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A la hora exacta


Hay besos y besos. Un beso casi fraternal, de buenos días, con un Ray Milland algo tenso y una Grace Kelly muy puesta en su sitio. Un beso apasionado, con Robert Cummings soñoliento, quizá producto del jet lag, y ella vestida de rojo, alfombrada de rojo se diría, con un vestido de gasa palabra de honor, de escote corazón y ese bolero de encaje con las mangas al codo…Puedes besar sin duda, pero….

Lo más difícil de todo es imaginar que ella ama a alguno de estos hombres. En realidad, no parece que logre sentir pasión por ninguno de sus partenaires. Ni siquiera por aquel que, en la vida real, la sacó de los escenarios elegantes de la pantalla grande, para llevarla a pisar, con zapato de marca y vestido de alta costura, los escenarios de los grandes en el paraíso de las celebridades. Un galimatías que tú entiendes muy bien. Lo que va de las alfombras rojas a los adorables rincones de la Costa Azul. Isadora Duncan parece transitar por ellos, con su foulard al viento, en un descapotable. 

La película es la radiografía de un crimen. La ecuación planteada es perfecta: Tenista retirado y falto de recursos y de escrúpulos. Frío, calculador, un punto maniático. Coleccionista de trofeos, bont vivant. Cínico. Embaucador. Su verdadero pensamiento se trasluce únicamente en cierto gesto de los ojos, una especie de luz previsora que sale a colación sin que él se dé cuenta. El resto es manipulación y mentira. 

El otro vértice es el de la esposa rica. Tan sumamente rica que está diciendo “mátame”. En las películas de cine clásico ser millonaria es un pasaporte seguro para el asesinato. Heredas una sustanciosa suma de dinero y van a por ti. Eres rica de cuna, y alguien pensará en que estás de más. Se casan contigo y nunca sabes si es por tu agraciado físico, tu indudable talento o tu cuenta corriente. Las heroínas sin fortuna tienen más fácil el enamoramiento. 


Luego está el amante. Escritor, no podría ser otra cosa. Los escritores son ideales para hacer este papel. Al fin, siempre pueden utilizar la historia en algún libro. Y son reacios al compromiso. Los escritores no saben amar. Se quieren demasiado a sí mismos. Se buscan a sí mismos en todo lo que escriben y las mujeres son solo un decorado. Los decorados estorban a veces, cuando la vida cambia de sentido. Mejor ser amante que esposo para ellos.  

Falta, quizá, un cuarto elemento, el que logra la catarsis, el que incide en que todo se funda: el asesino, un pobre diablo, ladrón de poca monta, engañador de mujeres, un seductor sin gracia, nada que ver con Joseph Cotten y su colección de viudas ricas y faltas de pudor. Swan no tiene atractivos, ni siquiera sabemos por qué extraña razón pasó de la universidad al crimen aunque ya entonces apuntaba maneras. Es un medio, una víctima anticipada. Un pícaro de libro. Un instrumento. 

¿Alguien más? Ah, sí. El policía. A medio camino entre Doyle y Poirot. Muy inglés, pero atento a su acicalado bigote como si fuera belga. Aficionado al aire libre pero temeroso de que su apostura de Beau Brummel se resienta por el duro trabajo de encontrar pistas falsas en una habitación sobrecargada de ellas. No teme a las corrientes de aire, ni ordena con cuidado los elementos de la chimenea, pero guarda en su cabeza una caja registradora y cierta compasión por las mujeres incautas pero bellas. 

El escenario más sencillo que imaginarse pueda. Un piso en el que todos los cuartos quedan a la vista. Una puerta-ventana por la que puede entrar cualquiera que no posea la llave de la casa. Ah, las puerta-ventanas, qué gran servicio hacen al crimen y al misterio en todas las novelas y las películas. Un salón de paso, abigarrado de muebles y de puertas, con fotos, chimenea, trofeos, sofás, mesas de despacho….y un teléfono. Un sencillo, práctico y elegante teléfono negro de horquilla.

Cinco personajes en torno a una llamada

Tony Wendice es un hombre frío. Esa frialdad, que pudo ayudar a su triunfo en las canchas, no le deja ver el esplendor de la mujer con la que se ha casado, precisamente la belleza más elegante del cine. Con su poquito de hieratismo, sin duda. Una cariátide vestida de alta costura. Si tu mujer es rica y tiene un amante del que recibe apasionadas cartas, estás en peligro. Puedes perder tu modo de vida. Así que, huelga decir que hay que hacer algo. Eso mismo es lo que piensa Wendice. 

El marido y el amante discursean sobre el crimen perfecto. Exactamente igual que lo hacían el padre y el vecino de Charlie en “La sombra de una duda”. ¿Es posible? Tamaña elucubración debe estar en la mente de todos los criminales. Y de su anverso, todos los policías. Como si se tratara de un edificio, a modo de ensamblaje arquitectónico, Wendice superpone todos los detalles, los estudia, analiza y pone en práctica. El asesino, el medio, el lugar, el momento. 

El puzzle parece muy sencillo. Pocas piezas tienen que encajar. No se trata de uno de esos de miles de trocitos con imágenes confusas en los que uno se hunde y, en lugar de servirte de relajo, te pones más y más nervioso. Cuando surge el contratiempo, Wendice no pierde la calma y escucha, impertérrito, cómo su mujer es asesinada en directo. A través del teléfono. Un teléfono negro en una cabina de un exclusivo club londinense. 

La culpa fue del reloj, sin duda. Nunca antes un pequeño retraso había supuesto cambiar el destino de tanta gente. Al final va a ser cierto que la puntualidad británica es una virtud. Recuerda: si quieres cometer el crimen perfecto, asegúrate de que todos los relojes marquen la hora exacta. 

Sinopsis:  

Tony Wendice, tenista retirado y casado con una mujer rica, Margot, decide planear su asesinato para lograr quedarse con su herencia, ante la sospecha de que ella tiene un amante y podría abandonarlo. Confía el trabajito en un antiguo compañero de la universidad. Lo demás, mejor verlo por ti mismo. Los spoilers son muy molestos. 

Algunos detalles de interés: 

El equipo técnico de la película es de primera división: Guión de Frederick Knott basado en una obra de teatro escrita por él mismo, que se estrenó en la BBC en 1952. La música, increíblemente perfecta, es de Dimitri Tiomkin. La fotografía, saturada, intensa, es de Robert Burks. El director, ya lo sabéis, Alfred Hitchcock, quizá la mente más retorcidamente ingeniosa de la historia del cine. 

La película, “Crimen perfecto”, una producción de la Warner, se rodó en 1954. Sus principales actores forman el quinteto de personajes de la obra: Grace Kelly, como Margot; Ray Milland como Tony Wendice; Robert Cummings como Mark Halliday, el amante escritor; John Williams como el inspector jefe Hubbard; Anthony Dawson como Swan Lesgate. 

Hitchcock aparece, en esta ocasión, como uno de los comensales de la cena de universidad que se recoge en un retrato colgado en la pared. El vestuario, nada desdeñable por su belleza y su ajuste a la época, es de Moss Marbry. Maravilloso vestido rojo con transparencias de encaje que ha pasado a la historia de la moda junto con ese otro, también lucido por Kelly, blanco con flores negras de "La ventana indiscreta". 

Grace Kelly, fue, junto con Tipi Heddren, Doris Day o Kim Novak una de las rubias frías del director. Había nacido en Filadelfia en 1929 y realizado ya algunas películas de interés, como “Solo ante el peligro” de 1952 con Gary Cooper y la espectacular “Mogambo”, compitiendo, es un decir, con Ava Gadner. Con el maestro Hitchcock rodó otras dos películas: “La ventana indiscreta” y “Atrapa a un ladrón”, en la Costa Azul, con Cary Grant. Murió en un accidente de coche en Mónaco, siendo Princesa, en 1982. Por su parte, Ray Milland era galés, versátil, elegante, y lo mismo hacía teatro, que cine, que luego mucha televisión, en sus años finales. Por “Días sin huella” de Billy Wilder obtuvo un Óscar. Fue el padre de Ryan O´Neal en la famosísima y lacrimógena “Love Story” de 1970. Murió en 1986 en California. 

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