Duelos
(Gustav Klimt)
Alguien te dice con aire sabio: Tienes que pasar el duelo. Hasta entonces tus duelos han sido de otra clase, nunca el duelo del compañero joven que se ha muerto sin que le tocara su turno por la vía normal de las edades. Entonces no sabes bien qué hacer y te preguntas si habrá quien tenga un master en duelos y puede enseñarte. Pero no. El duelo surge, se instala, se acomoda y se marcha solo a medias, porque hay una parte de él que sigue en ti y que te acompaña, supongo, siempre, para siempre.
El duelo de Luis García Montero, el poeta, por la muerte de su esposa, está siendo reproducido en medios y en redes. Se habla del duelo y se comentan sus palabras. Algunas de las cosas que dice las comparto, otras no. Comparto lo posterior a la muerte, aunque sin ese aire de aceptación que ya aparece en sus palabras y que yo no tengo a estas alturas. Pero me cuesta entender lo previo, esa supuesta felicidad de la enfermedad compartida. No juzgo. Cada cual tiene su propio duelo. El duelo se lleva a veces a cuestas, como una pesada losa que no puedes quitarte de la espalda. Otras veces camina a tu lado, como si fuera un compañero, una figura invisible que salta contigo los charcos y pisa las aceras. También hay ocasiones en que el duelo está dentro, se introduce en ti y se esconde en un hueco del cuerpo, en el estómago, el corazón, la cabeza o las extremidades. En estos casos apenas puedes hacer de ti lo que la vida te pide. No hay un solo duelo, existen los duelos, todos diferente, autónomos, irreversibles, compuestos de pequeñas cosas que cada uno entiende por sí mismo. Y está el duelo delegado: los hijos. Contemplas a un muchacho joven, que no tiene edad de ser huérfano, que adoraba a su padre y que se pregunta por qué, y no tienes respuestas. Porque no las hay. No hay triunfo, ni épica, ni trompetas, ni elegías, hay soledad. Escribo la soledad.
En el duelo debería haber lágrimas pero puede que no acudan. Las lágrimas tienen un extraño comportamiento. Surgen cuando ves una película de pena, usando la nomenclatura de mi madre, y no aparecen cuando tu compañero, ahí en esa habitación blanca de hospital, deja de respirar y muere. Muere y no tienes lágrimas. Las lágrimas no están y no puedes buscarlas siquiera, porque tienes que acordar cosas y organizar cosas y mantener la cabeza firme, al menos en público y al principio. Esa primera noche, esa mañana, esa tarde en el tanatorio, esa noche y basta. Mis lágrimas fueron todas de escalera y de ducha. Lloraba y lloraba durante la enfermedad siempre que subía las escaleras de la casa (él se quedaba abajo, ya no podía subirlas) y lloraba bajo la ducha, mezclando las lágrimas con el agua corriente y el jabón. Cuando murió, solo lloraba de camino o de vuelta al trabajo. Salía de la casa para ir al colegio y lloraba los diez minutos del camino. Salía del colegio para volver a casa y lloraba los diez minutos del camino. Veinte minutos al día de llanto incontenible. Gafas de sol y mirada turbia. Adelante, pisando una tras otra las piedras del camino. Cruzando una calle y una rotonda. Llegando a la casa y colocando en algún sitio los libros y papeles. No tengo ninguna imagen mía en ese momento, solo queda el camino y las lágrimas cayendo. Esos niños pequeños fueron mis últimos niños pequeños y no pude mirarlos apenas, porque su visión también me hacía llorar. Esos niños y sus saltos por la calle, sus mamás, sus carteras y sus cuadernos, todo lo que he amado, a través de la lágrimas, disueltos, invisibles.
El duelo es, más que nada, un tiempo ausente, un tiempo anónimo. No recuerdo lo que hice, lo que leí si es que leí algo, lo que escribí si es que escribí algo, lo que hablé o lo que pensé. No recuerdo lo que soñé, lo que comí, lo que dije. Recuerdo solo el vértigo de tratar con papeleos, de cancelar cuentas y móviles, de luchar contra el desánimo de no tener fuerza para ninguna gestión, recuerdo el Lexatín, que no conocía hasta ese momento, recuerdo algunos homenajes a los que no acudí y recuerdo cómo uno a uno fueron cayendo las figuras que habían estado en nuestro mundo hasta entonces. Todas las suyas, alguna compartida. Como un conjunto de estatuas a las que asola un vendaval muy fuerte, fueron cayendo al suelo y haciéndose añicos, sustituidas por otras o dejando el vacío sin más. Eso sí lo recuerdo, pero muy vagamente. En el fondo, el duelo ocupa tanto lugar en tu vida que no tienes espacio para ninguna otra cosa y no puedes enfadarte ni reñir, ni puedes escupir al mundo, ni quieres ofrecer tu rabia a los demás.
No he visto ninguna grandeza en la muerte. Más bien una total desolación. Quizá si uno se muere muy mayor, con todos los deberes hechos, sin hijos pequeños, sin casi nada por terminar, entonces la cosa sea distinta, pero en este caso nos faltaron años por construir nuestro edificio. Nos faltaron años para asentar una vida que habíamos elegido con total certidumbre, nuestra propia lotería, nuestro regalo. Por eso la muerte no tiene grandeza, ni épica, ni versos. Es terrible, opaca, furiosa y negra. Y le sucede un duelo que tampoco describiría con frases arrogantes sino, más bien, con dudas. No sé qué sucedió durante tanto tiempo.
Aún así, aún con ese vacío temporal de más de un año en que habité un universo desconocido, hice cosas que no recuerdo y viví una vida que no sabía que existía, aún así podría escribir mi duelo y convertirlo en palabras. Quizá sería una manera de alejarlo del todo, pero, si se aleja y se van las sensaciones últimas de aquellos días primeros de ausencia y de vacío ¿qué quedaría del recuerdo de ojos, risas y manos que se confundieron en la negra verdad de la muerte? Si dejo de llorarte, quizás deje de sentirte. Ahora, cuando las lágrimas han asaltado el castillo que guardé tan fielmente.
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