La cara y la cruz


La señorita Marple decía siempre que la naturaleza humana es la misma en todas partes. Ella encontraba paralelismos de sus vecinos de Saint Mary Mead en todas las mansiones rurales de Inglaterra, a las que acudía invitada y en las que siempre descubría al asesino.
Las situaciones de la vida, las que son complejas y las aparentemente sencillas, siempre muestran el heroísmo y la canallada, las actitudes honestas y las mediocres o pérfidas. Por eso, la señorita Marple, aunque era muy desconfiada, no quería decir que todos somos iguales, sino que en todas partes cuecen habas, es decir, que en todos los lugares del mundo hay gente mala y gente buena. También a nuestro alrededor.
Esas ideas han ido dando vueltas en mi cabeza recientemente y, mira por dónde, este sábado, en el que suena el rumor del agua de la depuradora a dos pasos de donde escribo, me ha traído, en ese revuelto con espárragos que es Internet, una película que muestra la cruz de lo que ayer ví en otra película, esta vez, la cara. La cara es, sin dudarlo "Doce hombres sin piedad". La cruz "La solución final".
Ambas películas tienen un elemento común y muchas diferencias. El elemento común es su estructura: una mesa en torno a la que unos hombres hablan en relación al tema que los ha unido. Ambas transcurren prácticamente en tiempo real, en el tiempo que dura la película, como la famosa serie de Jack Bauer/Kiefer Sutherland, 24. Las diferencias son muchas, pero de las dos pueden aprenderse cosas y, para la mente de nuestros estudiantes, para su formación, considero que de las dos se desprenden enseñanzas que hay que conocer.
"La solución final" recoge la reunión que se celebra el día 20 de enero de 1942, en una mansión al sudeste de Berlín, entre destacados miembros de las SS y otros mandatarios nazis. El motivo de la reunión, como indica el título de la película en español (en inglés lleva el menos acertado de "Conspiracy"), es lograr la forma de llevar a cabo el genocidio judío de la manera más práctica, útil y barata. Lo más estremecedor de la película es que estos nazis aparecen como personas normales, que comen, beben, charlan, ríen y hasta son aficionados a la música (bueno, esto ya lo sabíamos, también lo era Al Capone).
Únicamente los uniformes que visten y el contenido de la conversación nos revelan que se trata de un clan monstruoso con un objetivo que aún la mente humana no ha logrado comprender. Tres de esas personas tienen el liderazgo de la reunión: Heydricht (Kenneth Branag), Stuckart (Colin Firth) y Kritzinger (David Threfald). Además, Stanley Tucci en un papel protagonista. Frank Pierson, el director, fue guionista de directores como Sidney Lumet, que, curiosamente, es el director de la otra película, en las antípodas de ésta, que quiero comentaros: "Doce hombres sin piedad". Ahí está el trabajo de Sidney Lumet, en su primera película como director; del gran Henry Fonda, como productor y actor; del autor de la obra de teatro y guionista en esta versión cinematográfica Reginald Rose y de un elenco maravilloso de actores.
La gran diferencia con la anterior está en que aquí emerge la esperanza y lo hace en forma de justicia. La justicia para todos, porque todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Aquí la justicia funciona y logra que las dudas razonables eviten la pena de muerte. En la película anterior, la pena de muerte se ha decidido sin juicio ni alternativa, aquí la pena de muerte está en manos de doce hombres de los que once parecen estar seguros de la culpabilidad, pero el número doce tiene dudas. En la duda, en todas las dudas, están las posibilidades de que la justicia se abra paso y de que la razón funcione. Porque esta película es, además de un drama judicial, un canto a la razón, al individuo como ser pensante, dialogante y defensor de sus propias ideas y principios, aun en contra de todos.
La he visto cientos de veces, como mucha otra gente que la considera "su" película. Y siempre me pregunto qué habría hecho yo de estar en el lugar del jurado número 8. ¿Hubiera sido capaz de mantener mi opinión contraria a las otras once personas? ¿Hubiera aguntado las bromas, las risas y los insultos? Idiota, le dice otro de los jurados. No sé si hubiera sido capaz. Me preocupa pensar que no lo hubiera sido. Que me hubiera dejado convencer por esa mayoría que arrastra. ¿En cuántas ocasiones he renunciado a mantener mis propias ideas, a defender aquello en lo que creía por evitar ser el elemento discordante?
El jurado número 8, el arquitecto David/Henry Fonda (en su mejor papel, con esa mirada dorada tan, tan, expresiva) no pierde los nervios, no se exalta ni insulta, pero tampoco se calla. Dice las cosas que piensa, tiene claro su objetivo y, sobre todo, hace de su duda un método. Dudo de esto, por lo tanto, hay que hablar, pensar, reflexionar, reconstruir, relatar, discrepar, discutir, opinar, volver a pensar, volver a reflexionar...El dilema moral de dejar pasar las cosas sin comprometerse nos asalta a todos y esta película lo pone de primer plano. En este caso, dentro de un contexto judicial en el que la pena de muerte aparece en el trasfondo, pero hay otros miles de momentos en la vida en el que uno debe defender una causa justa, incluso a tí mismo y tus hechos, contra todos, contra todo.

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