"El gabinete de las hermanas Brontë" de Deborah Lutz
La vida de la familia Brontë es literatura. O, mejor dicho, la literatura era para ellos cosa de familia, un distintivo, una parte de sí mismos. La madre, el padre, los hijos (María, Elizabeth, Emily, Charlotte, Anne y Branwell) estaban dominados por las palabras y vivían en torno a ellas. En ellos persistía una curiosa voluntad de narrar. Y de escuchar, que es la otra cara de la moneda. Por eso este libro, que parece dedicarse a nueve objetos que marcaron sus vidas, lo que hace en realidad es contar una historia. Porque todos esos objetos adquieren su significado esencial cuando forman parte de la literatura, de su literatura.
Seguramente por eso las heroínas de las Brontë son lectoras y las de Jane Austen (1775-1817) no lo son. Es curioso que se establezcan paralelismos entre ambos universos literarios y personales (también lo hace este libro) siendo que las diferencias entre ellas son tantas. El tiempo histórico en el que viven conforma un telón de fondo tan distinto que parece mentira que medien unos pocos años. Pero la efervescencia luminosa de la época georgiana presenta un contraste feroz con la oscuridad recatada y dirigista de la victoriana. Algo que parece apreciarse en el retrato que Branwell hace de sus hermanas y que la editorial Siruela utiliza en la portada del libro (Emily, Charlotte y Anne, con la presencia etérea, detrás y casi imperceptible, como fue así toda la vida, del propio hermano).
En Jane Eyre, que Charlotte publicó con el pseudónimo de Currer Bell, la primera escena ya indica el gusto por la lectura de la protagonista y cómo los libros le sirven de asidero y descanso. En La inquilina de Wildfell Hall, que escribió Anne (en este caso como Acton Bell), la hermosa viuda Graham tiene en su casa de alquiler una biblioteca de libros raídos, es decir, leídos, manoseados. En cambio, en las obras de Jane Austen, las mujeres, aunque son ingeniosas y con carácter, no leen y las que lo hacen, como Mary Bennet, por ejemplo, son fatuas y poco sensatas. A la pobre Emma le costaba horrores pasarse un cuarto de hora con un libro y siempre andaba haciendo listas de las lecturas que debería leer y que nunca leía. Es una circunstancia curiosa, habida cuenta de que Jane Austen era una voraz lectora. Pero sus heroínas se pasan el tiempo conversando, una actividad que requiere cierta expansión hacia fuera que las Brontë podían considerar demasiado frívola.
Los objetos que ha seleccionado Deborah Lutz no son "cosas", sino piezas de un escenario vital. Mascotas, escritorios, costureros, cartas, libros, entre los objetos (salvando los animalitos, desde luego); la muerte, como constante; la escritura, como argamasa; y caminar, como disfrute único, barato, sencillo y solitario. Los fallecimientos prematuros de la madre y de las dos hermanas mayores (estas siendo muy niñas a consecuencia de las malas condiciones higiénicas del internado) convirtieron la muerte en una circunstancia tan cercana a la familia que formaba parte de su imaginario, como la felicidad, el amor o la creatividad. Frente a esta pasividad aparente, la costura tiene un significado especial. Nelly Dean, la criada que relata a Lockwood, el forastero, la historia en Cumbres Borrascosas, lo hace mientras cose. Jane Eyre contiene tan detalladas descripciones del bordado a bastidor que fue el elemento definitivo para descubrir que la autora era una mujer, ya que el pseudónimo de Currer Bell con el que lo firmó Charlotte resultaba bastante ambiguo. Como, por otra parte, ocurría también con los de sus hermanas, Acton y Ellis Bell, en ese intento común de despojarse de identidad para dejar paso a su escritura.
La costura permitía la intimidad entre las mujeres, creaba una atmósfera especial para las confidencias y suponía una actividad útil, pues no solo se cosían primores, encajes o bordados, sino que se arreglaban dobladillos para que las prendas duraran varias temporadas. Lo contrario a ese ejercicio colectivo era caminar. A caminar se le dedica otro capítulo y, esto sí que resulta extraordinario, la cualidad de andarinas que se les atribuye coincide con la que Austen añade a sus "mujeres". Elizabeth Bennet era tan excelente andarina que hizo a pie los cinco kilómetros que separaban su casa de Netherfield y así se presentó, lustrosa y llena de color del ejercicio, según pensó al verla el mismo Darcy, en el instante en el que se enamoró al ver el ingenio reflejado en sus ojos, mientras le lleva la contraria para desesperación y extrañeza de la servil y bruja Caroline Bingley.
Ese gusto por el aire libre, tan típico inglés, significa también un recinto de soledad. Las mujeres Brontë se recorren los páramos, a veces con un libro en la mano, uniendo ambas aficiones. Los libros, por su parte, ocupan mucho espacio en la casa familiar. Eran regalados o prestados de las bibliotecas ambulantes, pero siempre muy usados, llenos de anotaciones, dibujos, pequeños textos, porque sugerían cosas y porque guardaban secretos. Libros estropeados a fuerza de leerlos, libros forrados cuando las pastas se caían de viejas. Libros que me han hecho recordar "mis agathas" que pasan de unas manos a otras en la familia y se vuelven a leer mis veces y se comentan otras mil. Lo de estos hermanos es una especie de club de lectura familiar.
De esta forma discurre este gabinete, aprovechando la descripción de todos esos elementos, materiales o no, para crear el dibujo de la vida de las hermanas. Y, dentro de esas vidas, su creación literaria, inseparable motor, razón de ser, cualidad esencial, todo.
El gabinete de las hermanas Brontë. Deborah Lutz. Colección El Ojo del Tiempo. Editorial Siruela. 2017. Traducción del inglés de María Porras Sánchez. Título original: The Brontë Cabinet.
Reseña de la autora (Editorial Siruela): Deborah Lutz es profesora de la cátedra Thurston B. Morton de Inglés en la Universidad de Louisville. Ha publicado artículos en numerosos periódicos, revistas y otras publicaciones, y la han entrevistado en importantes medios de comunicación. Actualmente vive en Nueva York.