y en unos cuencos abiertos los chicharrones y las orzas de manteca blanca y de manteca colorá. Botellas de vino, de vinagre, de refrescos, en una de las entradas, en el suelo, porque todo el espacio se aprovechaba. Chucherías en grandes tarros de cristal con tapaderas de plástico de colores: gomitas, caramelos, chicles, regaliz...
Y no faltaban las deliciosas conservas, que por aquí abajo tienen tanta importancia porque somos un vivero de materias primas: el atún, la ventresca, los mejillones en escabeche, los berberechos, las sardinas en aceite o en tomate, el bonito, la caballa...Ah, un bocadillo de caballa en pan de bollo, con su chorrito de aceite de oliva virgen extra por arriba...ahhhh. Mi merienda favorita de los días de instituto.
Ubicada en la llamada Plaza del Mercado y posteriormente rebautizada como Plaza López Allué, La Confianza ha estado abierta en Huesca desde 1871 sin interrupción, ni siquiera en la Guerra Civil dejó de atender a sus clientes.
Las niñas sentíamos un disfrute especial en pasar los ratos en la tienda de Andrés. A veces dejábamos que se colaran algunas señoras que venían con prisa, incluso algún hombre despistado. Nuestros recados, por muy importantes que fueran, no tenían ni punto de comparación con la posibilidad de contemplar de cerca el latido de la calle, que era como decir del mundo exterior, pues ese era nuestro mundo y esos nuestros intereses.
Observábamos con atención lo que se decía, se susurraba y se comentaba sotto voce, intuyendo que aquello era mucho más importante que un kilo de garbanzos y medio kilo de harina para freír. De esa forma fuimos entrando en el mundo de los mayores, ese maravilloso y misterioso universo al que nuestra edad no nos daba acceso pero que soñábamos conocer con toda su grandeza.
Y, de ese modo, no éramos solamente espectadoras en el teatro de la vida, sino ansiosas partícipes de todas las emociones que se movían de un lado a otro de las casas, de la calle, de las tiendas...
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