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Connie, el guardabosques y yo misma


A los catorce años leí "El amante de Lady Chatterley". La figura del guardabosques me parecía intrigante. ¿Existirían hombres así? ¿Hombres con ese vocabulario floral para designar lo que otros nombraban sin ninguna poesía? En realidad, visto con desapasionamiento, era un individuo primario, casi analfabeto, que poco o nada tenía que ver con mis inquietudes intelectuales de entonces (esas charlas interminables con los amigos, diseccionando películas como si estuviéramos haciendo una autopsia) y mucho menos con las de Connie Chatterley, pero, para ambas, encarnaba al "hombre" con mayúsculas, una especie que se adornaba de todas las distinciones. Éramos muy elementales en el fondo o, quizá, muy sensatas. Recubríamos nuestra supuesta erudición con adjetivos que habíamos tomado prestados de los libros de cabecera o de las películas que alguien nos había recomendado, pero, en el fondo, buscábamos un algo menos tangible, más especial.

Esto lo explicaba años más tarde Bridget Jones y de esa forma todo adquirió un tono más sencillo. Lo nuestro era natural y no lo sabíamos. Por su parte, Connie y su hermana recorrían las aulas universitarias durante los años anteriores a la Gran Guerra, en busca de gente "interesante", que tuviera una buena conversación (siempre la misma excusa), porque eso parecía ser el culmen de las aspiraciones de las jóvenes de su época. Eran los años veinte y, aunque ellas no lo sabían, el mundo estaba cambiando. 

Después de la I Guerra Mundial las cosas nunca volverían a ser como antes y esa añoranza de los tiempos pasados, a buen seguro mejores, resplandece en muchos aspectos de la novela. Se respira la nostalgia de la quietud, de la serenidad, de la charla templada, de los momentos distendidos, sin agobios y presiones, sin miserias. La situación de la aristocracia y de la nobleza rural en Inglaterra, como en otras partes del mundo, había cambiado, ya no volvería a ser como antes. Se derrumbaba casi todo lo que antes tenía sentido y con ello las mentes, que debían construirse un argumentario nuevo, una distinta ubicación en el mundo y la vida. 

D. H. Lawrence tenía conciencia de eso y, además representaba la figura de un verdadero outsider, alguien que no pertenecía por familia a la clase social más representativa de la cultura y el arte pero que llegó hasta allá por méritos propios, por su talento y por su capacidad de convertir la vida en escritura. Sin embargo, siempre llevó dentro al personaje disconforme con las élites, siempre defendió la vida natural, íntima, sencilla y, sobre todo, alejada de clichés y de prototipos que, según su propia experiencia, estaban cayendo irremediablemente al suelo, pisados, atropellados, confusos, discontinuos, perdidos. 

También Constance Chatterley, hija de buena familia, aristócrata de cuna, pero, a la vez, mujer independiente, llena de ideas, de deseos y de reivindicaciones, comprendió que el derrumbe del mundo exterior tras la guerra y sus secuelas, iba a llegarles a ellos, los poderosos y extraordinarios miembros de la clase privilegiada. Su marido, por ejemplo, condenado a una silla de ruedas, eso sí, moderna y con motor, no es capaz de hacerla feliz íntimamente, ni siquiera de tener un hijo que prolongue su estirpe. Esa clase de vida, amorfa, sin pasión, sin sexo, centrada solo en la espiritualidad y en la conversación como única arma de comunicación tendrá que pasarle factura. Y por eso está allí Oliver Mellors, el guardabosques.
A veces veía por la calle a alguien que me recordaba al guardabosques de Lawrence. Tipos rudos que hacían trabajos manuales, albañiles, gente de la mar, capataces de las salinas, trabajadores normales. Ellos no tenían nada que ver con los compañeros de clase, ni con los hombres de chaqueta y de máquina de escribir, pero parecían desprender una clase de fuerza que no era comparable a otras cosas. 

Me imaginaba, después de leer y releer el libro, que en el mundo anclado en las convenciones sociales de Constance, esa evidencia sería mucho mayor, sobre todo cuando una ha perdido toda esperanza de que haya ojos que la contemplen como la mujer insatisfecha que era. Toda esta lucha interna, entre el engaño, la pérdida de la libertad y el deseo, tenía por fuerza que impresionar a una adolescente que no logró captar el significado de algunos de los temas que el libro trata hasta releerlo años después. 

La escena del descubrimiento de Mellors por parte de Connie es excepcional. Me he preguntado siempre si esa constante actitud contraria de muchos estamentos no tenía que ver con el resquemor de que una mujer de clase alta se sintiera deslumbrada por un trabajador manual. Una especie de lucha de clases íntima, no solamente económica, sino también plasmada en los ámbitos más profundos de la vida de las personas. Esa reivindicación del encuentro amoroso como lenguaje específico de los cuerpos, sin cortapisas y sin limitaciones, me pareció más importante que las pancartas y las manifestaciones. 

La censura que la obra sufrió durante años, el anatema de ser un simple entretenimiento erótico, las desastrosas versiones para el cine, el desconocimiento del sentido último del libro y de su significado en el contexto en el que fue escrito y, sobre todo, el escaso valor que se le daba al resto de la obra de Lawrence, sin cuyo concurso es imposible captar los pensamientos e ideas que trasladaba a su escritura, convirtieron al libro en un juguete sin valor que, incluso, estaba mal visto comentar. Pocas reseñas he visto por ahí que incidan en el cambio que experimenta la protagonista al conocer de cerca otro mundo que antes solo había entrevisto. Pocas veces se insiste en que el descubrimiento de una sexualidad natural, sana, abierta y sin complejos, produce el efecto sanador de permitir que la personalidad de ella aflore. Tampoco se suele comentar que el trasfondo de la lucha de clases estaba presente en la obra, porque, de algún modo, la guerra trastoca las funciones y convierte lo sagrado en imposible. 

Además de eso, y a pesar de que la lucha de las mujeres por ser consideradas dueñas de su vida y de sus elecciones estaba en un punto de no retorno en esos años, todavía el tema sexual seguía siendo tabú. Una lectura interesada y transversal condenó al libro y cuando llegó a mí (después de pasar peripecias increíbles como el juicio que lo sentó en el banquillo en el año 1960 en Inglaterra) se había convertido en motivo de charlas y de discusiones acerca de su contenido y de su valor literario. 

Sin embargo, como suele sucederme a menudo, el libro abrió otras puertas en relación con su autor. Leí, después de eso, "El arcoiris", "Mujeres enamoradas", "Hijos y amantes", "La serpiente emplumada", una colección de cuentos y toda clase de ensayos y biografías más o menos acertadas del escritor. Es decir, una indagación en torno a su obra en toda regla. "Mujeres enamoradas" cuya precuela es "El arcoiris" porque enmarca la historia de la familia Brangwen a la que las dos hermanas protagonistas pertenecen, incide, además en crear personajes femeninos que tienen un protagonismo inusual en la novelística de su tiempo, salvo en las historias escritas por mujeres, la mayoría de las cuales se guardaban en los cajones sin salir a la luz. Las hermanas, Úrsula y Gudrun, distintas pero complementarias, dan también el salto a otra clase social, al menos en lo que se refiere al amor, a través de su propia lucha por ser diferentes y por salir del contexto opresor en el que sus vidas se han desarrollado. La búsqueda de la conversación inteligente, de los modos refinados, de la elegancia del espíritu, todo eso está en el fondo de sus formas de actuar y de ser. 

De esa manera pude contextualizar "El amante...", que es no solo una novela en torno a la libertad de amar, algo que debería ser santo y seña de los seres humanos, mujeres incluidas, sino también una forma de expresar el desprecio que sentía Lawrence hacia las convenciones sociales por razón de cuna, hacia la industrialización salvaje que había terminado con la naturaleza y lo sentimientos puros en torno a ella y, sobre todo, una narración intensa y llena de matices sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres y entre las personas y su yo interior. 

El verano en el que leí el libro, en medio de la tradicional vorágine lectora de las Agathas que había surgido con anterioridad, una visión nueva apareció para mí y no solo literaria, sino vital. Era el verano de los catorce años y, tras Lawrence, apareció en una colección de pastas duras y hojas pálidas el primer "Orgullo y prejuicio" que cayó en mis manos. De modo que ambos, Austen y Lawrence, formaron una curiosa pareja durante mucho tiempo. Sobrevivieron al verano y ahí siguen, impertérritos, demostrando que las clasificaciones son cosa de gente que mira por encima del hombro. En realidad, aunque no lo parezcan, ambos tienen mucho en común: van contra lo establecido y adoran la conversación. 

Eso es lo que hacen los libros: crear estados de ánimo, interrogarte acerca del mundo y de ti misma, abrir ventanas, expulsar mentiras y abordar emociones que, quizá, de otro modo, hubieras guardado en el fondo de un cajón, en una de esas libretas de pastas coloreadas que emborronabas desde siempre. Allí estoy, sentada en un rincón escondido de la azotea, de espaldas al viento que movía las hojas de los libros y traía sabor a salitre. Allí estoy, sola, con mis compañeros impresos, buscando horas al día para escaparme. Y luego, como ellas, las mujeres de esos libros, hablo de cosas intrascendentes con las amigas de la calle o las hermanas, guardando para mí, en un sitio inaccesible, eso que los libros han ido creándome: preguntas sin respuestas, respuestas a preguntas no formuladas.

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