Úrsula y Gudrun
Las hermanas Brangwen, Úrsula y Gudrun, son cultas, hermosas, inteligentes y vitales. Pero tienen una mancha de fábrica que en la sociedad de entreguerras no es fácil de solucionar. Son hijas de minero, nietas de minero. Si fueran hombres, serían mineros. Úrsula es maestra y ha dado el salto sobre los de su clase a base de ocupar una plaza en la escuela del lugar donde nació. Eso la obliga a vivir en la casa familiar, a pesar de que no es la casa de sus sueños, de que es una casa en la que no querría haber nacido. Gudrun, que tiene unas alas más amplias y unos sueños más extravagantes, es artista, porque los artistas no son de ningún sitio y tienen patente de corso para codearse con unos y con otros. Pero ambas saben, sobre todo cuando están en su tierra, que todo el mundo conoce a su padre, oscuro del color de la mina, y a su madre, sencilla y sin abalorios, y su casa, una casa corriente con la única diferencia de que en ella hay libros y acuarelas.
Es muy difícil remontar el vuelo cuando una tiene los pies atados al origen de una manera tan sólida. Cuando eres prisionera de algo que no has buscado ni entendido. En las fiestas de la sociedad a la que Gudrun quiere pertenecer hay mujeres atractivas que se mueven con insólita frescura, que están seguras de sí mismas, que llevan el aire de poseerlo casi todo. Son mujeres que acaparan las conversaciones, que llevan extraños pañuelos al cuello de colores cerúleos y que se mueven al compás de una música invisible. Úrsula, que es más consciente de lo que les sucede a las dos, sabe que la cultura o el arte no va a rescatarlas del olor a carbón y que siempre llevarán las huellas del hollín en las manos, por mucho que usen jabones perfumados traídos de no sé dónde. Su manera de escapar no es sino entrar en la naturaleza de los libros, apresar lo que dicen, transportarse y creerse otra persona diferente, alguien que nació en otra época y en otro ambiente. Vivir hacia dentro, hacia las palabras.
En "Mujeres enamoradas", la mejor novela de las escritas por D. H. Lawrence, hay una lucha sorda entre las hermanas y sus ataduras, entre las hermanas y la sociedad que les ha tocado vivir. Ellas no han elegido ser lo que son, pero sí sentir lo que sienten. Es la opción del sentimiento la que consideran suya y no esa otra que clasifica a las personas por la familia a la que pertenecen o por la cuenta corriente. En estos años de posguerra y de anticipo de otra, cuando se vive una extraña quietud que preludia el futuro desastre, nadie es lo que parece pero ellas tienen la exacta conciencia de que todos en las Middlands saben que, por mucho que lean y escriban, por mucho que se adornen con perlas, por mucho que tracen espléndidos dibujos de paisajes agrestes, su vida pertenece a este lugar donde lo único blanco es la blanca y alargada casa de los Crich, los dueños. Están condenadas.
Lawrence podía haber encontrado otra forma de señalar la opresión de los mineros ante unos acontecimientos que los obligaba a ser parte de la cadena de producción. Podía haber buscado otros personajes para indicar su apego a la naturaleza y su desacuerdo con una industrialización que convertía en negro los paisajes. Pero eligió a estas dos mujeres y sus emociones como una fórmula universal de expresar el desarraigo, la mirada extranjera de quienes están excluidos. Ambas se enamoran de hombres que están fuera de su órbita y ese amor es, por tanto, una transgresión, una manera de afirmarse y de negar lo que son, de traspasar esa frontera impuesta de las clases sociales. El inspector de educación del que se enamora Úrsula es, además, un hombre lleno de miedos, de reservas y de compartimentos estancos. En realidad no quiere enamorarse. En realidad no sabe lo que quiere. Añade Lawrence al personaje las dudas propias de quien está más cómodo relacionándose con su mejor amigo que con la mujer que lo ama. Gudrun pone sus ojos en Gerald Crich, una especie de semidiós para todos los habitantes de la zona, porque es el hijo del dueño de las minas y porque representa la belleza en todos los sentidos, la nobleza, la elegancia, el ser. Pero tanta perfección despertará en ella cierto rechazo que no entiende, cierta incomprensión que hace daño a todos. Porque los lazos del amor son difíciles de desatar.
Las hermanas quisieran confiar la una en la otra y contarse las cosas pero no es así como funcionan entre ellas. Cierta oscuridad contagiosa las rodea. Expresarse y perderse es todo uno. Y los amigos, Crich y Birkin, esos hombres fuertes y, a la vez, vulnerables, tienen la extraña complicidad de quienes, quizá, se aman por encima de todas las cosas. Esos sentimientos ambiguos que dan vueltas y vueltas en el libro se entrelazan con algunas escenas magistrales, preciosas escenas de acontecimientos y también con conversaciones largas y demoradas, en las que podemos reconocer, quizá, algunas inquietudes ya vividas. El momento de la boda de la hermana de Gerald, con su cortejo de personas lujosamente ataviadas, sus ritos de la gente bien y, por contra, la imagen de las hermanas sin mezclarse con el conjunto de curiosos, es quizá, el símbolo más claro de lo que significa estar sin terminar de entrar en un espacio que te ha sido negado desde el inicio.
Pocas veces los sentimientos se desmenuzan tan bien y con tanta delicadeza y, al tiempo, realismo, como en esta novela que tanta gente ha malentendido, incluidos los que han hecho cine de ella convirtiendo su razón de ser en una especie de erotismo salvaje. Pobre Lawrence, tan maltratado, tan mal leído, tan despreciado e ignorado a menudo. Solo la charla que mantienen Birkin y Úrsula en la escuela, mientras contemplan los pétalos de la flor, merecería la pena.
(Foto: autor desconocido)
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