El pretendiente
Esa mirada melancólica, esos ojos grandes y tristes, esa sonrisa desvaída, esa timidez que se resuelve en silencio, esos movimientos gráciles como si pisaras un salón de baile, esas manos tibias que apenas se cambian de postura…Morris Towsend o Montgomery Clift o quizá Monty, el chico de Omaha que quería comerse el mundo.
En Nueva York hace mucho frío. Sus calles se congelan en el invierno. Los carruajes cruzan los parques y se detienen sigilosos ante las puertas de las casas importantes para dejar a sus pasajeros, envueltos en capas oscuras o en pieles caras. No eres nadie si no vas en uno de esos carruajes, si no tienes cochero, si no te invita una de esas familias a una velada con música. El mundo de las familias ricas de Nueva York es el del teatro, el salón de baile y la tertulia animada. Pero fuera hay otro mundo, un mundo al que nadie como tú quiere pertenecer. El de los marginados, el de los outsider, el mundo que no existe a menos que te fijes detalladamente.
En ese primer mundo está Catherine Sloper. Tiene treinta y tres años y sigue soltera. No es muy agraciada, lo sabes, pero parece deseosa de amar, de conocer qué se siente cuando un hombre te toma de la mano o te besa. A Catherine Sloper nunca la han besado. Estás seguro de ello. En realidad, todos conocen su timidez, su inocencia y también su fortuna. Catherine Sloper pertenece al reino de los elegidos, es una rica heredera. Pero nada en su porte parece indicarlo. Más bien da la impresión de que está asustada, de que está perdida, de que está sola. Te has apiadado de ella. Y de ti. Sientes pena de ti mismo.
Has visto claramente que el señor Sloper no se fía de ti. No cree en tus palabras de amor, ni en tu rendición incondicional. Le molesta pensar que alguien como tú, con esa belleza íntima y extraña, haya podido entrar en la vida de Catherine, transformándola como una ola que llegara a una playa virgen para cambiar el curso de las cosas. El señor Sloper dice que quiere a su hija, pero es un amor que mata, la clase de amor que nadie quiere sentir, del que nadie quiere ser objeto. Eres su enemigo. El señor Sloper te considera un peligro y tú estás indefenso ante él, aunque ahora no lo sepas.
Los ojos de Catherine se han iluminado. Una nueva belleza los inunda. Los ojos de las mujeres brillan a fuerza de amor, es el amor el que distingue un antes y un después en esos ojos, antes oscuros y fijos, ahora abiertos a la vida, llenos de una esperanza que no existía y que será efímera, que durará lo que el olor del deseo. La primavera entrará en su jardín. Ha amanecido. La sonrisa de Catherine se acompasa al fulgor de sus ojos. Cuando te ve, irremediablemente, la expresión de Catherine se llena de un ardor especial, el ardor de la sangre que nubla la mente y penetra en las entrañas. Es el amor que llama, el amor ante el que no hay respuestas salvo la entrega.
Es de noche cerrada. Hace frío. Hiela. El silencio cubre la recoleta plaza en la que se sitúa la casa del doctor Sloper. Una mansión oscura, llena de secretos, una casa hecha para la infelicidad, en la que no hubo risas de niños, ni abrazos, ni beso alguno. Es muy tarde y todo parece preparado para la huída, para la salvación. Se ha abierto una puerta, la puerta que conduce a la felicidad, a ese momento único en el que los cuerpos entienden que se necesitan, que se desean. Estamos a la espera. El milagro tiene que ocurrir. Pero pasan los minutos y las horas. Pasa el tiempo. La noche arrecia y el frío se convierte en lágrimas heladas. El hielo traspasa el cuerpo y llega hasta el corazón. Tus ojos verdes, del color de la oliva ya madura, se convierten en espejos que transitan en el desconcierto más grande. Tus manos golpean la puerta cerrada, el enorme portón de madera que se niega a abrirse. Gritas, lloras, imploras, llamas…No hay caso. Nadie te oye. O, si te oye, nadie te escucha. Vete.
Catherine tiene los ojos fijos en un punto inexistente del espacio. Es un punto vacío, blanco, liso, inerme. Han desaparecido de sus ojos los días del esplendor, la llama del deseo se ha trucado en un hueco sin forma. No siente nada. No nota el frío del recibidor oscuro. No nota que se ha apagado hace rato la llama de la chimenea. No siente que sus sienes están a punto de estallarle. No percibe tu voz a lo lejos, llamándola por su nombre. Catherine ya no está aquí. Se ha marchado a un lugar inasequible, en el que todo su cuerpo existirá sin que ella misma lo sepa.
Sinopsis:
Catherine Sloper es una rica heredera que, en el Nueva York de 1949, ha perdido la esperanza, si es que la tuvo, de encontrar un marido. Como todas las ricas herederas poco agraciadas tiene que soportar el desprecio de su padre y la indiferencia de los hombres apuestos. Hasta que llega a su vida Morris Towsend, un atractivo joven de la que se enamora más allá de la razón, que la conducirá a un viaje interior que cambiará su vida para siempre.
Algunos detalles de interés:
La transformación psicológica de Catherine es el elemento más motivador de la película. Desde los primeros planos, en los que aparece como una persona indecisa y sin personalidad que ni siquiera sabe sacar el mínimo partido a su físico, va cambiando hasta tomar las riendas de su vida sin importarle nada más que lo que ella misma considera que debe hacer. Este cambio pasa por perder la inocencia y por ser consciente del desprecio absoluto al que la ha sometido siempre su padre así como del interés económico que mueve a su pretendiente.
William Wyler, el gran maestro del melodrama, filmó esta película en 1949, de título original “The Heiress”, partiendo del guión realizado por Ruth y August Goetz quienes, a su vez, se inspiraron en la novela de Henry James “Washintong Square” convertida antes en obra teatral.
El Nueva York de Henry James, el mismo que plasmara en “La edad de la inocencia” la escritora Edith Wharton, se aparece ante nosotros como una ciudad presidida por el clasismo social, las convenciones y el interés de unos y otros. Una pléyade de arribistas luchan de todas las formas posibles por pasar a formar parte del stablishment, que se muestra cerrado y reticente.
La fotografía realizada por Leo Tover, en blanco y negro, abunda en magníficos primeros planos de los protagonistas. La esplendorosa fotogenia de Montgomery Clift es un potente reclamo ante los ojos de Catherine y ante los espectadores. En realidad, él solamente posee eso, su belleza, y es eso lo que puede ofrecer en ese mercado sentimental en el que se desenvuelve.
Olivia de Havilland (Tokio, 1916) realiza aquí una de sus grandes interpretaciones. La inolvidable Melanie de “Lo que el viento se llevó” pone su rostro sencillo y sus cualidades actorales al servicio de la composición de este papel de solterona sin habilidades sociales por el que consiguió un Óscar, un Globo de Oro y el premio del Círculo de Críticos de Nueva York. Perteneciente a una longeva familia dentro de la cual está también la actriz Joan Fontaine (1917-2013), con la que tuvo relaciones tormentosas, Olivia de Havilland continúa entre nosotros como el único superviviente de la película que la llevó a la fama.
La fastuosa música de Aaron Copland es un complemento perfecto a este melodrama que trata temas cenitales, como el amor idealizado, la diferencia de clases, el honor, la desconfianza, la traición.
Ralph Richardson es el padre de Catherine. Su interpretación muestra a un personaje ambivalente que quiere a su hija de una forma posesiva, pero que, a la vez, la desprecia por no considerarla suficientemente bella y, quizá, por sentir que su nacimiento lo privó de su esposa. La sobreprotección paterna se presenta aquí en uno de esos raros casos de traslación al mundo del cine.
El destino de ambos protagonistas en la vida real no pudo ser más dispar. Después del accidente que le desfiguró el rostro, Monty Clift, que había nacido en 1922, murió a los cuarenta y seis años, tras una espiral de drogas y alcohol que fue definida como “el más lento suicidio del mundo del cine”. Su carrera cinematográfica es desigual como su temperamento, pero tiene títulos maravillosos. Su presencia en la pantalla te hacía desear protegerlo y eso mismo le ocurría en la vida real, pues nunca dejó de ser el chico desvalido a quien su madre explicaba tozudamente que procedía de familias que fundaron el país. Por su parte, como hemos comentado, Olivia de Havilland continuó su carrera en el teatro y, sobre todo, en la televisión, se casó dos veces y sigue felizmente entre nosotros.
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