Una mujer cuenta en primera persona la historia que vivió con un hombre. Una aventura pasional que a ella la convirtió en alguien a la espera. Solo vamos a conocer el punto de vista de la mujer pero se trata de eso, de una escritura totalmente subjetiva, narrada por su protagonista y en la que los hechos tienen verosimilitud. Esta es la autoficción y así son los libros de Annie Ernaux. La escritora va desarrollando, con un privilegiado uso del lenguaje, la estructura de su vida en episodios aparentemente inconexos pero que nos dan a conocer a fondo cómo es y cómo vive. Incluso cómo piensa.
Aquí, la mujer culta, refinada, con un buen trabajo, una buena casa, divorciada, con hijos ya mayores, se enamora locamente (¿habrá otra forma de enamorare? puede llegar ella a pensar) de un diplomático de un país del Este con el que cultiva una relación eventual (cuando él puede, ella está siempre dispuesta) pero que la marca porque toda su vida se acomoda a ese ritmo. Llegadas y despedidas. Eso es "Pura pasión".
Este es el primer libro que he leído de Annie Ernaux aunque no el único. Cada uno de los otros ha llegado ocupando su sitio, dejándose leer y contribuyendo a cerrar el ciclo de preguntas en torno a la escritora.
El tema de "El acontecimiento" no me resulta agradable. Su dificultad se ve aún más en la película que acaba de hacerse sobre el libro. Una adolescente embarazada que quiere dar solución a su problema, porque eso es para ella el embarazo. Un tema tan complicado como propenso a la discusión enconada y a las posturas encontradas. Pero la escritora ha decidido que todo ha de ser dicho y que nada va a quedarse sin escribir. Es su vida, es su opinión, su postura, su derecho. Al menos, a contarlo.
Pero es más necesario escuchar sus propias palabras para entender su obra. Y lo hace con claridad en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura que recibe en el día de ayer, 7 de diciembre de 2022.
No pretendo contar la historia de mi vida ni desvelar sus secretos, sino descifrar una situación vivida, un acontecimiento, una relación amorosa, y revelar así algo que solo la escritura puede hacer existir y transmitir, quizá, a otras conciencias y otras memorias. ¿Quién podría decir que el amor, el dolor y el duelo, la vergüenza, no son universales?
Está, por una parte, la lengua en la que han aprendido a nombrar las cosas, con su brutalidad, con sus silencios; por ejemplo, ese del cara a cara entre una madre y un hijo, en el bellísimo texto de Albert Camus Entre sí y no. Por otra parte, los modelos de las obras admiradas, interiorizadas, las que han abierto el universo primigenio y con respecto a las que se sienten deudores por su elevación, que a menudo consideran como su verdadera patria. En la mía figuraban Flaubert, Proust, Virginia Woolf: en el momento de retomar la escritura, no me resultaron de ninguna ayuda. Necesitaba romper con el “escribir bien”, con la bella frase, esa misma que enseñaba a mis alumnos, para extirpar, exhibir y comprender el desgarro que me penetraba. Espontáneamente, emergió en mí el estruendo de una lengua que arrastraba consigo la ira y la irrisión, incluso la vulgaridad, una lengua del exceso, insurgente, a menudo utilizada por los humillados y los ofendidos, como la única forma de responder a la memoria de los desprecios, de la vergüenza y de la vergüenza de la vergüenza.
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