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La excavación

 


(Fotograma de "La excavación", con Ralph Fiennes y Carey Mulligan)


En este tiempo de no-cine las películas y las series están en alza. Desde las casas particulares cada uno de nosotros intenta distraer el tiempo con historias que borren el presente y que proporcionen la impresión de soñar durante algunas horas. Los libros, el cine, están siendo los mejores antídotos contra la depresión, la soledad, el aislamiento y el miedo. Nunca podremos agradecer lo suficiente sus efectos, su maravilloso papel en la lucha por la supervivencia emocional que ahora libramos. 

De vez en cuando el boca a boca de las redes sugiere un título y todo el mundo se apresta a comprobar por sí mismo si esa fama es merecida, si se confirman las previsiones y si ese producto del que nos han hablado puede responder a nuestros gustos. Hay una extraña comunidad de críticos espontáneos que ofrece una peculiar reseña de lo que ve o lo que lee. Compartimos nuestros gustos y regalamos a los demás nuestras impresiones. No podemos hacer otra cosa mejor, o, al menos, es una manera de que esos productos no se queden solamente en nosotros. Una situación inédita con soluciones que estaban ahí, a nuestro alcance. Tan sencillas como eficaces. 

En "La excavación" se recrea el hallazgo de un yacimiento arqueológico en Suffolk, sudeste del Reino Unido, que dio una visión nueva a lo que ellos llaman "años oscuros", los comprendidos entre el siglo V y el X, momento en que los anglosajones cubrían el territorio y que parecía haber sido un período infructuoso desde muchos puntos de vista. El yacimiento descubierto cambió en cierto modo esa lectura y por eso su importancia. Sutton Hoo, que es el lugar, se comenzó a excavar en 1938, un momento crucial para la historia de la humanidad, porque se estaba ya preparando la inminente segunda guerra mundial. Parece extravagante dedicar esfuerzos a desenterrar el pasado con un presente tan convulso y un futuro tan incierto, pero así fue. La dueña de las tierras, la señora Edith Pretty, invitó al arqueólogo autodidacta Basil Brown a que llevara a cabo los trabajos que trataban de desvelar lo que había debajo de los túmulos funerarios que estaban en la finca. Ahí comenzó todo. Carey Mulligan, ella, me pareció vital y convincente en "Lejos del mundanal ruido" y Ralph Fiennes da la impresión de ser un romántico buscador de minas de oro en cualquier país alejado de la civilización. Aunque ambos son muy civilizados y tranquilos. 

Tuve un novio arqueólogo muy parecido a Brown. También era un gran conocedor de la naturaleza y un ávido indagador en la prehistoria, las dos condiciones de un buen experto. Era, asimismo, autodidacta, aunque su experiencia en el campo era definitiva para valorar los terrenos y lo que estos podían ofrecer. Los excavadores de este perfil saben cómo mancharse de barro y de tierra las manos y las uñas, conocen los ciclos del viento, el latir de las cosechas y la forma en que los suelos se modifican por todo ello. Además, tienen un amor incontenible hacia el misterio que representan los descubrimientos, la forma en la que estos cambian el curso de los estudios históricos y la huella que otros dejaron sobre los estratos de la misma tierra. Así son los arqueólogos como Brown y como aquel novio, gente sencilla, de pocas palabras, muchas miradas, manos diestras y pensamiento noble. Una curiosa y eficaz mezcla que los convierte en brutalmente atractivos. 

La naturaleza tiene su propio ritmo y este es muy lento. He comprobado esa lentitud en el campo, en esos lugares en los que hay que observar con detalle cómo avanza el día, cómo el crepúsculo se cierne con avisos constantes y cómo la noche es un manto provisional, que se despeja cuando los hombres se levantan, preparan el primer café y salen al campo, cubiertos de oscuro y ateridos de frío. El frío es un compañero inseparable de los trabajos del campo y también la soledad, esos momentos debajo de los árboles esperando que pase la tormenta, o esos ratos de descanso, con naranjas, pan, queso y un poco de vino, únicos manjares en un paraíso de pequeños placeres. 

Esa misma lentitud se observa en la película, que no desdeña entrar en el mundo de las disputas estériles que acompañan siempre cualquier obra humana, en esas discusiones que desvían el curso del interés hacia la pequeña complejidad de los hombres. Creo que la gente ha decidido que la película es apropiada en este momento porque todos estamos entendiendo, por propia y obligada experiencia, que el silencio no tiene por qué ser un enemigo y que la naturaleza, lo que existe ahí fuera, es el territorio al que queremos volver sin dilación, el que echamos de menos aun cuando no ha sido nuestro hábitat, aunque cuando hemos trepado a los autobuses y no a las colinas, subido a los coches y no a los mástiles, andado las aceras y no las veredas ni los territorios ignotos. 

Los hombres del campo ejercen sobre mí una rara atracción. Su conocimiento de los ciclos de la tierra es asombroso. Su forma de proceder ante los árboles, los animales, los cielos o los sentidos, imparable y lleno de prodigios. Quizá por eso la práctica del silencio sea una costumbre adquirida, quizá por eso las manos llenas de tierra, los esquejes, las herramientas o el aviso de las tormentas, no constituyen sino una necesidad íntima, una forma de vivir y de moverse en la vida. En "La excavación" se conjura el silencio con las miradas. Y ambas cosas adquieren mayor sentido cuando alrededor todo parece esperar que alguien lo descubra, lo remueva, lo salve. 

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