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Mary Astor y los tiempos intermedios

 


(Mary Astor en 1933)

Cuando el cine sonoro sustituyó para siempre a las películas con música de piano, Mary Astor, que era una estrella, sufrió un parón en su carrera de varios años. Podría pensarse que esto mismo ocurrió a otros actores y actrices, y así fue, porque el sonoro requería un modo concreto de proyectar la voz y porque el cine mudo tenía sus propios códigos. Durante cinco o seis años Mary Astor se quedó anclada en uno de esos tiempos intermedios que trae la vida. Mi amiga Carmen habla de ellos. Mi amiga Carmen es bastante sabia y tiene, sobre todo, un pensamiento original, propio. Cualquier tema que abordes con ella tiene otra dimensión y te hace ver aristas que antes eras incapaz de encontrar. Para las personas como yo, con una manifiesta cobardía oculta, con un miedo latente prácticamente a todas horas, la gente como mi amiga Carmen son una especie de faro luminoso. La relaciono con Mary Astor porque ella también brillaba, y de qué manera. La he visto en una película esplendorosa de William Wyler, un melodrama de esos que Samuel Goldwyn producía con todas las consecuencias. De esos que llevan la música de Alfred Newman y un gigantesco guión sacado de una obra literaria de envergadura, en este caso de Sinclair Lewis. Las películas de los años treinta, primeros tiempos del cine sonoro, tienen la virtualidad de acudir a historias sólidas, a guiones bien enhebrados, que son la base de una forma de hacer cine muy robusta y definitiva. Por eso son clásicos. 


(Fotograma de "Desengaño", Walter Huston y Mary Astor, 1936)

También en "Desengaño"  hay tiempos intermedios. La historia de la decadencia de un matrimonio y de la resurrección del amor cuando el marido, cansado de los caprichos de la esposa, encuentra a Mary Astor y entiende lo que se llama complicidad y lo que es la afinidad entre dos seres, tiene tintes muy modernos. Pero, antes de llegar a ese encuentro y a la resolución de la trama, Mary pasa por situaciones difíciles, por oscuros compases de espera, en los que únicamente puede mirar el mar de Nápoles o sentarse a ver pasar la vida. Durante esos interludios la pasividad es una defensa, más que una rémora. Y ella, que lo había vivido en su propia existencia, lo sabía. Quizá por eso el aire de verosimilitud es tan potente y habla con tanta claridad. 

Hay una belleza oculta en los momentos de silencio, en aquellas etapas de nuestra vida en las que apenas somos algo, en las que no hay grandes proyectos, ni aplausos, ni exclamaciones, ni interrogantes. Son tiempos de espera o, quizá mejor, son tiempos de la nada, tiempos intermedios en los que los días pasan en una rutina protectora, en los que hay una cierta complacencia en la inactividad. Son esos tiempos los que luego logran convertirte en otra persona, para sacar a la luz alguna brillante razón que no entendiste sino al transcurrir de los días. 


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