La construcción del relato en la ruptura amorosa
(Los amantes. Pablo Picasso)
Aunque pasar por un proceso de ruptura amorosa es algo que ocurre a la inmensa mayoría de las personas a lo largo de su vida no hay un manual de actuación y lo que suele hacerse es más por intuición, por necesidad o por simple desesperación. De la forma en que se encare una ruptura dependerá en gran medida la manera en que la persona afectada continúe afrontando el reto de la existencia. Y en muchas ocasiones un mal afrontamiento determinará secuelas que pueden perdurar más allá de lo necesario y de lo deseable.
Esto es particularmente cierto en el caso de los jóvenes pero no son ellos los únicos que ante una situación parecida se encuentran perdidos, con ese aire de expectación desconcentrada, como si en un combate de boxeo a uno de los púgiles le hubieran dado un golpe certero que a punto ha estado de mandarlo al K.O. Incluso cuando las relaciones vienen presididas por la confrontación, cuando se adivina desde tiempo atrás que algo no encaja, la sorpresa del que se ve abandonado es la primera sensación desagradable que se instala en su cabeza. Sin embargo, no es únicamente el rechazado el sujeto del problema, sino que también el que ha tomado la decisión necesita explicar y explicarse.
Construir un relato es la base de la recuperación. Porque un desengaño amoroso, una ruptura, conlleva siempre pérdida, búsqueda de un nuevo proyecto, desconcierto y desamparo. Tanto si eres joven como si eres adulto, tu cabeza tiene que ser capaz de crear un hilo conductor de los hechos que termine en una explicación convincente. Tienes que saber contestar a los porqués y tienes que lograr que esas respuestas sean lo más ajustadas posible a la realidad.
Resulta un asombroso milagro el hecho de que dos personas, cada una de ellas distinta a la otra, procedentes de entornos diferentes, de familias distintas, incluso de mundos apartados, de continentes lejanos, dos personas, en suma, alejadas entre sí y con su mochila de circunstancias a cuestas, coincidan en un punto del espacio y del tiempo para establecer un lazo. La durabilidad de ese lazo en ocasiones no depende de ellos. Se habla mucho de “luchar” por las relaciones; de “trabajar” el vínculo. Sin embargo, hay algo mucho más sutil, mucho más sencillo y, a la vez, más difícil. La fluidez que emana del contacto entre dos seres, contacto espiritual, personal, físico, es una cualidad que a veces no tiene explicación y que, por ello, no se puede forzar ni convertir en realidad si no existe. Puedes tomarle cariño a alguien con el roce, puedes establecer una sólida amistad a fuerza de que el tiempo y la vida te ponga cerca de otra persona, pero si no existe la fluidez inicial, el milagro, no habrá amor, será otra cosa.
El problema de la ruptura es, por lo tanto, que toca un punto muy sensible de la persona. Su amor propio, su autoestima. No solo te genera tristeza por la pérdida, no solo te causa desesperación por no haber sido capaz de mantener algo que te merecía la pena, sino que te genera dudas, dudas acerca de ti mismo. En la mayoría de los casos el amante desdeñado comienza por echarse la culpa. Si hubiera actuado de otra forma, si yo fuera distinto, si en esta ocasión me hubiera callado. Los “hubieras” abundan y abunda así la desesperación de saberse culpable. La sensación de culpabilidad es terrible, agota a las personas, las cansa, porque ya no hay remedio y no se puede volver atrás por mucho que se quieran borrar las consecuencias. El amante desdeñado quizá ha dedicado demasiado tiempo a pedir perdón. Hay personas que siempre piden perdón por todo y otras que nunca lo piden. El encuentro entre estos dos especímenes es dramático. No siempre es tan sencillo dilucidar la culpa o, mejor aún, la responsabilidad. Y hay algo que cuesta mucho aceptar cuando se pierde la partida: que, seguramente, esa era la persona equivocada.
Encontrarte con la persona equivocada y persistir en ello es otro motivo de frustración. No lograrás cambiarla, y, por mucho que lo pretendas con la mejor de las voluntades y el mayor esfuerzo (como si esto fuera un combate de boxeo) tampoco lograrás cambiarte a ti en lo esencial, eso que, decía Saint-Exupèry, es “invisible a los ojos”. Lo más que puedes hacer si te topas con la persona equivocada es reconocerlo y volver tus pies hacia otro sendero o resignarte toda la vida a ser alguien sufriente. Hay quien dice que a las personas les gusta sufrir pero eso son excepciones. El sufrimiento termina por cansar, porque no es creativo, ni estimulante, más bien te aliena y te paraliza.
Puestos a romper, puestos a que esa persona te ha dejado, con más o menos explicaciones, con más o menos tino, con más o menos cobardía (la cobardía es un ingrediente fundamental en las rupturas), tendrás que construirte un relato que te sirva de guía y de sujeción en tu nueva vida. Porque, no te engañes, tu vida será otra. La pérdida trae otra vida, que no tiene por qué ser peor, pero será distinta. Ese refrán español, tan nuestro “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” se basa precisamente en que preferimos aceptar que nuestra existencia es mediocre y tiene malos momentos junto a alguien que nos da una de cal y otra de arena, antes que salvarnos y buscar otro camino, que se presenta dudoso, sí, pero que, al menos, encierra una posibilidad.
El relato sirve para explicarnos a nosotros mismos qué ha pasado, cómo hemos actuado y qué ha llevado hasta el final. Sin ese relato muchas personas son incapaces de cerrar el capítulo. Lo mantienen abierto permanentemente con toda clase de interrogaciones en su cabeza, con preguntas constantes, con dudas que atormentan y que establecen un pugilato interior que te deprime o te infantiliza. A veces el relato presenta tales rasgos de dureza que es preferible no saber con exactitud qué ha sucedido, pero en ese caso nunca podremos avanzar en conocernos a nosotros mismos, lo que debería ser nuestra prioridad.
Quizá el primer aprendizaje que se desprende de una ruptura amorosa es que podemos andar solos. Sí, ya sé que no es fácil y que la dependencia emocional es un fenómeno que nos atañe a todos alguna vez, pero, si lo miras con la frente despejada y el corazón limpio, verás que en la balanza de lo bueno y lo malo esa dependencia te hace perder algunas cosas que no deberías dejar atrás ni siquiera por una felicidad aparente: la dignidad, la fuerza de voluntad, la libertad de elegir y de ser. Si alguien te dice que por amor hay que dejar atrás todo eso, te está engañando, te está obligando a vivir de una forma tan insana, tan alejada de las expectativas del ser humano en cuanto a su autoconcepto, que todo terminará estallando tarde o temprano.
Construir ese relato es algo que los psicólogos siempre recomiendan. Las personas que van a los psicólogos quieren, en realidad, alguien que les escuche, porque verbalizar supone poner negro sobre blanco lo sucedido y oírse contando una realidad que, de otra forma, no vería la luz en forma de palabras. Hay quien escribe su historia esperando hallar así el relato que ansía para reconstruirse.
Y hay quien tiene la enorme, inmensa, extraordinaria fortuna, de tener a alguien que escuche. Esa escucha activa ante quien ha sufrido una pérdida, una ruptura amorosa, un desengaño, es un bálsamo pocas veces reconocido en lo que vale. La conversación como instrumento de redención, como salvación ante conflictos emocionales que se enquistan y que, si se guardan dentro, terminan pudriendo el alma de quien los soporta en soledad. No somos conscientes de lo importante que es sentarse a escuchar con paciencia, sin reproches, sin consejos y sin preguntas, a esa persona que tiene algo que decir, que tiene que explicar para explicarse, que tiene que entender para entenderse, que vuelve una y otra vez sobre lo mismo hasta que halla la luz. Puede resultarnos pesado, podemos tener la tentación de decirle, desde la claridad externa que nos ilumina a los que no estamos sufriendo, déjalo ya, es inútil, olvídalo. Pero cometeríamos un error, porque el olvido tiene su tiempo y el relato tiene que construirse inevitablemente.
Todos, en algún momento, vamos a necesitar de ese alter ego que haga el papel de escuchante. Como las vecinas de las casas antiguas que desgranaban sus desdichas ante el auditorio comprensivo de las demás. Por eso deberíamos saber que ese quid pro quo no es otra cosa que el gran lazo que une a los seres humanos en la aflicción, una red, un salvavidas, algo que, lo dijo D. H. Lawrence, constituye una fuerza que es imposible de desatar.
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