La tristeza de las mujeres
/Uta Barth, fotografía/
Una vez en la calle descubrió que hacía calor. El tiempo había cambiado de un día para otro. Era un calor seco porque seguramente el levante hacía de las suyas en la costa. Y, a pesar de eso, la gente estaba sentada en los bares de alrededor, en las cafeterías con toldos negros y en los veladores del restaurante de abajo. No tenían prisa, era domingo y poco les importaba el paso de las horas. Las conversaciones se convertían en un murmullo silbante, como si fueran las aguas de un río. El río, por otro lado, iba a lo suyo, allá en la dársena y en el brazo vivo, a poca distancia.
Había salido a despejarse la cabeza después de varios días sin hacerlo, leyendo y tomando notas de los libros que leía. Era una tarea voluntaria, nadie le obligaba y nada se obtendría de esa minuciosa lectura. Pero le absorbía horas y horas era lo que más tenía en su vida. Horas vacías de conversación, horas sin risas, sin gente, horas solitarias.
Pensó en su soledad. O, mejor dicho, fue consciente. Llevaba esos mismos días sin que nadie le preguntara cómo estás, sin tener noticias a través de los grupos de whatsapp o del teléfono. Ni siquiera él había llamado nada más que lo justo. Todo el mundo parecía tener una vida que vivir menos ella y esa sensación le venía de muy atrás.
Se miró en un espejo de un escaparate y vio que había engordado últimamente. La dieta de la nutricionista parecía haber terminado su efecto. Ya no parecía haber centímetros de menos en la cintura y quizá tendría que resignarse. Sabía que no iría a un gimnasio ni se veía haciendo abdominales. Para qué, se preguntó en un rapto de pesimismo extremo. Había adelgazado mucho después de la muerte de su marido. Ese año entero en el que no fue consciente de que no comía ni apenas vivía. El piloto automático estuvo en marcha y de ese modo pudo sobrevivir, pero no recuerda apenas abrazos, ni preguntas ni gente que la intentara sacar de ese vacío. O, si las había, ella las había espantado, había logrado quitárselas de encima sobre todo a raíz de que él apareciera. Ese hombre que desde hacía tres años era una especie de amigo diferente o de enamorado sin correspondencia o no se sabía qué. Se arrepintió de haberlo conocido y se arrepintió de que esa extraña relación la hubiera alejado de una recuperación que parecía posible al principio del duelo. Las amigas, escasas, recientes, sin demasiado interés en ella misma, una mujer tan inteligente, fuerte y emprendedora como era, no soportaron las veces que ella negó querer salir o que se inventó excusas para no hacerlo. Todas habían ido desapareciendo por diversos motivos y, en estos días de fiesta, nadie estuvo disponible.
Entró en su urbanización con una llave que raramente usaba y contempló lo que parecía ser un pequeño pueblo interior. Parterres, setos y árboles que no conocía, que veía cada día pero que no tenía ni idea de cómo se llamaban. Si ella fuera una amante de la naturaleza, alguien que dominara los entornos rurales entonces conocería sus nombres y sus aplicaciones, sabría en qué momento del año estaban más rutilantes y cuándo había que regarlos. Pero su pueblo, más bien una ciudad, estaba pegada al mar y lo verde era una excepción. Así que no pudo describir lo que veía, como habría hecho Edna O´Brien o cualquier escritor observador y detallista. Ella solo sabía que hacía calor, que volvía a casa del paseo demasiado rápido y que el verde estaba a punto de rendirse ante la temperatura.
El último escaparate volvió a devolverle su imagen. Sí, había engordado. No se reconocía en esta imagen desaliñada de mujer sin arreglar que andaba a paso rápido, con zapatillas y una cinta en el pelo. Nunca fue gorda, todo lo contrario, pero en el embarazo sufrió una especie de mutación y cogió muchos kilos, porque era la primera vez en su vida que le gustaba comer. No comer tenía mucho que ver con las cosas que la atormentaban de su infancia, con la vida que llevaba y que no quería ver delante de sí. Ni siquiera podía escribir de ello, se decía, porque eran secretos inconfesables que no se entenderían, que la hundirían todavía más. Y ese peso seguía en su interior, de tal modo, que no encontraba consuelo en ningún sitio y echaba la culpa a los demás, a la suerte y a sí misma, en un círculo que no lograba cerrar nunca.
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