La extranjera
Hoy he vuelto a pasar por la calle de mi infancia. Indiqué al taxista que me dejara en la plaza de atrás y la he recorrido entera, de principio a fin, emulando el camino que hacía para ir y venir al colegio. No la he reconocido apenas. Ni siquiera me han venido imágenes del pasado, tan distinto es ahora todo. Los olores ni siquiera son los mismos. Las casas bajas con sus azoteas y sus cierros al exterior han sido arrasadas por pisos de hasta cuatro alturas. Solo muy pocas de ellas se han salvado pero no tienen el mismo aspecto, porque a todas se les han incorporado elementos nuevos que las hacen irreconocibles. A la mía le han colocado un zócalo de piedra ostionera que nunca tuvo y han pintado los barrotes de las ventanas de verde, cuando antes eran de un gris casi negro. Sigue conservando cierto parecido pero a mí me ha resultado extraña como suele ocurrirte cuando vuelves a encontrarte con alguien después de mucho tiempo: te empeñas en buscar aquello que te unió alguna vez, pero no lo consigues. Esa casa ya no me devuelve el espejo de la niñez. Al llegar a ella pensé en Manderley y en la muchacha sin nombre de "Rebecca". Y así la imagen de mi madre viendo una película y comentándola con su voz gentilmente cantarina se superpuso a los años y a las ausencias.
No obstante, por un momento, justo cuando los rayos de sol caían al mediodía, en medio de mi paseo, pude percibir una sensación conocida, algo así como una vuelta al hogar que nunca terminó de desaparecer, como un recuerdo profundo, un sonido atávico desde dentro. Fue algo pequeño, pero intenso. Algo inevitable. Una ráfaga, una fotografía, un hilo de sonidos tenues. Por un momento me vi jugando en las aceras, recordé los rostros de las vecinas y los cantos de las niñas pequeñas y, sobre todo, aspiré la vida tal y como era entonces, llena de zozobras que los mayores se empeñaban en ocultar y que los niños no queríamos conocer. La vida en la calle era difícil en aquellos años y por eso casi todos huimos de allí en cuanto tuvimos ocasión. No queríamos ser parte de ese ecosistema oscuro y sin esperanza. Necesitábamos algo diferente y nos marchamos sin mirar atrás, yo sobre todo. Pero la perspectiva del paso del tiempo me hizo entender que quizá yo no podía ver el paraíso que se alzaba en esas aceras, en los cruces con las otras calles, en las ventanas y en las azoteas. Y que eso sucedía porque siempre he querido algo más, algo nuevo y algo distinto.
Solo dos de esas niñas que jugaban en las tardes de sol y siesta están todavía allí, convertidas en mujeres de mi edad y con un itinerario plagado de frustraciones que se empeñan en disimular aunque les resulta imposible. Las dos, Mina y Vera, no quisieron seguir el camino del exilio porque se sentían responsables de sus familias. Eran las únicas niñas en una familia de hombres y eso fue para ellas una especie de reclamo, un anclaje que les impidió volar. A veces hablamos por teléfono y me parece que sus voces se van agotando poco a poco de un modo imperceptible. A cada nuevo año se le suma un dolor y una nueva decepción. Cuando pienso en ellas encuentro que no he fracasado del todo. Pero solo cuando pienso en ellas.
El resto de las niñas nos lanzamos al mundo. Ahí seguimos. En todas nosotras puedes hallar, si te esfuerzas, la huella de lo que fuimos. No nos hemos adaptado del todo al sitio en el que intentamos echar las raíces imposibles que sustituyeran a las otras y por eso disimulamos casi a cada momento. Reímos, somos, vivimos, pero un hueco sin rellenar nos delata. Tenemos todavía, y han pasado años, el miedo a no ser de ningún sitio. Ese miedo a que se reconozca en nosotras el fracaso de nuestros antepasados, el olor de la pobreza o del desistimiento. Somos extranjeras en tierra de nadie. Y no parece que eso tenga remedio, salvo tratar de que nadie más lo advierta. Eso somos.
No sé por qué recuerdo esas vivencias cuando comienzo a leer el último libro de Edna O`Brien, "La chica". Nada hay en el libro que tenga que ver con mi vida ni con la de mis amigas de la calle, pero es quizá ese apelativo, chicas, lo que me lo recuerda. Éramos chicas, primero niñas y luego adolescentes, y todas teníamos un mundo que recorrer que, a estas alturas, todavía no sé si hemos recorrido. Una especie de gesto impulsivo de valentía nos llevó a buscar otras sensaciones. Pero esto no ha sido bastante para disimular el miedo. El miedo permanece. Como entonces.
Nos gustaba jugar al teatro y al cine. El juego era muy sencillo. Reproducíamos películas como si alguien nos estuviera rodando con una cámara gigantesca, un gran hermano que nos vigilara mientras, en el patio, salían los diálogos y se veían los gestos que antes existían en la pantalla. No recuerdo ahora los personajes ni las obras, pero sí el bullicio de escoger el papel que más nos gustaba. Yo era, invariablemente, la princesa. Pina, el rey. Era la más alta y la que tenía el pelo más corto y los rasgos más angulosos. Era la única niña entre varios hermanos y sabía mejor que las demás cómo andaban, cómo comían y cómo hablaban los hombres. Pina se cansó de ser el personaje masculino muy pronto pero no había otro remedio, ninguna de las otras teníamos capacidad para hacerlo. Y yo no quería ser el rey, ni el príncipe, sino la princesa o el hada. Lola era siempre la madre. Tenía diez años y ya era una madre. Acunaba a los muñecos con todo cuidado y tenía a mano tiritas y algodones para curar las heridas de las rodillas, siempre llena de desollones. Cuando fue madre años después me parece que se sintió exactamente igual que entonces.
Además de Pina, con su legión de hermanos varones, y de Lola, tan maternal, estaba Vero y su presunción. Creía que era superior a todas, que el hecho de que su padre se ganara la vida con un bolígrafo y no con las manos como los padres de las demás, ya era suficiente para ser la reina de la fiesta. Nunca quería coincidir con las otras ni en opiniones ni en vestidos y una vez rasgó unas medias completamente porque eran iguales que las mías. Vero tenía un cutis muy feo, moreno y desgastado, como si fuera mayor que todas, así que la aristocracia que ella se arrogaba no servía para nada. Tenía un apellido compuesto y esto todavía la convertía más en insoportable. No se parecía en nada a Luisa, que tenía más motivos para presumir y nunca lo hacía, creo que porque no sabía siquiera que podía hacerlo. Luisa vivía en una casa grandísima y muy hermosa, mucho más bonita que las nuestras, porque su padre había estado emigrando en Alemania y trajo mucho dinero, pero ella se sentía todo el tiempo asustada y, cuando jugábamos en su casa, no nos mostraba los bonitos muebles con orgullo sino con una mezcla de preocupación y de culpabilidad.
En la calle había otras niñas pero no eran de las nuestras. Estaba Inesita, que era hija única y vivía con una tía muy rara, que la llevaba vestida de muñeca y no le permitía jugar en la calle. Estaba Marga, la hija de la costurera, siempre junto a su madre en el taller, haciendo vestidos a las muñecas y mirando de reojo, porque tenía una miopía galopante y unas gafas de culo de vaso. Estaban las niñas Lafarque, que vivían ya casi en la carretera, en la última casa a la izquierda, una casa extraña que se había construido a trozos y que nunca abría la puerta a extraños. Pero ninguna de ellas eran las niñas que, cada día, compartía confidencias conmigo, secretos, libros y poemas. Recitábamos poemas cada día y los escribíamos en unas cartulinas de colores y luego los cantábamos o bailábamos en torno a ellas, como si fuéramos indios de las películas. El cine presidía nuestras vidas y todas estábamos enamoradas de algún artista. También nuestras madres sentían ese mismo amor por aquellos hombres valerosos, tiernos y duros a la vez. Inencontrables.
(Fotos: Nina Leen)