Efímero aroma




Lo que llaman las vísperas suena en forma de música de banda. La Semana Santa es música y cada uno tiene su propia melodía. La mía es La Isla y son momentos. Y un tiempo que me perteneció completamente. Imagen del Nazareno en la Plaza de la Iglesia: mi padre y yo esperando la salida. Las dos de la madrugada del Viernes Santo. Quién sabe si levante o si poniente. De noche, todos los vientos son pardos. Mi padre y yo apoyados en la pared de enfrente de la Iglesia Mayor, la gente a pie de calle. Mi padre y yo en silencio. Sale el paso. Es un Señor que carga con la Cruz y va sobre un montículo de amapolas y espigas, o quizás otro año sea de claveles rojos. El Nazareno tiene la piel oscura y, justo en el lado izquierdo, luce un moratón junto al pómulo, en recuerdo de cuando la cruz se desprendió de su eje y lo hirió sin mayor consecuencia. La gente peregrinaba para verle la cara y comprobar aquello. Yo también. 

 Suena la música y hay una banda militar, algo que ya es imposible ver. Miro a mi padre de reojo cuando la música se eleva a la salida y los cargadores colocan un pie y luego el otro, en ese balanceo característico, cargadores y no costaleros, cargadores de La Isla, que decía el poeta. Mi padre siempre parece triste en Semana Santa, o más triste, será mejor decir. Él siempre tiene encima un velo de tristeza, incluso cuando ríe. Creo que cuando ríe se le nota más, por eso lo recuerdo siempre pensativo y con solo un atisbo de sonrisa. Está pensando ahora, aquí en la madrugada, en su niñez, en su casa familiar de la calle Jorge Juan, justo detrás de esta iglesia, y en sus padres, sus hermanos y en el tiempo en que brujuleaba por ahí con gafas de sol y un coche seminuevo. Un cruce entre Marcello Mastroianni y Laurence Olivier. Creo que el pasado lo entristece y que el futuro le preocupa. Y todo eso en unos pocos minutos, el tiempo justo que tarda el Nazareno en cruzar el umbral de la iglesia, mecerse con cuidado, seguir el ritmo de la música y enfilar la calle, calle Real arriba, calle Rosario abajo...

En la bulla popular de la Pastora está mi madre. Es Domingo de Ramos por la tarde, casi a la caída del sol, aunque el sol se bate en retirada un poquito después y todavía molesta. La Borriquita se ha recogido ya en La Salle y la tropa de niños ha vuelto a su casa. Aquí hay mucha gente, en esa medida del gentío que es nuestro barrio, nada que ver con otros. Va a salir la Oración en el Huerto y la Virgen de Gracia y Esperanza. Ella de verde y Él de verde olivo. Hay un enorme olivo en el paso y la Virgen tiene alrededor canastillas de rosas y varas de nardos que lo perfuman todo. El aroma durará el tiempo exacto de marcharse buscando la calle Ancha, la que está sembrada de naranjos y azahares que también sueltan su sonido oloroso donde quiera que sea. Con las naranjas jugamos los niños del colegio, que está al lado, casi en la esquina. Apretujadas en el gentío, la madre y las hijas, algunas amigas de la calle, vecinas del alma, compañeras, esperamos que suene la música otra vez, y que los pasos salgan y se muevan a su compás, mientras levantamos la cabeza con intención de verlo casi todo. Las casas de alrededor, el conjunto de calles, se ha preparado para recibirlos y se ve el brillo blanco de la cal y el amarillo albero de los festones y el zócalo de piedra ostionera de cada una. Mi madre no parece cansada y así seguirá muchos años hasta que un día, de pronto, olvide lo que ha sido. Pero esa tarde de Domingo de Ramos está feliz porque sabe que al día siguiente recibirá en la casa uno de esos cestos de flores de la Virgen, que durará algún tiempo gracias a la aspirina. 

Así cada día de la Semana Santa tiene un porqué y tiene un paraíso. La Cruz del Cristo sube y baja y los chiquillos esperamos el momento en que va a comenzar a moverse. La Virgen de Mater Amabilis no lleva palio, es una Dolorosa azul, de manto azul, coronada de estrellas sin bambalinas. Uno de esos días vislumbraremos en el amanecer la imagen incierta de mi abuelo Luis que viene a traer pestiños. Al Medinaceli y a la Columna iremos a verlos Magdalena y yo, huyendo de los niños de la pandilla que no nos dejan concentrarnos en el silencio de su contemplación. Mi túnica negra, el cinturón de esparto y el capirote están preparados para salir y para aguantar las horas de pie y el hambre de bocadillo de jamón. No distinguimos cofradías de negro o de blanco, serias o alegres, solo sabemos que vienen de los puntos cardinales de la ciudad en forma de iglesias y de barrios. De la Pastora, la Bazán, el Cristo, el Parque, la Ardila, la Iglesia Mayor, la Salle, San Francisco y la Casería. Fieles a nuestro estilo de no pertenecer a nada, ninguno de nosotros conoce el vocabulario cofrade, ni ha oído hablar de "capillitas", ni reconoce las marchas. Con sencillez y sin escribir ningún tratado, sin pregones, alejados del bullicio, de la carrera oficial y de la expresión sabihonda de quienes ponen nombre a casi todo, nosotros, la familia, aspiramos con libertad ese efímero aroma perdurable que es, que fue, nuestra Semana Santa. 









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