Un rumor de crepúsculo mueve el aire

 

Los hombres de ciudad miran la naturaleza, no la observan, a través de una ventana. La ventana es pequeña y cabe en cualquier sitio: un rascacielos, una unifamiliar, un bloque lóbrego con la ropa tendida en el patio interior. Es una mirada plana y llena de adjetivos inexistentes. No hay naturaleza sin olor, sin sonido, sin el tacto áspero de la tierra que te raja las manos y dibuja pequeños tatuajes en el antebrazo. Pero los hombres de ciudad entienden que esta carencia es llevadera y que bastará hacer el camino de Santiago o unas vacaciones en el hotel rural para quedar ratificados por la madre tierra. Desconocen casi todo de ella y por eso no distinguen la magnitud de su ignorancia. 

He conocido a unos cuántos y verdaderos hombres de campo. Son diferentes, incluso si los trasplantas a la ciudad por un accidente de cualquier biografía. Siguen teniendo una especie de querencia por la tierra, los árboles, las estaciones y los cambios de tiempo. Distinguen si lloverá o si la lluvia será breve. Avisan de los vientos, de los ciclones y casi de los huracanes. Sobre todo, saben usar las manos para esos oficios que el hombre de ciudad desconoce. Manejan pequeñas navajas para cortar el pan. Algunos de estos hombres de campo han estado en mi vida mucho tiempo, viviendo algunos en un cortijo alargado y blanco, con dos palmeras enormes en la puerta de entrada, una habitación alargada para guardar los quesos y hacer el requesón, el tentadero, la pequeña placita de toros, y la estancia, el lugar en el que había vacas, ovejas y caballos. En determinados momentos, el cortijo se llenaba de gente, mañana y tarde, trabajadores que venían a cumplir con sus tareas, mujeres que hacían la limpieza, preparaban el pan y pintaban las paredes con cal blanca. También estaba el maestro, con su viejo traje marrón que se confundía con el suelo y que se sentaba en la habitación de la derecha, subiendo una curiosa escalera con pasamanos rojo, rodeado de libros, de cuadernos de espiral y de cacharros de latón con lápices de colores. 

Las tardes tienen sorpresas a veces, en ese cortijo gaditano, cercano a algunos pueblos, al fin de los caminos, con unos atardeceres especiales y desde donde se pudo observar una vez un eclipse completo de sol que confundió a los animales en las cuadras y los puso nerviosos. Las tardes pueden traer al señor que vende baratijas, en una de sus visitas inesperadas; al grupo de amigas del cortijo vecino, todas dispuestas a la charla sin tasa; o al administrador que trae un maletín con libros y papeles. Todas las visitas son bienvenidas porque el tiempo en el campo se mide así, por el trabajo y por los extraños que lo interrumpen. 





Mi tío Curro montaba a caballo, llevaba zahones y sombrero. A caballo y con ese sombrero llegaba a la aldea del Rocío y a caballo recorría las tierras fértiles que rodeaban la laguna seca. Murió muy joven y dejó viuda y tres hijos pequeños, que tuvieron que hacerse grandes por vía de urgencia y dejaron atrás el cortijo para vivir en una finca más cercana a la civilización. Es así como una muerte cambia  la vida de las personas y los paisajes, el día a día y la visión que se observa tras las ventanas. Desaparecieron el cortijo, las vacas, los caballos, las ovejas, el queso y el requesón, los trabajadores que llegaban al amanecer y se iban de noche, las horas de descanso en torno a una mesa para jugar a las cartas, las comidas fuera de horario, el crepúsculo señalando el camino de las puertas que se iban cerrando y el vocabulario. Algunas palabras no volvieron a pronunciarse. 

En ese universo las mujeres cumplían variados papeles. La dueña de la casa era muy hermosa y dirigía con mano firme todo lo que significa el mundo doméstico. Mi tía era una experta en plantas, conocía todos sus nombres en latín, sus períodos de florecimiento, sus familias, sus estados de ánimo. Hablaba a las plantas con la misma dedicación con la que lo hacía a las personas y, en ciertos momentos posteriores, quizá con más interés. Aunque la rudeza de los hombres era manifiesta, ella era una flor a la que todos cuidaban, una especie de raro exotismo situado en un paraje inapropiado. Ellos hablaban con la voz muy alta y ella en susurros, pero era su palabra la que prevalecía. Su extraña disposición para arreglarlo todo desapareció con él y desde entonces no volvió a dar órdenes ni a sobrevolar los días en estado de gracia, más bien comenzó una lenta decadencia que duró muchos años pero que era inexorable. 


El cortijo tenía días de queso y requesón, días de miel de abeja, días de esquilado y hasta días de toros, con las vaquillas en la pequeña plaza retozando y los aficionados saltando entre risas y reconvenciones. En nuestra familia hay muchos toreros. Nadie creía que fueran a triunfar de ningún modo. En el invierno, un silencio penetrante envolvía las paredes, las chimeneas, la enorme cocina lateral que daba cobijo a todos y el patio de entrada, rodeado de escaleras, con columnas retorcidas como las italianas y unos soportales que servían para evitar la lluvia y el frío. Todas las estaciones tenían aspecto diferente y era el verano el que ponía en servicio la enorme alberca, casi escondida entre árboles, donde los niños nos lanzábamos al agua sin cortapisas y sin vigilancia, con la seguridad de que éramos peces en pura expansión. 

En todo esto los niños éramos tan independientes como la vida que llevábamos. Nadie nos recriminaba nada y tampoco había quejas. Saltábamos de un lugar a otro, bailábamos con nuestra radio a toda voz, nos subíamos en el tejado de la estancia para ver las labores, corríamos en torno a las grandes palmeras de la entrada para atisbar las visitas y nos montábamos en un enorme tractor que alguien conducía para llevarnos al cine de verano que estaba en uno de los pueblos próximos. Esa extraña procesión, dos niñas y dos niños subidos a un tractor en verano llegando al cine, es una de las excentricidades más curiosas de mi vida. Era como si una gigantesca cámara grabara nuestras imágenes y las convirtiera en película. La película tiene momentos tristes, melancólicos difíciles y, sobre todo, alegres. Plenitud, naturaleza, olores, la savia de los árboles que circula, el troncharse de la rama al pisar, el trote del caballo que suena, nuestros sombreros, el sol a plomo, la luz del porche encendida, la huida de las abejas con la tostada repleta de miel, un bote de polvo de talco que cayó sobre un pastel y lo mandó a la basura y una imagen: una niña de ocho años, con la melena al viento, un vestido blanco y un lazo azul en el pelo, corriendo, corriendo, corriendo hacia la vida. 



(Imágenes de Camille Pissarro (Saint Thomas, 1830- París, 1903), pintor francés, que retrató hábilmente los paisajes del campo en plena realización de las faenas agrícolas. Usó las más diversas técnicas, desde el óleo y la acuarela hasta la litografía y el aguafuerte. Su obra conforma uno de los más brillantes conjuntos pictóricos en el ámbito del paisaje impresionista, tanto rural como urbano. Antes de establecerse en Francia, pasó un tiempo en Venezuela con el pintor danés Melbye, dedicándose plenamente a la pintura. Ya en París (1855), recibió los consejos de Camille Corot y trabó amistad con Claude Monet, Paul Cézanne, Armand Guillaumin y, años más tarde, con Paul Gauguin. Su estilo en esta época era bastante tradicional. En el transcurso de una estancia en Londres (1870-1871) conoció la obra de Joseph Turner, y a su regreso a Francia participó en el movimiento impresionista. Su entusiasmo lo llevó a ser uno de los principales impulsores de la exposición celebrada en el estudio del fotógrafo Nadar en 1874, a raíz de la cual la nueva tendencia pictórica recibiría la denominación por la cual se la conocería: Impresionismo, nombre que toma de la obra de Monet "Impresion: soleil levant")

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