La escuela tenía solamente
cuatro aulas. Era, pues, una escuela muy pequeña, la escuela más pequeña que he
conocido nunca. Las aulas estaban situadas dos a dos, unas orientadas al norte
y otras al sur. En medio de ellas, unos pequeños cuartitos indicaban los aseos.
La escuela era tan pequeña que no tenía sala de reuniones, ni de reprografía,
ni despachos, ni nada, nada salvo esas cuatro aulitas, enfrentadas entre sí,
unas al norte y otras al sur.
Era esa orientación la que las
diferenciaba. Las aulas que daban al sur eran muy alegres, pues recibían la luz
del sol de forma respetuosa y placentera, menos, en los meses de calor y mucho más
en los de invierno. La humedad se evaporaba como por arte de magia en sus
paredes cuando recibían los clamorosos rayos y el aire del viento sur, lluvioso
pero cálido. En cambio, las aulitas del norte eran sombrías, tenían siempre una
pátina de oscuridad y tristeza, porque el sol pasaba de largo y sólo recibían
el influjo de los vientos pesados del norte, los más fríos y racheados.
La escuela estaba en el centro
de una plaza. Era una plaza rectangular y elevada, a la que se accedía desde
las calles circundantes subiendo unas escaleras que estaban en las esquinas.
Las casas, de una sola planta, blancas, humildes e irregulares, rodeaban la
escuela a todo lo largo del perímetro de la plaza. Ésta tenía un nombre
poético: Plaza de la Soledad,
y así se llamaba también la escuela, que no tenía un nombre propio sino el de
la plaza, porque era como todos la conocían. Los niños decían “voy a la Soledad” y todos entendían allí que era uno
de los niños que tenían su aula en la pequeña escuela. Eran niños pequeños
porque sólo había tres niveles de primaria y estaban mezclados los niños y las
niñas, cosa extraña y única en el pueblo, porque esta escuela era diferente a
las otras.
La escuela era de color blanco,
un blanco de cal, con protuberancias y raspaduras, lleno de huecos que se
habían rellenado de forma manual, con unos desconchones más grises y unos
zócalos de ladrillo oscuro. Tenía unas ventanas anchas y alargadas, de madera
casi negra y no disponía de persianas. Por eso las maestras cosieron aquel año
unas cortinas rojas y blancas, de cuadritos, muy parecidas a los babis que
llevaban algunas de las niñas, con tela de retales que compraron en el
mercadillo. Las cortinas hicieron que las aulas parecieran casas y que la
escuela semejara un pequeño hotel, casi un hogar, donde pasaban lentas las
horas y donde siempre había un leve murmullo acompasado.
En la escuela había tres
maestras y un maestro. El maestro era un joven de treinta años, con el pelo
oscuro y los ojos verdes, muy guapo y entusiasta. Las maestras eran casi unas
niñas, todas recién terminadas, sin llegar siquiera a los veinte años. Una de
ellas tenía el pelo muy negro y lacio; otra, una melena castaña y rizada; la
tercera, por fin, tenía el pelo claro, casi rubio, ondulado y suave. La maestra
del cabello castaño era gallega y mezclaba las palabras en los dos idiomas,
trazando en la pizarra palabras que los niños no conocían al principio, aunque
luego llegaron a entenderlas, palabras de su tierra natal, recuerdos
nostálgicos de otros lugares más verdes, más lluviosos, de escenas de su
infancia y de su familia. Quería volver a Galicia y suspiraba por estar en sus
inviernos, protestando del sol y de la intensidad del calor de las mañanas del
otoño en la escuela. Tenía las uñas muy largas y el rostro anguloso, con unos
ojos claros y quietos que veían más allá del sinuoso marco de la carretera que
llevaba a la plaza y a la escuela que había en ella.
Otra de las maestras estaba a
punto de casarse. Todas las tardes repasaba durante el pequeño recreo las cosas
que aún le faltaban por comprar, los detalles del ajuar, del piso, comentando
las pequeñas obras que hacía, el encargo del convite y de los vestidos de
novia, las cartas que recibía de su prometido y las peleas familiares por mil y
un conflictos que surgían todos los días en la preparación del matrimonio. Ese
era su tema de conversación casi diario y las otras maestras la miraban en
silencio sin entender casi nada de su preocupación y sus desvelos, pues ninguna
de ellas veía que casarse formara parte de sus vidas en ese momento.
La tercera maestra era más
joven que las otras y tenía más entusiasmo, más ilusión por enseñar. Tenía la
suerte de saber que eso era lo que quería hacer (algo que muchos maestros no
logran sentir nunca) y preparaba cuidadosamente cada día los rincones, las
fichas, los archivadores, los pupitres y lápices. Usaba un cuaderno en el que
anotaba las cosas de cada día, un diario de clase de tapas duras y rojas en el
que reflejaba el trabajo, las compras, los progresos, las ideas que se le
ocurrían conforme iban pasando las horas. Las horas se unían unas a otras
formando días. Los días se sucedían y estaban llenos de tareas, pero ninguna parecía
igual a otra, porque todas tenían su secreto y en ellas siempre florecía algún
niño, alguien que descubría, por fin, una pequeña esquina del saber.
A la escuela llegaban, todos
los años, la Navidad
y el Carnaval. El mes de diciembre era la antesala de las dichas y todos
preparaban con esmero las aulas para recibir la buena noticia. En la esquina se
colocaba un nacimiento, hecho con figuritas de plastilina, de papel o de barro,
que los propios niños traían y organizaban. Había también tiras de espumillón
en los dinteles de las puertas y las ventanas; figuras recortadas colgadas de
un hilo en las pizarras; adornos pintados en los cristales con unas plantillas
que hacían las maestras con mucho cuidado... Los niños llevaban panderetas y
zambombas y todos los días, al final de la jornada, ya en la tarde, se cantaban
villancicos antes de que la escuela se quedara sola, muda y sombría. Los
últimos días antes de las vacaciones, había funciones de teatro y los niños se
vestían de pastores, de vírgenes y santos, recitaban poemas y hacían juegos y
carreras en la plaza, en torno a la escuela, porque no había patio de recreo y
la plaza era el reino de la escuela.
Cuando ya había el invierno
llegado casi a su fin, amanecía el Carnaval. No había que enseñar la música ni
la letra: todos los niños sabían tocar el tambor con un palito hecho por ellos mismos;
soplaban con decisión el pito de caña y cantaban estribillos. El Carnaval había
sido siempre cosa de todos ellos y en sus casas, las madres hacían disfraces de
casi todo: de retales viejos, de restos de telas, de papel, de purpurina, de
cartón...El Carnaval llenaba la plaza de animales, flores, palomas, payasos,
indios, mosqueteros y hadas. Todas las niñas querían ser hadas y todos los
niños querían parecerse a D´Artagnan. Los días anteriores a la fiesta pasaban
mucho tiempo pintando caretas y carteles con grandes letras que invitaban a
todos a celebrar que, pronto, la primavera acabaría con la tristeza del
invierno.
Uno de esos carnavales, la
tercera maestra se enamoró. Vio al maestro con un disfraz de bandido, con el
rostro tapado con un antifaz, excepto los ojos. Los ojos eran verdes, verdes y
tenían puntillitas de color dorado alrededor de la pupila. Imposible resistirse
a esos ojos si una tiene menos de veinte años y todavía no ha recibido ninguna
carta de amor. Fue el primer amor para ella y el último verdadero para él,
pues, cuando la tercera maestra se marchó, terminó casándose con una guapa
muchacha que no llegó a entender nada de sus extrañas aficiones: buscar piedras
viejas y hachas de sílex; hacer mapas donde señalar los restos de castillos y
haciendas de otros tiempos; coleccionar libros antiguos...
Los niños de la escuela eran
felices. Todo el mundo lo notaba y lo entendía como algo natural. El motivo de
su felicidad es muy difícil de describir, a pesar de todo. Fueron sólo unos
años pero les sirvió para siempre: rellenaron el vacío y la pobreza con versos
de poetas que leían hora tras hora; guardaron en su interior las muchas tardes
de canciones y de risas; conservaron en su memoria las imágenes de las maestras
y los ojos verdes del maestro, siempre risueños. Son muchos tesoros, desde
luego, suficientes para quiénes no habían tenido nada de eso antes y no
volverían a tenerlo jamás. Pero hay ciertas cosas que, una vez poseídas, duran
toda la vida.
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