"El tercer país" de Karina Sainz Borgo
Casi año y medio ha tardado Karina Sainz Borgo (Caracas, 1982) en escribir esta segunda novela, después del éxito de la primera "La hija de la española". La nueva novela tiene una intensidad mayor que la anterior y parece más difícil de escribir, o, por lo menos, exige más reescritura, porque hay ajustes que resultan necesarios para evitar la carga del exceso. Verás: una novela tan trágica, con un tema tan negro, un ambiente tan miserable y unos personajes tan al límite, precisa una escritura aséptica, porque no necesita echarle más leña al fuego y es mejor dejar desnuda la tragedia que adornarla con palabras y con exclamaciones o puntos suspensivos.
Siguiendo con las comparaciones, la primera novela se lee con rapidez, facilidad y sin el corazón encogido. Tiene mucho de intriga y de suspense. También de historia. La hija de la española es Aurora Peralta. Su padre, Fabián Peralta, trabajaba en un obrador próximo a la iglesia de San Jorge y allí le cogió la onda expansiva del atentado que hizo volar, literalmente, al coche de Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973. Una circunstancia histórica de este calibre da lugar a la marcha a Venezuela de Julia y Aurora Peralta. Y será Aurora Peralta quien, ante un cataclismo, ofrecerá a Adelaida Falcón, la protagonista del libro, una oportunidad de renacer.Por mucho que trate temas que atraviesan la piel, temas duros, hay en ella una especie de esperanza que fluye, algo que aquí, en esta otra, no surge por ningún lado. Aquí hay mucha oscuridad, mucha muerte, mucha desazón, mucho miedo, pero no encuentro la esperanza por ningún sitio, porque, quizá, se ha quedado pendiente, a modo de hilo que queda suelto intencionadamente.
O porque, tal vez, hay entornos y momentos en los que la esperanza es una frivolidad que no tiene cabida. Eso parece ocurrir con la vida de Angustias y de ahí su encuentro con Visitación.
Las dos novelas tienen su centro en las mujeres, como receptoras de la historia que transcurre, de la historia anterior y del futuro. También como receptoras del dolor y como poseedoras de empatía, de una especie de compasión hacia los otros que no es tan fácil encontrar o, al menos, no lo solemos ver a simple vista. Las mujeres son espectadoras y actoras a la vez. Pueden cambiar el curso de los acontecimientos y pueden padecerlos. Desprenden esencias que se resbalan por el libro, que trasminan y estallan. Esta novela, con olores, sabores y temores bien estructurados y atados al cuerpo, te deja una sensación agridulce, como si mezclaras el limón con el agua de rosas, y, sobre todo, te acerca una visión de un mundo que desconoces, y que no quieres conocer, porque da la sensación de que la historia transcurre en un espacio inventado, astral, diferente al nuestro, terrible a la vez que mágico. Da igual donde pasan las cosas, pero, en este caso, hay mucha tierra por medio y mucho desencuentro.
La misma autora afirma que es una novela donde la gente que aparece no tiene nada que perder. Esto suele ocurrir cuando uno ya lo ha perdido todo. La evidencia es terrible, el asentimiento peor aún y el desencanto, impredecible. De modo que ese territorio incierto hace compañía al personaje, al mismo tiempo que lo desprecia. Los personajes no tienen que atraerte porque ellos mismos parecen odiarse, o, al menos, porque no se entienden. La historia transcurre con parones evidentes, con tiranteces, porque quizá tiene que asentarse y tomar a los personajes con paciencia. Nadie quiere verse en una situación semejante.
“Llegué a Mezquite buscando a Visitación Salazar, la mujer que sepultó a mis hijos y me enseñó a enterrar a los de otros... En aquel solar reseco ella era lo único vivo... En la entrada colgaba un cartel pintado a brochazos. El Tercer País, un cementerio sin ley, al que iban a parar los muertos que Visitación enterraba a cambio de la voluntad y a veces ni eso...Así era El Tercer País, una frontera dentro de otra donde se juntaban la sierra oriental y la occidental, el bien y el mal, la leyenda y la realidad, los vivos y los muertos”.
Este es el arranque de la novela, la carta de presentación, la brújula. Una brújula que nos va indicando cosas. Antes de eso, con las citas, una declaración de intenciones. Ahí están Pedro Páramo, Antígona y la Odisea. Tengo la autoridad pequeña de haber sido "Antígona" en mi grupo de teatro, hecho con las normas del Actor's Studio. Y Antígona se deshace ante la muerte de los suyos, del mismo modo que cualquier mujer se arrastra por el suelo al contemplar la desgracia. Las primeras palabras del libro nos presentan un lugar, nos presentan un personaje, nos hablan de una narradora en primera persona, nos hablan de la intemperie, que es, claramente, la frontera entre conceptos opuestos. Esto está todo en los primeros renglones. Directo, claro, seco, hueco, sin adornos. Un solar reseco no parece ser un sitio donde puedan florecer las cosas que a una le sirvan de estímulo. Pero ese es el reino de Visitación y, como puede pensarse, es lo que hay, es lo que queda. Y luego se presenta al enemigo, en forma de peste, como podía ser cualquiera de las otras plagas que acechan y han acechado a la humanidad. No tiene forma pero existe.
Angustias (qué nombre más feo, piensa ella y eso que no sabe que se llamaba así la madre de Manolete, Angustias Sánchez, qué pena, pena, malhaya el toro, que lo mató, al hijo de su sangre, la sangre de sus venas...y así sigue la copla), la peluquera, se ha casado con Salveiro, el cauchero, un hombre seco, adusto y callado, pero que (algo bueno habría de tener) "estaba dotado para el retozo". Fue su silencio, nos dice ella, el que la engañó, el que no le dio pistas de que andaba metido en el mismo mal que todo el valle, al que abandonaron a todo galope para huir de la enfermedad que lo asolaba, con sus hijos, los dos sietemesinos, complicados al nacer, delgados y sin energía, Higinio y Salustio, niños complicados. Un recorrido bestial para alejarse del foco de muerte que era aquella ciudad y aquel valle.
Las dos mujeres Visitación Salazar y Angustias Romero, la protagonista y narradora, hay dos hijos muertos y un marido enfermo; están condenadas a encontrarse. Entretanto hay carreras, símbolos poco claros, una enfermedad que asola la tierra y a las personas y hay, sobre todo, una verdadera lucha por poner sobre la mesa los intangibles de la vida humana. Ahí está el poder y la violencia, o juntos; también el aislamiento, el no ser de nada o el pertenecer a alguien equivocadamente; también la necesidad de sobrevivir a lo que parece imposible. Lo imposible, podría ser también otro buen título, si no fuera porque ya se llama así una película de tsunami.
La historia de una enterradora de cuerpos humanos que actúa cuando nadie más se interesa o se preocupa por recoger a los muertos tiene algo de sobrecogedor. Me recuerda enormemente a los westerns crepusculares en los que un jinete pálido o con rostro de juez de la horca, tiene que apilar en cualquier sitio del poblado un montón de cuerpos humanos productos del odio, el enfrentamiento, la enfermedad o el hambre. Entonces surge un enterrador que en el pueblo es el último habitante pero que en circunstancias así se coloca el primero de la fila, y prepara hileras de ataúdes, sencillos, lisos, baratos, para llenarlos con lo que queda de los seres humanos que un día fueron. En tiempos como estos, no resulta difícil ponerse en el papel de aquellos que han dicho adiós sin tener enfrente al destinatario de su despedida.
El idioma es el nuestro, el español, sin duda, pero es otro idioma. Empulpada, tolvanera, paila, jején...Porque las lenguas se hacen tanto con los silencios como con los sonidos, y hay aquí mucho silencio no resuelto y mucha frase a ras de tierra. También modismos, estructuras, frases, vocabulario, lejano para mí y que compone la melodía de la lengua que cruza el océano y vuelve adornada con "cositas", como diría Paco de Lucía, que se han ido colgando como a un collar de cuentas se le enganchan monedas y otros abalorios. Es un español pleno de colorido, lleno de vicisitudes, con frases que se arrancan a la vez que chirrían, duras, peligrosas, firmes.
Veremos la acogida que tiene este segundo libro de Karina Sainz Borgo. Tuvo tan buena acogida el primero que todo lo que no sea eso puede considerarse un fracaso. Es cierto que se trata de una escritora estimable, que tiene un estilo personal, pero, al tiempo, heredero de la narrativa hispanoamericana, ese concepto mágico de las descripciones y ese vocabulario especial que a los españoles nos resulta un poco complejo en ocasiones. Además, esos sentimientos acendrados, fuertes, temibles, que también nos espanta a nuestras mentalidades sencillas y realistas. Este realismo tal vez nos excede y nos asuste o nos dé, incluso, un poco de repulsión, de tan claro. Acostumbrada a las lecturas de mis anglosajonas sutiles y llenas de delicadeza, todo este mundo revuelto de adjetivos tribales y de comparaciones cavernosas me deja un regusto de extrañeza. No sé, siquiera, qué pienso de esos personajes. En todo caso, faltan flores frescas y algún sendero limpio de humos y de malos sueños.
El tercer país. Karina Sainz Borgo. Editorial Lumen. 2021.
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