El gabán gris o la Baeza de Machado

 


Baeza es la ciudad de los perros. Todos ladran a la caída de la tarde. Es posible oírlos desde cualquier calle, desde todas las plazas. El atardecer es en Baeza una hora triste, indecisa, ajena a esta ciudad llena de contrastes. Una ciudad de piedra que avanza por entre un mar de olivos; un océano verde y rumoroso que dibuja a las claras la noche y el día. Pero la tarde… ¡ay, la tarde ¡ Las esquinas se llenan de ladridos, en un guirigay que no cesa, en un caos asfixiante de sonidos que te asaltan de pronto y resultan inexplicables. 

Cuando hace unos pocos años llegué a Baeza para asistir a unas conferencias en su Universidad de Verano ya percibí esos sonidos la primera tarde. Era un mes de Agosto caluroso y seco como suelen serlo en Andalucía. Yo andaba, al principio, despistado y somnoliento, poco habituado a aquel calor casi estepario, proviniendo, como es mi caso, de una ciudad pegada al mar. No conocía apenas a nadie y tampoco me encontraba con el mejor ánimo para entablar relaciones. Estaba cansado y al borde de una crisis. 

Tomé una habitación en el Hostal Comercio, un establecimiento céntrico y viejo, además de incómodo. Me dieron un cuarto de la primera planta, junto a una estancia que, me aseguraron, había servido de morada al poeta Machado en sus primeros tiempos de profesor de Francés en el Instituto de la ciudad. En realidad supuse que aquella aseveración era sólo un reclamo, una forma de vender el producto, por lo demás, poco vendible, si se comparaba con otros hoteles de la zona, famosos por su gastronomía. Pero no me importaba. Quizá pensé entonces que aquel ambiente caduco podría servir como acicate para mi inspiración que, dondequiera que estuviese, me había abandonado hacía tiempo. 

No obstante, pasando los días, creí apreciar cierto aire particular en aquel sitio y, en una ocasión, invadido por la curiosidad, pedí a la criada que me dejara echar un vistazo al que llamaban “cuarto de don Antonio”. Era un recinto amplio, pero muy austero, que hacía las veces de dormitorio y de salita. Contenía una cama alta, de una madera que me pareció nogal; un armario grande, con las puertas acristaladas cubiertas por un fino visillo; una mesa de trabajo y un sillón enorme, de gastado cuero marrón. La habitación se iluminaba a través de un ventanal que daba a la calle, con la particularidad, común a todas las habitaciones de la primera planta, de estar muy cerca de la altura del pavimento. Así los transeúntes, si levantaban la vista, podían ver sin esfuerzo apenas los pies del huésped. 


Confieso que recorrer aquella alcoba me impresionó y que su sencillez me encogió el ánimo. Encontrarse frente a frente con los objetos y los muebles que fueron testigos de un período de la vida del poeta, me llenó de inquietud y me produjo un desasosiego inexplicable. En un descuido de la criada, que se entretenía aireando la cama, abrí el armario. Estaba muy limpio y vacío a simple vista, excepción hecha de un gabán gris de mezclilla, colgado de forma cuidadosa en una pesada percha de madera y muy escondido de la vista general que el armario ofrecía al abrirse. Supuse que no era de nadie o que alguien lo había olvidado allí. Pero no quise preguntarle nada a la criada por no reconocer que había estado curioseando por los muebles. Ni siquiera cuando me aseguró, ante mi asombro, que aquella habitación no había vuelto a ser ocupada por huésped alguno desde que Don Antonio la dejara para instalarse en una pequeña casita de la plaza.

Desde luego el Hostal Comercio era todo menos moderno. Nada de su interior tenía paralelismo alguno con su nombre, de reminiscencias económicas y, por ello, prácticas y utilitarias. Más bien parecía estar anclado en los primeros años del siglo pasado. Sus escaleras, amplísimas, tenían anchos escalones bordeados de madera y un pasamanos coronado en los extremos por bolas de metal muy limpias. Los suelos eran de mármol gris, con baldosas de pequeño tamaño, hundidas en algunos extremos; las ventanas tenían cierres de madera y visillos de encaje; el mobiliario entero era pesado, oscuro, añejo, remitiendo a tiempos pasados, tranquilos, a ecos perdidos, a voces que se habían ya quedado huecas de sonidos. 

Estaba situado en una calle muy estrecha, al sur de la gran plaza que ocupaba el centro de la ciudad. Era una zona muy tranquila, con escaso tránsito de vehículos y ocupada, en gran parte, por grandes casonas familiares y comercios de tipo tradicional. Había tiendas de encajes, pañerías, tahonas, joyerías y las consabidas cafeterías y una farmacia. Pero hasta esta última tenía su sabor particular representado por los botes de cerámica pintados a mano de sus estantes y por sus ventanales de hierro forjado. 

En la planta baja se hallaba el espacioso salón, de una oscuridad tenebrosa y muy fresco para el verano, sembrado de anchos sillones y mesitas minúsculas. Siempre estaba solitario. En el Hostal debía haber por entonces más huéspedes, según supuse, seguramente viajantes, agricultores pudientes que intentaban cerrar tratos, o algún turista, atraído por la belleza de la ciudad y sus contornos. Pero no llegué a ver a ninguno de modo que el salón se mantenía siempre en la misma soledad, en un silencioso compás de espera. En realidad, tampoco necesitaba ver a nadie, es más, prefería la soledad a otra cosa.

En la primera y la segunda planta se disponían las habitaciones de los huéspedes, hasta un total de dieciséis, grandes y cada una con un cuarto de baño casi tan enorme como ellas. Los momentos de relación entre los clientes apenas existían, pues no se servían comidas, ni siquiera desayunos. Los únicos seres humanos que traté durante mi estancia allí fueron el recepcionista y la criada. El primero era ya muy anciano, superviviente de todas las modas, educado y taciturno. Tenía una curiosa nariz, una nariz de libro, aguileña y torcida. Pasaba la mayor parte del tiempo en la recepción, pequeño habitáculo de madera y cristal, alumbrándose con la luz de un flexo, inclinado sobre la mesilla que servía de soporte al libro de clientes y a algunos folletos turísticos. Hablaba en un tono bajo, vocalizando mucho y abría exageradamente los ojos, pero mantenía las manos quietas, estáticas, y los brazos inmóviles, pegados al cuerpo.

Por su parte, la criada se movía muy despacio y rara vez se atareaba, aunque todo aparecía muy cuidado y a punto. Más que una criada al estilo de las que conocemos en el sur me recordaba un mayordomo inglés, de esos que te sobresaltan de pronto detrás de las puertas o emergiendo de los pasillos. Nunca la veías venir de lejos, sino que su presencia tomaba forma sólo en distancias muy cortas. Hablaba poco, pero emitía prolongados suspiros cuyo origen no logré conocer. 

De mis escasas charlas con estos personajes extraje la absurda idea de que ya cuidaban el Hostal en la época en la que Machado moraba allí, tal era la exactitud con la que relataban sus costumbres, sus andanzas, sus preferencias de todo tipo. Aquello era imposible, lo sabía, pero no pude desechar esa impresión tan nítida. 

Todo aquel ambiente tenía por fuerza que despertar mi interés, así que lo aspiré con fuerza, me imbuí en aquel aire como el que acude a una cura de salud en un balneario. Me imaginaba, en las horas muertas de las siestas, entregando a mi regocijado editor un voluminoso fajo de folios escritos que cobijaban una fantástica novela, mi mejor obra hasta la fecha, alabada por crítica y público, capaz de despejar todas las dudas, dudas que aún no habían surgido en los demás, pero que yo tenía a flor de piel. 


Porque yo era el único que conocía las largas horas sentado ante las páginas en blanco; las caminatas junto al mar en las que intentaba recrear, sin éxito, cualquier asunto que, luego, se me escapaba de los dedos sin poder convertirlo en palabras. Conocía el vacío de no saber qué decir, de no tener nada que decir. Conocía esa especie de dolor intranquilo que surge cuando las palabras se quedan atascadas en la cabeza y aún más, cuando los pensamientos no se traducen en palabras. Sentía la pérdida del lenguaje, el abismo de silencio que acontece a los escritores alguna vez en su vida. 

Quise, por salir de la monotonía y vadear la crisis que me rondaba, respirar el aire de Machado. Recorrí las calles de la ciudad, visité las iglesias y conventos, escuché en la gran plaza alargada los conciertos de las bandas de música en las mañanas de los domingos y subí al mirador para, en el atardecer, absorber el fondo de aquel paisaje repetido, olivos, siempre olivos, y los ecos de los perros que ladraban en todos los momentos del crepúsculo. 

Un día me llevé allá arriba uno de sus libros y lo releí con aquel escenario de fondo como si fuera la primera vez. Otro libro me acompañaba en el aperitivo y en el almuerzo, que solía llevar a cabo en una casa de comidas de la calle de San Francisco. Sus versos me seguían por toda la ciudad. Los revivía en lo alto del mirador, en las cercanías del palacio de Jabalquinto, en el espléndido patio del instituto, en sus pasillos y aulas; los tenía presentes en la sequedad del aire cuando el sol caía a fuego y en el sonido duro de mis pasos sobre el asfalto de piedra en la hora de la siesta. 

A veces me sorprendía a mí mismo recitando esos versos en alta voz, repitiendo de manera involuntaria pequeñas estrofas que aprendí de niño y que volvían ahora con claridad inusitada: “campo, campo, campo, y entre los olivos, los cortijos blancos…” “anoche, cuando dormía, soñé, bendita ilusión…”, “una noche parda y fría, de invierno, los colegiales estudian…”. Tenía esos versos grabados en mi cabeza y me sentía cada vez más partícipe de la tranquila frescura del Hostal Comercio. 

Su quietud, sus fotos antiguas, el olor de las paredes cubiertas de un fino tapizado de un papel que ya no era posible encontrar en otra parte; todo llegaba a producirme un estado de ánimo especial, una sensación de cercanía que me hizo comprender, como no lo había hecho antes, al viejo poeta. Me paraba a contemplar la foto que presidía el vestíbulo, muy semejante a la que siempre reproducen los libros de literatura del bachillerato.  Creí notar el amor de Leonor, la mujer-niña prematuramente perdida y la desolación del exilio. Entendí el significado de esa pobreza digna que siempre arrastró el poeta y hasta percibí la confusa mezcla entre la luz del sur y la aridez castellana que traspasa su poesía. 

Un día me llevaron a visitar una casa, en una calle muy ancha y tranquila, con naranjos a ambos lados, en las aceras. Allí había vivido Machado tras sus primeros tiempos de huésped en el Hostal. En la puerta, una sencilla placa de cerámica recordaba este hecho. Era una fachada blanca y amarilla, al estilo de otras andaluzas, con un pequeño balcón central y dos ventanas cuadradas en las que había flores. 

Otra vez, visité una librería de viejo que estaba en la calle Bailén. El librero se llamaba Benito Valle y se entretuvo sacando de sus estantes pequeños libros con hojas muy finas, que contenían ediciones raras de las obras de Don Antonio. Me hice buen amigo de Benito Valle que era, a más de machadiano de pro, un interesante erudito y bibliófilo. Algunas tardes me sentaba con él en la trastienda de la librería, tranquila de ordinario en cuanto a clientela, y le escuchaba contar sucedidos inéditos de su larga vida en torno a los libros. 

Las charlas con Benito Valle y mis paseos por Baeza me enseñaron que el tiempo en que Machado vivió en Baeza fue muy especial para el poeta y para la ciudad. Y que, aún ahora, la ciudad lo sabía. Lo sabía y conservaba el tono cauteloso de quien sabe guardar un secreto, de quien conoce algo preciado por todos y que no quiere revelar. Descubrí que la ciudad había llegado a ser una parte de él mismo y que, como contrapartida, en sus calles y en sus plazas se había quedado impregnado para siempre su eco, el eco que algunos llaman machadiano, ese cierto estoicismo distante, pero no indiferente; esa ternura irónica; ese entender que el tiempo nos recorre…La ciudad lo sabía y a poco que uno se fijara también acababa descubriéndolo. 


Su nombre estaba presente en el Hostal Comercio. Allí estaba sentado en el sillón de cuero del salón, el de la esquina; allá, enfilando lentamente la calle de piedra en dirección al instituto; en otro momento, cerraba cuidadosamente la puerta de aquella habitación de la primera planta; por las noches, se inclinaba sobre un cuaderno en la vieja mesa de nogal; siempre estaba allí don Antonio, con su gabán gris, su sombrero de fieltro, su pausado hablar mientras miraba fijamente a los ojos,…

     Aquel gabán gris que había visto colgado en el armario llegó a obsesionarme. ¿Sería posible que, contra lo que yo sabía, en alguna ocasión el cuarto hubiera sido ocupado por otro huésped?. La criada lo había negado con toda convicción y lo mismo el anciano recepcionista. ¿Podría ser, entonces, que aquel gabán se hubiera colgado allí por descuido, en una de esas operaciones de limpieza que se acometen de temporada en temporada?. Pero, aún así ¿a quién pertenecía?. Y, sobre todo ¿por qué no me habían comentado nada de la prenda ni el recepcionista ni la criada? . El tema del gabán no había sido sacado nunca a colación y mis preguntas acerca del armario y del cuarto eran todas indirectas. 

Más de una vez estuve tentado de volver a la estancia, pero no me atreví, pues no estaba seguro de contar con el beneplácito de la criada. Tampoco podía pedirle que me llevara allí y que abriera el armario, lo que sería tanto como reconocer que me escapé de su vigilancia en aquella ocasión. Por momentos dudé también de haberlo visto, pero fue sólo una duda pasajera. Estaba seguro, yo mismo lo había tocado y tenía en el recuerdo su desgastada rugosidad, su peso y esa clase de olor, mezcla de madera, tejido y manzanas, que nos asalta al abrir un baúl largo tiempo cerrado. Yo lo había visto y tocado pero no sabía nada más. En realidad, más que saber, cada vez tenía más preguntas y de respuesta más imposible. 

Todos estos pensamientos me distraían de mis problemas. Dejé de pensar por un tiempo en que las musas me habían abandonado. Me olvidé de mi editor, de mi novela, de las conferencias a las que pensaba asistir y de todo lo que no fuera aquel misterio, al que en mi cabeza yo ya denominaba el misterio del gabán gris. Volví, como medio de distracción, a releer todo Machado, quizá buscando alguna clave, algún acróstico, alguna suerte de ayuda a mi enigma policíaco. Pero junto a sus palabras me acompañaba una y otra vez la imagen del gabán gris que, a veces, cobraba vida propia y envolvía el sencillo traje oscuro y la camisa blanca, un poco arrugada, de Machado cuando recorría despacio el camino entre el Hostal y el Instituto. 

Un día me atreví a abordar el tema con la extraña criada. Puso el grito en el cielo por mi atrevimiento, me reprochó el desobedecer sus instrucciones de no tocar nada y, cuando se apaciguó, negó de todo punto que existiera nada dentro del armario, poniendo como testigo de cuanto decía al recepcionista que, según ella, era garante de su celo en la limpieza y el orden. Estuvo a punto de llamarme visionario y, como la discusión no parecía tener fin, subimos a la primera planta desde el salón donde nos encontrábamos y registramos, mejor, registró ella, el armario. El gabán gris no estaba ni había allí percha alguna. Estaba absolutamente vacío y limpio, según yo ya había apreciado en la otra ocasión, cuando la misteriosa prenda apareció ante mis ojos. 

El recepcionista se había unido a la expedición y apostillaba todo lo que afirmaba la criada. Según ellos, allí nunca existió nada; según yo, había desaparecido. Tuve que calmar el enojo de los dos por dudar de su palabra, prometerles que no iba a seguir husmeando y pedirles disculpas. Sospecho que, al final, se les pasó por la cabeza que yo estaba loco. La cosa quedó así, pero, en mi fuero interno, yo seguía estando seguro, había visto el gabán gris y lo había tocado. 

Todo aquello quedó relegado al olvido. Decidí continuar conociendo a Machado a través de Baeza y dejar a un lado mis aficiones detectivescas. Sin embargo, cuando más me acercaba a Baeza más sentía que no todo el Machado poeta estaba allí, entre sus muros, que algo se escapaba en el mar de olivos, que algo deshabitado y sin nombre recorría sus palabras algunas veces. Era un misterio menos tangible que el del gabán gris, pero misterio al fin y al cabo, pues llegué muchas veces a preguntarme cómo era, de verdad, ese Machado que todos conocíamos a través de sus palabras. 

Y entonces imaginé en un nuevo ejercicio, en una vuelta de tuerca, una constelación de nombres unidos en torno al suyo: probé a añadir otros nombres a Baeza; la helada sonrisa de Soria, la estallante viveza de Sevilla, la soledad última de Colliure… Las cuatro ciudades formaban un caleidoscopio de formas, una curiosa unión de signos y al fondo, palabras, las palabras del poeta, sólo palabras, bajo un cielo azul y raso. Las cosas encontraban su sitio y el cuadro quedaba dibujado, listo, nítidamente claro. El mosaico final era, al tiempo, misterioso y evidente, pero condensaba todo el largo devenir de una vida. 

Al cabo de algunos días me sorprendí a mí mismo cogiendo unas cuartillas y un bolígrafo. Empecé a tomar notas, a cuajar impresiones. Describí personajes, espacios físicos, me saturé de nuevo de palabras, que volvían a acompañarme porque no era cierto, ahora lo veía, que se hubieran marchado para siempre. Las palabras tomaban forma en el papel, anidaban en  los párrafos como alegres bandadas de pequeños pájaros en torno a los nidos. Quizá sería posible volver a ser de nuevo el mismo de antes, o quizá cierta nueva y extraña cualidad se había instalado en mí y ya no iba a dejarme. 

En éstas tuve que abandonar Baeza, la ciudad de los perros. Mi tiempo allí se había acabado. Antes de irme del Hostal le busqué las vueltas a la criada y volví a entrar, solo, en el cuarto de don Antonio. Sigiloso, abrí aquel armario y volví a encontrarme perfectamente colgado de su percha, gastado, pero dispuesto aún para el uso, el gabán gris. Lo dejé allí, convencido de que era para siempre, alineado en el fondo del armario. Luego volví junto al mar, llamé a mi editor y le tranquilicé. Él, siempre práctico, me preguntó enseguida cómo iba la novela y qué título tendría. “El gabán gris”, le dije sin pensarlo. 


Comentarios

Fackel ha dicho que…
https://laantorchadekraus.blogspot.com/2023/02/va-para-84-anos-que-el-perdedor-antonio.html

Cordialmente.

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