La gente que lee
El otro día leí por casualidad (o mejor, yendo de un lado a otro en Internet, como suele ocurrir) un post de un blog en el que alguien celebraba haber leído por primera vez "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen. La autora del post hacía una reseña del libro y de la edición, de forma que, a continuación, algunos lectores dejaron sus comentarios. Me resultó interesante ver cómo el primer acercamiento a esta autora genera adhesiones inmediatas o todo lo contrario. Y también observé esa extraña comunidad que se forma en torno a un libro por parte de las personas que lo han leído. Comentar un libro entre un grupo de lectores resulta un curioso ejercicio de confrontación de ideas. Hay muchas formas de entenderlo, muchas claves internas que llegan a unos y a otros, muchas vivencias previas que condicionan la lectura y la opinión... Hay, quizá, algo común en todo ello, algo que aparece en toda la gente que lee. La gente que lee es como un baúl que se va llenando. Cada libro que se lee, o al menos, muchos de ellos, va rellenando los huecos de ese baúl y, con el paso del tiempo, el baúl, que estira como chicle, sigue llenándose de forma indefinida. En los ojos de la gente que lee se observa ese guiño de complicidad, esas referencias comunes que te acercan, inmediatamente, a una determinada persona. Lo he notado y lo noto todos los días. Unos extraños coinciden en un determinado lugar y momento. La mención de un libro, que ha resultado ser lectura común a varios o a todos, genera de inmediato una corriente de entendimiento, unos lazos, independientemente de quiénes o cómo sean esas personas. Ser lector es una suerte, porque ¿qué determina que unos lo sean y otros no? ¿por qué unos niños llegan a ser adultos lectores y otros no se adentran nunca en este camino de la lectura? Seguramente, como yo, habéis tenido ocasión de ver de cerca a un niño disfrutando enormemente con la contemplación de un libro de dibujos (aquí ya hay un pre-lector) o con la lectura de un libro que le está resultando apasionante. Lo mismo puede decirse de un joven, de un adulto, de un anciano. Porque la lectura no tiene edades y no hay que estar ni siquiera en buena forma física para leer, si acaso ponerse, cuando llegue el momento, unas buenas gafas.
Me pregunto cómo me convertí en lectora. Y esta pregunta me la he hecho hace bien poco, tratando de recordar algunas claves que pueda trasladar al trabajo diario que hacemos en el Instituto. Qué había allí, qué me empujaba a los libros, cuál es el motivo por el que, desde siempre, me veo a mí misma con un libro en la mano y con un cuaderno en la mano, en ese doble ejercicio de leer y escribir. Desconozco el motivo por el que algunas personas que viven en el mismo ámbito familiar tienen diferentes formas de acercamiento a la lectura. Unos llegan a ser lectores y otros no. Es un misterio. Lo que sí recuerdo es el absoluto disfrute de encontrar un buen libro, un libro que te llegue y que te entretenga. Creo que es un disfrute común a todos los lectores. Por eso solamente valdría la pena leer. Pero ¿cómo podemos hacerlo entender a los alumnos? Porque, si ellos vivieran en primera persona que un libro te hace disfrutar, pasarlo bien y encima, te acompaña, entonces la lectura sería cosa necesaria para ellos y no habría ni que animarlos. Pero ¿cómo se logra que den el primer paso?
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