Efímero aroma
En la bulla popular de la Pastora está mi madre. Es Domingo de Ramos por la tarde, casi a la caída del sol, aunque el sol se bate en retirada un poquito después y todavía molesta. La Borriquita se ha recogido ya en La Salle y la tropa de niños ha vuelto a su casa. Aquí hay mucha gente, en esa medida del gentío que es nuestro barrio, nada que ver con otros. Va a salir la Oración en el Huerto y la Virgen de Gracia y Esperanza. Ella de verde y Él de verde olivo. Hay un enorme olivo en el paso y la Virgen tiene alrededor canastillas de rosas y varas de nardos que lo perfuman todo. El aroma durará el tiempo exacto de marcharse buscando la calle Ancha, la que está sembrada de naranjos y azahares que también sueltan su sonido oloroso donde quiera que sea. Con las naranjas jugamos los niños del colegio, que está al lado, casi en la esquina. Apretujadas en el gentío, la madre y las hijas, algunas amigas de la calle, vecinas del alma, compañeras, esperamos que suene la música otra vez, y que los pasos salgan y se muevan a su compás, mientras levantamos la cabeza con intención de verlo casi todo. Las casas de alrededor, el conjunto de calles, se ha preparado para recibirlos y se ve el brillo blanco de la cal y el amarillo albero de los festones y el zócalo de piedra ostionera de cada una. Mi madre no parece cansada y así seguirá muchos años hasta que un día, de pronto, olvide lo que ha sido. Pero esa tarde de Domingo de Ramos está feliz porque sabe que al día siguiente recibirá en la casa uno de esos cestos de flores de la Virgen, que durará algún tiempo gracias a la aspirina.
Así cada día de la Semana Santa tiene un porqué y tiene un paraíso. La Cruz del Cristo sube y baja y los chiquillos esperamos el momento en que va a comenzar a moverse. La Virgen de Mater Amabilis no lleva palio, es una Dolorosa azul, de manto azul, coronada de estrellas sin bambalinas. Uno de esos días vislumbraremos en el amanecer la imagen incierta de mi abuelo Luis que viene a traer pestiños. Al Medinaceli y a la Columna iremos a verlos Magdalena y yo, huyendo de los niños de la pandilla que no nos dejan concentrarnos en el silencio de su contemplación. Mi túnica negra, el cinturón de esparto y el capirote están preparados para salir y para aguantar las horas de pie y el hambre de bocadillo de jamón. No distinguimos cofradías de negro o de blanco, serias o alegres, solo sabemos que vienen de los puntos cardinales de la ciudad en forma de iglesias y de barrios. De la Pastora, la Bazán, el Cristo, el Parque, la Ardila, la Iglesia Mayor, la Salle, San Francisco y la Casería. Fieles a nuestro estilo de no pertenecer a nada, ninguno de nosotros conoce el vocabulario cofrade, ni ha oído hablar de "capillitas", ni reconoce las marchas. Con sencillez y sin escribir ningún tratado, sin pregones, alejados del bullicio, de la carrera oficial y de la expresión sabihonda de quienes ponen nombre a casi todo, nosotros, la familia, aspiramos con libertad ese efímero aroma perdurable que es, que fue, nuestra Semana Santa.
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