Qué será, será...
En 1956 Alfred Hitchcock decide hacer un remake de una película suya de 1934. Ambas llevan el mismo título original “The Man Who Knew Too Much”. En el argumento hay algunos pequeños cambios: una niña se convierte en un niño; Suiza en Marrakech; los Lawrence en los MacKenna. La diferencia sustancial estaba en que la Gaumont British, una productora de segunda para películas de bajo presupuesto, no era la todopoderosa Paramount Pictures.
Doris Day abandona momentáneamente su cocina de diseño color vainilla y su papel de mujer independiente reacia al amor. Atrás quedan los tailleurs, los conjuntos de vestido y abrigo, los coquetos sombreritos de piel, las capas…Se aleja de Rock Hudson y sus hipocondrías, sus celos o sus devaneos sentimentales. Salta sin red del plató de “Pijama para dos” y se aparece en “El hombre que sabía demasiado”, transmutada en esposa de médico y en mamá de Hank, un niño avispado y algo entrometido. Este es, por lo tanto, un Hitchcock con una rubia inusual. No una rubia gélida ni asustadiza, ni una rubia con vértigo, ni una rubia insinuante, ni una rubia rodeada de pajarracos, sino una rubia de armas tomar, que, además, canta. A pesar de ello, no es Julie Andrews ni aquí pinta nada Dick Van Dyke, ni hay paragüas, ni huérfanos. Por cierto ¿no es Julie la novia del maravilloso Newman (Paul para los íntimos) en ese otro Hitch, “Cortina rasgada"? Está visto que no hay rubia que este director no haya pasado por la cámara.
Por su parte, James Stewart, uno de los tres caballeros del cine clásico por antonomasia (los otros dos son Henry Fonda y Gary Cooper) después de competir por la bella Katherine en “Historias de Filadelfia”, surge en una película de espías sin dejar de lado su aspecto de ciudadano sin tacha. Alguien en quien se puede confiar, a quien se puede transmitir un secreto que te cuesta la vida. Un hombre para todo. Un humanista. Arquitectura, música, arte, literatura, todos los palos que tocarse puedan estuvieron en sus manos, incluidas las Fuerzas Armadas, piedra de toque para quien siempre fue considerado un buen americano.
La película tiene los márgenes muy marcados. Es una cuadrícula. Todo funciona al compás de una batuta firme que no deja nada a la improvisación. Como una orquesta bien afinada. Los solos están justificados, igual que la luz para Néstor Almendros, igual que los desnudos para el cine español de los sesenta. Todo lo que exige el guión está allí. Una fotografía intensa, una dirección artística memorable, un casting ajustadísimo, una historia que contar, todos los ingredientes para hacer una película que exprese la estructura fílmica que su director amaba: cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. Como dice el señor Knightley las sorpresas no añaden nada a la pasión y generan muchos inconvenientes.
Ese arranque exótico, estilo “Casablanca” pero en vivo color y sin amistades ambiguas, tiene su sentido si queremos explicar qué sabe este hombre y por qué. Es una mera introducción que conducirá, como en las buenas novelas de la señora Christie, al paisaje inglés. Al ineludible e impermeable paisaje inglés. Las claves, al final, no están trazadas en letras árabes, por mucho que haya quien se haga pasar por nativo a base de betún, cual Cabalgata de Reyes en barrio de pocos recursos. Las claves son puramente inglesas, como corresponde a una película milimétricamente trazada. Y en el juego final hay dos conceptos que constituyen, en suma, la flor de su secreto: Una palabra y una melodía. El error en un nombre levemente pronunciado. La canción que conduce, como si se tratara del flautista de Hamelin, a Hank junto a su madre. Qué recordará mejor un niño que esas canciones que su madre le ha cantado en la cuna…
Hay un tipo de suspense que tiene forma radial, que parte de un punto central y se esparce como los rayos del sol, conectando a las personas y los hechos, ofreciendo al espectador una serie casi interminable de caminos para llegar a la resolución del misterio. Pero no es este el formato Hitchcock. Más bien, Don Alfred, ofrece una retícula, a veces laberíntica, pero siempre romana, siempre hecha con escuadra y cartabón, al modo en que los ingenieros del Imperio planteaban las ciudades y definían sus calles principales, todas en la doble línea, paralela y perpendicular.
El Cardo y el Decumano. Mayor clasicismo no cabe. Así se plantea una intriga que solamente nos conduce en una dirección. Bien es verdad que algunas distracciones pueden llamarse a engaño. Pero eso es lo de menos. En las películas de Hitchcock lo más importante es la arquitectura. Lo demás es secundario.
De cómo una familia normal se convierte en una familia inmersa en una conspiración al estilo James Bond es otra de las lecturas del film. De cómo en todos los escenarios es preciso que exista algún Jack Bauer que saque las castañas del fuego, es una conclusión inevitable. De cómo la trama no nos aporta miedo, ni terror, ni angustia, sino zozobra e inquietud, es la respuesta a la manera de concebir el cine de Hitch. Un secuestro de un niño es, en todo el cine, uno de los actos que más pueden hacer sufrir al espectador. Salvo si el que dirige la película es Alfred Hitchcock. Porque entonces sabemos y sentimos que a ese niño no va a pasarle nada. Y que el niño aparecerá milagrosamente.
Las películas de suspense mezcladas con argumentos de espías siempre tienen una parte oscura, que no es posible descifrar. Como decía una amiga, en las horas tibias de los cursos de verano de Baeza, al final del todo uno desconoce “quién robó el microfilm”. Pero tampoco importa. Es otra cuestión secundaria entre tantas. Lo sustantivo no es siquiera qué ocurre y por qué. No es el secuestro. No es la relación (absolutamente comercial, sin pasión ni enamoramiento aparente) entre la pareja protagonista (menos química, imposible) sino el propio dibujo, el trazo fino a veces y otras veces más grueso de todo el edificio. Es un edificio finamente construido, sin goteras, sin huecos, sin escapatorias. Es un edificio sólidamente anclado en un espacio que posee características propias. Es el cine de Hitchcock. Puede gustarte o no. Pero no me negarás que es únicamente suyo.
Sinopsis:
Ben MacKenna, su mujer y su hijo Hank, estadounidenses, están de vacaciones en Marruecos. Allí tienen ocasión de contemplar en directo la muerte de un hombre que, antes de morir, deposita en los oídos de MacKenna un comprometido secreto que cambiará el curso de sus vidas.
Algunos detalles de interés:
Merece la pena hacer alguna mención a la primera versión, la de 1934, rodada en el Reino Unido, sobre el guión de Charles Bennett, D.B. Wyndham-Lewis, A.R. Rawlinson y Edwin Greenwood. La música es de Arthur Benjamin y la fotografía de Curt Courant. Sus principales intérpretes fueron Leslie Banks y Edna Best. En el remake de 1956, rodado para la Paramount Pictures, la base del guión corre a cargo de John Michael Hayes, uno de los guionistas más prolíficos y eficaces del cine clásico, con el auxilio, en esta ocasión de Angus MacPhair. La música es de Bernard Herrmann y el fotografía de Robert Burks.
En el reparto, encabezado por James Stewart y Doris Day, figuran también con papeles principales Brenda de Benzie y Bernard Miles. El actor principal James Stewart (1908-1997) fue toda su larga carrera un referente de la cinematografía mundial. Hijo de ferreteros, decidió convertirse en actor ya en la universidad, con la carrera de Arquitectura brillantemente acabada. En su currículum hay numerosas incursiones en actividades creativas y también un paso ejemplar por las Fuerzas Aéreas.
Frank Capra confió en él para el espléndido Señor Smith de “Caballero sin espada” y desde entonces una serie de grandes películas afianzaron su trayectoria, que se inició al mismo tiempo que la de su gran amigo y colega de fatigas Henry Fonda. Una amistad que pervivió al paso del tiempo y a sus irreconciliables diferencias políticas. “Qué bello es vivir”, “La ventana indiscreta”, “Historias de Filadelfia”, “Vértigo”, “El hombre que mató a Liberty Valance”, “Anatomía de un asesinato” o “El club social de Cheyenne”, son una muestra de esa trayectoria por la que obtuvo un Oscar al mejor actor, un Oscar honorífico, el premio Cecil B. de Mille a su carrera, así como otros premios en festivales de cine europeos.
James Stewart fue tan excéntrico que estuvo casado toda su vida, desde 1949 a 1994, con la misma mujer Gloria Hatrick, con la que tuvo cuatro hijos. ¿Quién puede negarle que era el hombre perfecto, incluso en esto?
Es interesante destacar la dirección artística en este caso a cargo de Henry Bumstead y Hal Pereira.
“Qué será, será”, es la canción que funciona como elemento vital de la trama. Doris Day era, a más de actriz, una estimable cantante y aquí esa doble vertiente aparece justificada al presentar al personaje como una artista retirada.