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Hombres difíciles, chicas soñadoras



Los hombres atormentados atraen a las buenas chicas. Esa es una realidad que el cine reafirma en un sinfín de ocasiones. Son hombres con un perfil muy variado pero con un denominador común: son seres adustos, que guardan secretos del pasado, que necesitan imperiosamente la redención por el amor. Sus biografías son convulsas. A veces aparecen como altos ejecutivos de trajes impecables y ganancias estrepitosas; en otros momentos son militares que se lanzan a regenerar su vida por la vía de la disciplina; por fin, también los hay artistas que han tenido una infancia difícil y no soportan lo de estar a la sombra de los mediocres. Gente poco asertiva. Gente que no ha pasado por las manos de un buen coaching que les haya enseñado eso de hay que ser feliz, hay que mostrarse encantador, hay que mejorar la personalidad en seis cómodas lecciones. 

Tres tipos complicados que, en el cine, bien podrían llevar los nombres de Edward Lewis (Pretty woman, 1990), Johnny Castle (Dirty Dancing, 1987) y Zack Mayo (Oficial y caballero, 1982). Tres películas que tienen en común, aparte de poseer una banda sonora muy estimable y de gran éxito, el hecho de presentar un proceso de enamoramiento entre personas que, salvo en el cine, nunca se encontrarían. Como decía Proust, en realidad enamorarse es un mérito del sujeto y no del objeto, cuestión de miradas. Por eso son comedias románticas y no thrillers psicológicos. Por eso trata de sexo, ligues, sensualidad y atracción y no de matrimonios desencantados ni brujas despechadas. Por eso no las dirige Ingmar Bergman, sino, Garry Marshall (Pretty woman); Taylor Hackford (Oficial y caballero) y Emile Ardolino (Dirty Dancing). 

Edward Lewis (Richard Gere) vive para el trabajo, perdió a su padre sin que se dirigieran la palabra, tiene un montón de relaciones superficiales y no disfruta de la vida. Siempre colgado del teléfono, con ropa de marca y áticos lujosos en hoteles de cuya vista no disfruta, porque sufre de vértigo. Su trabajo es destrozar empresas, trocearlas y venderlas a cachitos. Se relaciona con tipos de cuello blanco que resultan ser individuos sin corazón. Y nunca, nunca, han pisado descalzos un césped. Así es imposible encontrar un hueco para un amor verdadero. 

Lo mismo le ocurre a Johnny Castle (Patrick Swayze). Trabaja en un complejo de descanso veraniego en el que tiene que ejecutar números de baile que no responden a su talento, lleva una doble vida casi oculta, sus ansias de libertad nunca se ven confirmadas por la realidad y está destinado a seguir siendo un tipo mediocre que hace cosas mediocres. Tiene que soportar los malos modos de los jefes y las insinuaciones molestas de las señoras de los ricos. Y todo para subsistir sin mayor gloria. Es un perdedor, para qué engañarnos. 

El caso de Zack Mayo (Richard Gere, de nuevo), ese tipo taciturno, lleno de problemas psicológicos, que solo puede remediar luchando contra sí mismo, lo llevará a desembocar en un ejército feroz en el que Louis Gossett Jr. lo va a acribillar a flexiones y a insultos. Señor, sí señor. La escena en la que el sargento intenta desanimarlo a base de gritos es la primera de este tipo que se desarrolla en el cine contemporáneo. Pero habrá dos posteriores que darán que hablar. Una tiene lugar en El sargento de hierro, película de 1987 producida, dirigida e interpretado por Clint Eastwood en la que Tom Highway, veterano de Vietnam y Corea, tiene que instruir a un grupo de desmotivados muchachos para que se conviertan en auténticos marines. 

Esa misma obsesión aparece en La chaqueta metálica, de Stanley Kubrick, estrenada en el mismo año y en la que el sargento de artillería Harmand, interpretado por el sargento de artillería Ronald Lee Ermey, protagonizaba escenas de una crudeza verbal inusitada en su tarea de instruir a los marines. 


Luego están ellas. Las chicas. Las tres tienen trazos en común, el principal de ellos es que sueñan. No han renunciado a sus esperanzas a pesar de que Vivian Ward (Julia Roberts) es prostituta y vive en un miserable piso compartido con una amiga que, ella sí, ha dejado de soñar. A pesar de que el trabajo en la fábrica y los fines de semana intentando ligar a un marine son tareas bastante humillantes, en el caso de Paula (Debra Winger). Y a pesar de que Baby Houseman (Jennifer Gray), aunque de buena familia, choca contra la realidad continuamente y empieza a darse cuenta de que no es oro todo lo que reluce y que ella no conoce del mundo nada más que el envoltorio. La vida no es un juego, le dice su hermana. 

Los hombres difíciles, atormentados, llenos de complejos y de dudas, duros, fuertes en apariencia, inseguros en el fondo, quizá tiernos (aunque eso no lo sabemos), tropiezan con las chicas que quieren seguir soñando, que se imaginan la existencia como un cuento de hadas, que han leído La Cenicienta y que, cada una a su estilo, ven en ellos al príncipe que puede sacarlas del letargo. Las calles de Hollywood Boulevard, la fábrica o la sobreprotección familiar, no son suficientes para ellas, sobran en realidad. 

Como ninguna de las tres películas continúa explicándonos qué pasa después del final feliz no tenemos constancia de lo que ocurre en el día después. Pero lo podemos imaginar. Zack Mayo asciende en el ejército y se marcha a un destino lejos de Paula, porque esta prefiere quedarse en su pueblo de origen para cuidar a su madre y tener a sus hijos en un entorno seguro. Entonces Zack, que no puede evitarlo, tropezará con una especie de bruja que no da tregua a los hombres y engañará a la pobre Paula, que acabará enterándose con el consiguiente disgusto. 

Edward Lewis se regenera al casarse con Vivian. Ella llega a estudiar en la Universidad y empieza a aburrirse al comprobar que hay muchos hombres inteligentes, interesantes y buenos, más allá de Ed, que se ha convertido en un tipo muy predecible porque ya no es malo ni nada, sino que ha desarrollado virtudes propias de un conservador cansado de la vida. 


En cuanto a Johnny, ¿cuánto puede uno durar siendo bailarín? Está claro que termina como coreógrafo en un teatro de mala muerte, lo que lo pone de un humor de perros. Y la chica, tan joven, se marcha a Europa a completar estudios y en París conoce a un chef francés, con el peligro que estos tienen, y se dedica a hacerse una buena cocinera cordon bleu, de esas de menú long et droite y ahí termina todo. 

Los directores de comedia romántica saben bien que no pueden rodar secuelas. Porque se descubre el pastel y se rompe todo. Ese es el motivo por el que nunca se ha rodado la segunda parte de Lo que el viento se llevó. 

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