Realidad e invención en "Cumbres Borrascosas"
Ninguna de las producciones cinematográficas que han adaptado la novela de Emily Brontë se le ha acercado siquiera en verosimilitud y ambiente. Parece muy difícil conseguirlo, porque se trata de algo incorpóreo, que va más allá de paisajes o de personajes. Es una fuerza interior muy compleja de representar. Sin embargo, esto no quiere decir que sean malas adaptaciones. La canónica, la de 1939, dirigida por William Wyler con los incomparables Laurence Olivier y Merle Oberon como actores principales, es una estilización del argumento, un perfecto guión cinematográfico al que el uso del blanco y negro confiere carácter propio. La de 1992, con Peter Kosminsky en la dirección y unos ajustados Ralph Fiennes y Juliette Binoche en los papeles principales, tiene vocación de fidelidad a la historia y a sus paisajes. Por último, la que dirigió la especialísima directora Andrea Arnold en 2011, con Kaya Scodelario y James Howson, es un acercamiento libre e impresionista a la inmortal obra.
Esa fuerza brutal, que los directores quieren volcar en sus películas sea cual sea la versión, es la que latía en el interior de la escritora, la que hacía que escribiera continuamente poemas, la que hizo que redactara esta novela en apenas nueve meses, desde el otoño de 1845 al verano de 1846. La escritura se compatibilizaba con la redacción de poemas y con el mundo de Gondal, que seguía presente año tras año. La vida en la casa de los páramos no era fácil en estos tiempos. Branwell Brontë, el hermano problemático e infeliz, estaba en sus peores momentos. Las crisis se sucedían, las borracheras, los ataques de agresividad se combinaban con el intenso sufrimiento que el desamor de la señora Robinson le producía. Era un hombre destrozado, una persona absolutamente perdida, sin esperanzas, sin atisbo de felicidad. Hay testimonios considerables que afirman el papel de Emily en su cuidado. Además de su padre, siempre atado a la figura del hijo para protegerlo, estaba Emily, que iba a buscarlo para traerlo de algunas de sus borracheras en las tabernas de la zona. Los ataques violentos de Branwell corrían paralelos a su ingesta de drogas y alcohol. Un auténtico caos reinaba en la familia.
Fue Charlotte, la hermana más alejada del foco por sus viajes y trabajos, la que menos recogió en su obra toda esta tragedia. Pero las más pequeñas, Emily y Anne, sí tuvieron que sufrir la situación y ambas, de algún modo, la reflejaron en sus libros. Emily en "Cumbres Borrascosas" y Anne en "La inquilina de Wildfell Hall". En este último libro, resulta terrible la situación que se crea en el matrimonio por culpa de las adicciones del marido, que lo vuelven violento y maltratador. El maltrato hacia la mujer aparece muy claramente explicado y por eso mismo fue un escándalo en su época. No era el momento de poner las cartas sobre la mesa acerca de las situaciones domésticas usuales que se vivían en los hogares debido al uso y abuso del alcohol o las drogas, sobre todo el opio, que estaba de moda en la época y que se adquiría con relativa facilidad.
El debate sobre el grado de invención que subsiste en la obra de Emily, su única novela, no es solo cuestión de críticos literarios o de expertos filólogos, sino que surge espontáneamente entre sus lectores. Resulta difícil digerir que alguien como ella pueda escalar así las cumbres del horror y la decrepitud. Escribió mucho pero publicó poco. Eso quiere decir que solo nos ha llegado la punta del iceberg y que mucho de lo que escribió se negó a publicarlo, se guardó bajo siete llaves porque reflejaba su interior. ¿Podemos entender que, al contrario, esta novela era algo ajeno o extraño a su vida?
Las páginas de Gondal, sus poemas, están llenos de elementos que, estilizados, pueden dar lugar al universo cumbres. Historias de guerreros, reinas, héroes, jóvenes descarriadas, heroínas convulsas. Animales mitológicos, paisajes reales e inventados que cobran vida, encuentros azarosos, casualidades sin explicación, extraños caserones desérticos, esplendorosas uniones de flores y de frutos, senderos improvisados, caminos hollados por cientos de posadas, pasillos encantados por donde aparecen fantasmas, personajes que lo perdieron todo, venganzas, coincidencias imposibles, paseos sin destino aparente, búsquedas absurdas, lápidas y coronas, destinos insondables, gritos en el vacío, susurros de amor, gritos de miedo, sonidos de un piano presuroso, imágenes de casas inhabitadas y de salones abigarrados, objetos que cambian de forma, metamorfosis de los sentimientos y de las lealtades, todo lo que no existe en el mundo real. Se explica así la admiración que los surrealistas tenían al libro.
Gondal no era el mundo real pero tampoco era un sueño, una ensoñación simplemente, era una especie de territorio intermedio entre la fantasía y la realidad. Existía porque existía la palabra. Y la palabra debía ser escrita porque no era suficiente con imaginarla o pensarla. Este era el trajín que absorbía las horas cotidianas de Emily, la necesidad de que las ideas tomaran la forma adecuada. Si Emily no escribía, todos esos montículos informes de palabras, cada una de las cuales era una pieza del gran puzzle, se quedaban sin adquirir su sentido y retrocedían al sitio escondido en que no podrían manifestarse al exterior. Había muchas palabras en Emily y ella era consciente. Por eso y porque se impuso a sí misma la tarea de que vieran la luz, no podía permanecer mucho tiempo anclada en ocupaciones que la distrajeran. No podía ser una alumna en un colegio insípido, ni una maestra ante alumnas inoportunas. Tenía que permanecer con ella misma, para que nada se escapara y se perdiera en el vacío.
El verdadero valor de Emily estaba en saber interiorizar aquello que vivía o leía para extraerle un sentido nuevo, una fórmula diferente. Lo mismo que hacía con los versos de Byron, su poeta más amado, ocurría con la vida real, de la que obtuvo aprendizajes que, de ningún otro modo, pudiera haber conocido. Por ejemplo, la visión desoladora de un hombre absolutamente destruido por amor. Así veía ella a su hermano Branwell, después de los juegos sádicos que con él llevó a cabo la señora Robinson. Sin embargo, Charlotte solo lo consideraba un joven talentoso a quien la desidia, la falta de voluntad y de carácter, habían convertido en un fracasado. Cuánto de Branwell hay en Heathcliff es una pregunta recurrente. El paralelismo es evidente si consideramos la fuerza explosiva del amor de ambos por el objeto de su amor. O los accesos violentos. Los gritos, las imprecaciones, las amenazas, la maldad, en suma. El perder el sentido, dominados por otra fuerza superior. Pero la analogía termina al contemplar sus actuaciones. Branwell nunca hubiera podido tramar una venganza tan atroz como la de Heathcliff, ni tampoco llevarla a cabo. Su falta de iniciativa diferencia de forma clara a ambos. Branwell puede estar también en Hindley y sus vicios. O en Hareton y el desperdicio de sus cualidades innatas. Por eso Heathcliff es el resultado del talento de Emily, el crisol que une imaginación y vida. La Verdad con mayúsculas, que decía Jane Austen.
(Imágenes: Catherine Earnshaw es Kaya Scodelario en la versión de 2011)