Épica para unos ojos verdes
No es porque las películas históricas me pongan, ni porque necesite de héroes legendarios, ni siquiera porque encuentre en la lucha algún divertimento. No. Es por esa tristeza oculta, ese aire abandonado, esa marginación sin culpa alguna, ese fuego en los ojos, en las manos. Así descubrí al Cid en la pantalla, como un hombre perdido y acosado, un hombre que podía tenerlo todo y todo lo perdía sin recobrarlo.
Y El Cid tenía el rostro de Charlton Heston.
Si tuviera que contaros qué escenas me llenaron de asombro o de interés o de esa felicidad que el cine proporciona, entonces tendría que irme al establo, a ese lugar perdido en la Castilla de los romances viejos, recóndito escondite, camino de Valencia, en el que El Cid y su mujer se hallan esperando el destino y, mientras tanto, cultivando el amor, que tanto cultivo precisa. El escalofrío certero de la pasión, la búsqueda del cuerpo, los ojos en los ojos, las manos en las manos, todo aparecía en esos escasos momentos en los que, muerte y duelo de por medio, abril florecía entre la nevada y el frío del inmenso páramo castellano.
Os diría que me producía tristeza esa despedida en el monasterio y esa seguridad en que Jimena, en flor y recién casada, tendría que despedirse de ese hombre recio, que marchaba a una guerra sin patrón, a una empresa sin rey. La despedida era lo peor. La distancia, imposible. La ausencia, un peso en el corazón que aún siento como mía. No es romanticismo, es deseo. No es una flor marchita guardada en un libro, es el arranque fiero de los amantes obligados a renunciar el uno al otro.
Romeo y Julieta son aquí Rodrigo y Jimena. No hay balcón sino establo. No hay Mercuccio, sino caballeros que mueren abatidos en leal combate. No hay familia, sino reyes sin corona o con ella que no saben usarlas o las usan para destruir la vida. En esta lucha desigual un hombre y una mujer se encuentran desamparados. Él tiene una misión que cumplir y ella tiene que amarlo sin remedio. Al fin, incluso aquí, Shakespeare, sin escribirse, tiene la última palabra.
A modo, quizá, de western, como ha señalado la crítica, la factoría Bronston hilvana un producto con varias lecturas. La más interesante, desde luego, no es la histórica, que actúa solo como telón de fondo necesario para que pasen otras cosas. Para que se aireen envidias, mentiras y despecho. O para que brote el romance, necesario en toda obra cinematográfica, en el que confluyan un hombre como Charlton y una muchacha como Sofía. En esta ocasión, y sin que sirva de precedente, con permiso siempre de Eleanor Parker y de Marcello, hubo química. Ay, esos ojos verdes.
Al fin, lo que brilla es lo de siempre. Un hombre solo. Solo ante el peligro. Solo ante la ley. Un hombre que ha de hacerse cargo de sí mismo y de un empeño que lo sobrepasa. O no. La épica y la lírica mezcladas y no en tubos probeta como nos contaban en la clase de Literatura. El poema de Manuel Machado puede servir de hilo conductor a esa soledad anunciada, mucho mayor porque lo separa del amor y porque lo obliga a convertirse en un desclasado, en un Johnny Guitar sin guitarra y sin música. “El ciego sol, la sed y la fatiga, por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos, polvo, sudor e hierro, El Cid cabalga”
Resulta curioso como nuestro país no es capaz de honrar a sus héroes salvo con placas de mármol o romances. El cine, las nuevas tecnologías, las artes emergentes o las clásicas, todas ellas son incapaces de mostrar, siquiera un perfil liviano de los grandes hombres y mujeres que forman parte del acervo histórico que deberíamos conocer.
En este caso, El Cid, como hombre leal, de honor, como guerrero invicto, como hombre enamorado, tiene que vivir y perpetuarse en una coproducción italoamericana sin que nosotros pongamos nada más que los ya arcaicos decorados de los estudios Bronston.
Sinopsis:
Rodrigo Díaz de Vivar es un caballero cristiano que, en la mitad del siglo XI, en plena Reconquista, es considerado el ejemplo de soldado y de vasallo fiel a su rey. Las disputas entre los miembros de la Casa Real lo llevan al destierro. Su romance y matrimonio con la bella Jimena no está tampoco exento de dificultades.
Algunos detalles de interés:
Uno de los secretos de la película está en el reparto. Charlton Heston traza un retrato convincente, a la vez lírico y rocoso del personaje principal. A su lado, la bellísima Sophia Loren, como Doña Jimena. Otros actores fueron Raf Vallone, John Fraser, Geneviève Page.
“El Cid” fue dirigida en 1961 por el norteamericano Anthony Mann, uno de los maridos de nuestra estrella nacional Sarita Montiel. La producción, lujosa y costeada, era de Samuel Bronston.
El guión es de Ben Barzman, Philip Yordan (guionista también de “Johnny Guitar”) y Fredric M. Frank. En él se representa la Edad Media de forma idealizada, mostrando las luchas entre moros y cristianos que son el telón de fondo de la época.
La música del gran Miklós Rózsa es una de las bazas principales de la película. Intimista y épica a la vez resaltaba el sentido homérico del héroe.
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