Ir al contenido principal

"El cine según Hitchcock" de François Truffaut


 La larguísima entrevista que da lugar al libro sería imposible de mantener si ambos (Truffaut y Hitchcock) no fueran expertos cineastas. Los lectores asistimos de forma privilegiada a esta charla que entra a fondo en la obra de un director a quien Truffaut y los suyos de la nouvelle vague califican como un "autor". A quien nosotros, los espectadores, llamamos genio. 

Lo que hace Hitchcock (de aquí en adelante H.) es responder con sinceridad y elegancia, es decir, sin hacer sangre, ni exagerar lo que le molesta o le preocupa. Pero tampoco se calla nada porque, en otro caso, la entrevista (más de cincuenta horas de conversación) sería un paseo, un bluff. Se habla, siguiendo un orden cronológico, de la vida y del trabajo de H., y se repasan sus películas, una por una, haciendo hincapié en lo más interesante, las condiciones de trabajo, de dónde surge el guión, qué pasa con los actores, cuáles son los aspectos técnicos más interesantes, qué acogida tuvieron sus películas, qué resultados se derivaron de ellas...

Los aspectos técnicos están muy presentes pero no cansan, ni son ininteligibles. Tienen su justo punto. Y Truffaut (desde ahora T.) escribe admirablemente y tiene un enorme respeto por H. y, sobre todo, un gran conocimiento de su obra. Sin ese conocimiento la entrevista no tendría ningún sentido. 

H. fue un adolescente acomplejado. Su físico, "orondo", como lo califica T., no daba para muchas alegrías. Era solitario y, por tanto, tenía su propio mundo interior. "Cuando se dio cuenta, siendo adolescente, que su físico lo apartaba de los demás, H. se retiró del mundo y lo observó con una severidad inaudita". "Recordaba muy bien al pequeño estudiante A. H. manteniéndose aparte durante el recreo. Apoyado contra una pared, observaba cómo sus pequeños amigos jugaban al balón, con un aire de desdén, con las dos manos cruzadas sobre su vientre". 

Alfred Hitchcock había nacido en Londres, el trece de agosto de 1899 y pertenecía a una familia católica, lo que tampoco era usual pues estaba rodeado de anglicanos. Se educó en los jesuitas y tampoco destacó. Cuenta su enorme miedo al castigo físico (la palmeta) y su medianía en las notas. Sus entretenimientos eran leer revistas de cine, ir al cine y al teatro. Todo en soledad. Hay una frase de Louis-Ferdinand Celine que H. recuerda a T.: en la vida existen los exhibicionistas y los mirones, los primeros son los protagonistas de la vida y los otros son los observadores. H. era, evidentemente, y él lo sabía, un observador. 

Las entrevistas fueron grabadas en 1962 en los Estudios Universal, usando como traductora a la amiga de T. Helen Scott. En ese tiempo él estaba haciendo el montaje de Los pájaros. Fueron unas quinientas preguntas organizadas en torno a cuatro bloques: las circunstancias del nacimiento de cada película, la elaboración del guión, el problema de la puesta en escena y la estimación personal de los resultados. Quedó claro el objetivo del cine de H.: impedir que la banalidad se instale en la pantalla. Y la opinión general de T. sobre el director americano: Su obra continuaba viviendo como los relojes de pulsera de loos soldados muertos. 

 Estudió Dibujo e Ingeniería y admiraba enormemente a Chaplin, Griffith, Keaton y Fairbanks. Entró en el mundo del cine como titulador y luego como ayudante de dirección. Era el año 1922 y era cine mudo, el cine más puro, según él mismo, porque la esencia es la imagen. Mientras trabajaba conoció a su mujer para siempre, Alma Reville, inteligente, dispuesta y muy trabajadora. Y llegó el momento en que comenzó a dirigir películas mudas: The Lodger, Downhill, Easy Virtue, The Ring, The Farmer's Wife, Champagne, The Manxman, su última película muda. Una revolución había llegado al cine con el sonoro. 

Su primera película sonora fue Blackmail (1928/29) y seguiría rodando en Inglaterra otra serie que forman parte de su primera época, entre ellas la primera versión de El hombre que sabía demasiado (1934), Murder, Treinta y nueve escalones, El agente secreto, Inocencia y juventud o Alarma en el expreso, de 1938, su última película inglesa porque entonces recibe la llamada del todopoderoso (y entrometido) productor todoterreno de la Universal, David O'Selznick y entonces comienza su aventura americana. 

La primera película que hizo en los Estados Unidos, Rebecca, fue un enorme éxito y sigue siendo una película de culto, fascinante, que no pasa de moda y en la que tuvo la osadía de que el peligro fuera invisible. Resulta muy interesante leer las peripecias del rodaje, cómo admiraba a Laurence Olivier (un verdadero inglés elegante) y cómo consideraba que Joan Fontaine era la actriz adecuada, precisamente por su timidez y su sosería. El siguiente gran éxito americano fue Sospecha, otra vez con Joan Fontaine y con Cary Grant, una película a la que se le daría una vuelta de tuerca en el final porque "Cary Grant no podía ser nunca un asesino". Alma Reville y Joan Harrison, ayudantes y coguionistas, estaban siempre con él al quite de todo. 

La sombra de una duda, 1943, con Joseph Cotten y Teresa Wright, es una de las películas favoritas del cineasta. También mía. Es una extraordinaria historia en blanco y negro sobre la extrañísima relación que se establece entre un tío y su sobrina, siendo que el primero es un asesino en serie, nada menos. Un criminal encantador, en su línea de ofrecer, no un misterio que resolver, sino una atmósfera de terror y miedo a través de diversos elementos. Nosotros, los espectadores, sabemos desde el principio que él es el asesino, pero recorremos con la sobrina el camino que les llevará a ese mismo descubrimiento. Un año después rodó una película con tintes psicológicos, Recuerda, con decorados de Salvador Dalí y su primera colaboración con una actriz que le parecía sublime, Ingrid Bergman. No tenía la misma opinión del coprotagonista, Gregory Peck, al que consideraba basto y poco elegante, pero que era una imposición de los estudios. Después de esa película, Encadenados trae el reparto ideal, Cary Grant e Ingrid Bergman, y el beso kilométrico en una película que es, según T. un modelo en la construcción del guión. 

El proceso Paradine no le convenció mucho. No le gustaban sus actores, ni Gregory Peck (decía que Laurence Olivier era el perfecto abogado inglés elegante), ni Alida Valli, ni Ann Wood ni Louis Jourdan. Todos fueron imposición de Selznick, que se metía en todo y le hacía la vida imposible a H. Esa queja es redundante durante todo el libro. Un productor que quería dejar su huella en todas las películas que hacía y pretendía ser, a la vez, guionista y hasta músico. En 1948 rueda La soga, una película que a T. le gusta mucho y a la que elogia, pero que no convence a H., ni siquiera por los alardes técnicos que tiene. Extraños en un tren, de 1950, tampoco gustó a H. Ni los actores principales tenían fuerza, ni el guión  estaba bien hilvanado. Él había preferido a William Holden en el papel de Farley Granger. Del único que no se queja es de James Stewart, uno de sus actores favoritos. Piensa, como yo, que tanto esta película como El Proceso Paradine tiene ciertos fallos de guión que las hacen confusas. 

En Yo confieso se encuentra con otro problema de casting, pues no le gustaba nada Anne Baxter. T. elogia, por su parte, el extraordinario trabajo de Montgomery Clift. Sin embargo, hay que decir que a H. los actores del método, como Clift o Paul Newman, le ponían bastante nervioso. Decía que, tras recibir las pertinentes instrucciones, ellos se dedicaban a una especie de introspección personal que les hacía perder el tiempo y que les sacaba de la historia. La que sí le gustaba, y mucho, porque representaba la perfecta rubia fría era Grace Kelly, con la que rueda su siguiente película, en 1953, Crimen perfecto. La película en sí no la aprecia demasiado y cuenta que se rodó en un mes. Después de ella viene una auténtica obra maestra y esto es algo en lo que todos coincidimos, incluido H. y T. que la considera la mejor película de H. Se trata de La ventana indiscreta. A H. no le gusta la música de la película, pero se explaya explicando muchísimos datos de ella, de la forma en que se concibe la historia, del significado, del trabajo de los actores, de manera que es uno de los capítulos más interesantes. 


Para T. "La ventana indiscreta, es, quizás con Encadenados, su mejor guión, desde todos los puntos de vista, construcción, unidad de inspiración, riqueza de detalles". La siguiente película la rueda también con dos de sus actores favoritos, Cary Grant y Grace Kelly. Es Atrapa a un ladrón, con exteriores en Francia por primera vez. H. dice que no era "una historia seria" y aquí en esta parte del libro desarrolla su teoría del "erotismo helado", de forma que esas mujeres británicas, nórdicas, que tienen una belleza aparentemente fría, son luego volcánicas por dentro. Esas eran las que le gustaban, no como Marilyn Monroe, por ejemplo, que era una sexualidad evidente. 

Entonces llega Pero ¿quién mató a Harry?, una película tan extraña como divertida en su concepción, una adaptación fiel a una novela inglesa de Jack Trevor Story. A H. le gusta mucho esta película, le tiene mucho cariño y le gusta la chica, Shirley McLaine, llamada, según él, a hacer grandes cosas, y lo mismo el actor John Forsythe, de exitosa carrera televisiva. En El hombre que sabía demasiado, la segunda versión, la americana, está James Stewart, uno de los suyos y también una actriz atípica, Doris Day, que se pasó el rodaje preocupaba porque H. no le decía nada, ni bien ni mal. Ella cuenta en sus memorias que creía que había sido elegida para el papel porque cantaba, pero, en realidad, a H. le gustó su interpretación y, en realidad, ella era también una rubia muy recatada. Confieso que esta película es una de mis favoritas, quizá por esa extraña combinación que forman los dos protagonistas y porque el argumento tiene un aire muy novela de Agatha Christie, con su toque oriental y todo. 

En 1952 rueda Falso culpable, basada en hechos reales, una película dura, dramática y donde desarrolla ampliamente su teoría, esbozada en la cinta anterior, del hombre corriente que se ve inmerso en un lío descomunal, sin saber por qué ni cómo. En este caso, Henry Fonda borda el papel y también Vera Miles, una actriz que a H. le gustaba mucho, hace una gran interpretación de la esposa que termina perdiendo la razón. Por cierto que hubo varios finales a sopesar y alguno era más feliz. La siguiente película importante es una que a mí me deja fría y que me hace preguntarme por qué no me atrae nada. Es Vértigo, con James Stewart de nuevo y con una Kim Novak que fue sustituta de Vera Miles porque esta se quedó embarazada. Novak tiene una clase de sensualidad explícita que a H. no le hace mucha gracia y me da la impresión de que él no estaba conforme con su actuación. Sin embargo, T. pondera el trabajo de la actriz y la película le parece extraordinaria. No siempre están de acuerdo ambos, desde luego. Aunque se trata de discusiones elegantes y constructivas. 

Con la muerte en los talones es una de esas películas que se hacen famosas por una sola escena, en este caso, la del avión. Cualquier cinéfilo sabrá de qué hablo. Cary Grant, Leo G. Carroll y una jovencísima, fría, lánguida y rubia Eve María Saint, son los protagonistas de una historia con aire de espías y con otro hombre atrapado en una ruleta incomprensible. Y luego, a continuación, H. rueda otro de los grandes éxitos que tienen la adoración del público en general. Es Psicosis, con un reparto muy aplaudido, con Janet Leigh, John Gavin, Vera Miles y el actor que, ya para siempre, se verá atado a este personaje, Anthony Perkins. Es un film experimental, nos cuenta H., con imágenes que quieren recordar los cuadros de Hopper, con esa soledad inmensa y esos personajes atormentados, con escenas que son iconos del cine y con otras que solo se sugieren. La escena de la ducha, por ejemplo, es, sin dudarlo, una de las más comentadas y celebradas de toda la historia del cine. Si quieres saber cómo se rodó, léete el libro, disfrutarás mucho. "Este film nos pertenece a nosotros, cineastas, a usted y a mí, más que todos los films que yo he rodado" (H. a T. ). La película fue producida por él, que se gastó ochocientos mil dólares y ganó hasta ese momento (años sesenta) trece millones de dólares. Fue la película más taquillera de cuantas hizo H. y la que todo cinéfilo ha visto más de una vez. 

Todavía en su máximo esplendor rueda Los pájaros, sobre la novela de Daphne Du Maurier, protagonizada por Tippi Hedren, Rod Taylor (no le gustaba nada) y Jessica Tandy. Mientras habla sobre este rodaje nos suelta alguna perla: "Siempre me he vanagloriado de no leer nunca el guión mientras ruedo una película" "Soy muy escrupuloso en lo que se refiere a los gastos inútiles". No te pierdas tampoco todo lo que cuenta sobre la película y su rodaje. Marnie (Marnie la ladrona, en España), es una película totalmente diferente y H. siempre se quejó de que el actor protagonista (Sean Connery) no daba para nada el papel. También hubiera preferido aquí a Laurence Olivier. Es la segunda película que hace con Tippi Hedren. A continuación rueda otra película con aire de espías. La guerra fría, el telón de acero en unos años muy propicios para esa paranoia entre los bloques, está en Cortina rasgada, con Paul Newman (mucho método, mucho estudio, inútil para H.) y la rubia inglesa y sosegada Julie Andrews. En esta película ya no aparece su músico habitual, Bernard Herrmann, ni su operador-jefe, que ha fallecido, Robert Burks. Hay una cierta melancolía en los comentarios, porque, según T. para H. todo lo que vino después de Psicosis ya no tenía el mismo valor ni el mismo sentido. Es como subir, eso lo digo yo, arriba de una enorme montaña y, cuando llegas arriba, ves que solo te queda ir bajando. Le quedan tres películas, Topaz, Frenesí y La trama, pero ninguna de las tres es una obra maestra. 

En ese tiempo H. era uno de los cinco principales accionistas de los estudios Universal, es decir, una autoridad cinéfila y un socio económico bien cubierto. Pero sentía cómo las cosas habían cambiado. En 1962 James Stewart es demasiado viejo, Cary Grant se ha retirado con honores, abundan los actores sin carisma y él echa de menos a las estrellas. Comienza el auge de la televisión pero el cine pasa por una especie de reconversión, de bache, hasta que vuelva a recuperarse otra vez con nuevos nombres. Pero el de H. no será uno de ellos. 

El libro se completa con una información muy divertida sobre los cameos de H. en sus películas y con una filmografía que incluye los datos más importantes de cada una de sus películas. Algunos de esos famosos cameos merecen ser mencionados: En Rebecca, aparece detrás de una cabina telefónica, haciendo cola para hablar; en La sombra de una duda, juega al bridge en un tren; En Extraños en un tren, sube al tren con un contrabajo a cuestas; en Crimen perfecto, aparece en una foto de colegio que aparece colgada en una pared; en Atrapa a un ladrón, se sienta en un autobús junto a Cary Grant y en Los pájaros, se pasea llevando a dos perritos. 

Otras curiosidades tienen que ver con las actrices. Creo que H. es más director de actrices que de actores, le interesan más los personajes femeninos y les dio mucho protagonismo a todos ellos. Hubo cinco actrices con las que trabajó más que con las demás. Con Joan Fontaine hizo dos películas, Rebecca y Sospecha; con Vera Miles, otras dos, Falso culpable y Psicosis; con Tippi Hedren, dos, Los pájaros, Marnie; con Grace Kelly, tres, Atrapa a un ladrón, Crimen perfecto y La ventana indiscreta y con Ingrid Bergman, otras dos, Recuerda y Encadenados. Salvo los casos de Anne Todd y Alida Valli, parece que estuvo siempre más conforme con sus intérpretes femeninas que con los masculinos, pues no le gustaban nada ni Rod Taylor, ni Sean Connery, ni Gregory Peck, por ejemplo. En cambio, adoraba a James Stewart, a Cary Grant y a Laurence Olivier, con quien hubiera querido trabajar mucho más. 

Además de lo anterior, el libro trae un prólogo a la edición definitiva y una introducción, los dos a cargo del propio Truffaut, y son elementos fundamentales para entender el propósito del libro y la fascinación de T. por H. Asimismo se acompaña de las notas a la edición francesa, la filmografía y el resumen bibliográfico.

 Oro puro es este libro. Como lo era Hitchcock, que nunca recibió un Oscar y que murió en 1980, con 81 años llenos de éxito, talento y arte. Como lo era Truffaut, un cineasta que amaba de verdad el cine. Y es que, como dice Néstor Almendros en "Días de una cámara", solamente existen dos cinematografías, la francesa (que es, además, la que hizo nacer el cine) y la americana. Todo lo demás son breves destellos. En el caso de Alemania, ese destello se reduce al expresionismo y en el caso de Italia al neorrealismo. En España todavía estamos esperando que se produzca. 

El cine según Hitchcock. François Truffaut. Alianza Editorial. Traducción de Ramón G. Redondo, con la colaboración de Miguel Rubio, Jos Oliver y Ricardo Artola. Título original: Le Cinéma selon Hitchcock. Primera edición 1974. Quinta edición 2010. Duodécima reimpresión 2021. Publicación de la edición original, París, 1966. Éditions Robert Laffont. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“El dilema de Neo“ de David Cerdá

  Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo.  A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan

Ripley

  La excepcional Patricia Highsmith firmó dos novelas míticas para la historia del cine, El talento de Mr. Ripley y El juego de Ripley. No podía imaginar, o sí porque era persona intuitiva, que darían tanto juego en la pantalla. Porque creó un personaje de diez y una trama que sustenta cualquier estructura. De modo que, prestos a ello, los directores de cine le han sacado provecho. Hasta cuatro versiones hay para el cine y una serie, que es de la que hablo aquí, para poner delante de nuestros ojos a un personaje poliédrico, ambiguo, extraño y, a la vez, extraordinariamente atractivo. Tom Ripley .  Andrew Scott es el último Ripley y no tiene nada que envidiarle a los anteriores, muy al contrario, está por encima de todos ellos. Ninguno  ha sabido darle ese tono entre desvalido y canalla que tiene aquí, en la serie de Netflix . Ya sé que decir serie de Netflix tiene anatema para muchos, pero hay que sacudirse los esquemas y dejarse de tonterías. Esta serie hay que verla porque, de lo c

Un aire del pasado

  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz) Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  Aquel verano fue el último antes de separa

“Anna Karénina“ de Lev N. Tolstói

Leí esta novela hace muchos años y no he vuelto a releerla completa. Solo fragmentos de vez en cuando, pasajes que me despiertan interés. Sin embargo, no he olvidado sus personajes, su trama, sus momentos cumbre, su trasfondo, su contexto, su sentido. Su espíritu. Es una obra que deja poso. Es una novela que no pasa nunca desapercibida y tiene como protagonista a una mujer poderosa y, a la vez, tan débil y desgraciada que te despierta sentimientos encontrados. Como le sucede a las otras dos grandes novelas del novecientos, Ana Ozores de La Regenta y Emma Bovary de Madame Bovary, no se trata de personas a las que haya que imitar ni admirar, porque más que otra cosa tienen grandes defectos, porque sus conductas no son nada ejemplares y porque parecen haber sido trazadas por sus mejores enemigos. Eso puede llamarse realismo. Con cierta dosis de exageración a pesar de que no se incida en este punto cuando se habla de ellos. Los hombres que las escribieron, Tolstói, Clarín y Flaubert, no da

Rocío

  Tiene la belleza veneciana de las mujeres de Eugene de Blaas y el aire cosmopolita de una chica de barrio. Cuando recorríamos las aulas de la universidad había siempre una chispa a punto de saltar que nos obligaba a reír y, a veces, también a llorar. Penas y alegrías suelen darse la mano en la juventud y las dos conocíamos su eco, su sabor, su sonido. Visitábamos las galerías de arte cuando había inauguración y canapés y conocíamos a los pintores por su estilo, como expertas en libros del laboratorio y como visitantes asiduas de una Roma desconocida. En esos años, todos los días parecían primavera y ella jugaba con el viento como una odalisca, como si no hubiera nada más que los juegos del amor que a las dos nos estaban cercando. La historia tenía significados que nadie más que nosotras conocía y también la poesía y la música. El flamenco era su santo y seña y fue el punto culminante de nuestro encuentro. Ella lo traía de familia y yo de vocación. Y ese aire no nos abandona desde ent

La construcción del relato en la ruptura amorosa

Aunque  pasar por un proceso de ruptura amorosa es algo que ocurre a la inmensa mayoría de las personas a lo largo de su vida no hay un manual de actuación y lo que suele hacerse es más por intuición, por necesidad o por simple desesperación. De la forma en que se encare una ruptura dependerá en gran medida la manera en que la persona afectada continúe afrontando el reto de la existencia. Y en muchas ocasiones un mal afrontamiento determinará secuelas que pueden perdurar más allá de lo necesario y de lo deseable.  Esto es particularmente cierto en el caso de los jóvenes pero no son ellos los únicos que ante una situación parecida se encuentran perdidos, con ese aire de expectación desconcentrada, como si en un combate de boxeo a uno de los púgiles le hubieran dado un golpe certero que a punto ha estado de mandarlo al K.O. Incluso cuando las relaciones vienen presididas por la confrontación, cuando se adivina desde tiempo atrás que algo no encaja, la sorpresa del que se ve aban

Siete mujeres y una cámara

  La maestra de todas ellas y la que trajo la modernidad a la escritura fue Jane Austen. La frescura de sus personajes puede trasladarse a cualquier época, de modo que no se puede considerar antigua ni pasada de moda, todo lo contrario. Cronológicamente le sigue Edith Wharton pero entre las dos hay casi un siglo de diferencia y en un siglo puede pasar de todo. Austen fue una maestra con una obra escasa y Wharton cogió el bastón de la maestra y llevó a cabo una obra densa, larga y variada. Veinte años después nació Virginia Woolf y aquí no solo se reverdece la maestría sino que, en cierto modo, hay una vuelta de tuerca porque reflexionó sobre la escritura, sobre las mujeres que escriben y lo dejó por escrito, lo que no quiere decir que Edith y Jane no tuvieran ya claros algunos de esos postulados que Virginia convierte en casi leyes. Ocho años más tarde que Virginia nació Agatha Christie y aunque su obra no tiene nada que ver con las anteriores dio un salto enorme en lo que a considerac