Liberar la palabra
En mi pandilla de juventud había dos muchachos muy diferentes que ya han muerto, uno a los 39 años en un accidente de tráfico (Juan Cabrerizo, médico internista) y otro hace unos años, de cáncer (Pepe Cuenca, profesor de Filosofía). No tenían nada que ver el uno con el otro, salvo que estaban siempre juntos y se conocían desde niños. Los recuerdo muchas veces porque, como ocurre con todas las personas que nos han acompañado en nuestra infancia y nuestra juventud, aparecen mezclados con las imágenes y las experiencias de la vida, a poco que pongamos en marcha el mecanismo de la memoria. Al encontrarme con este libro de Azar Nafisi, la autora de "Leer Lolita en Teherán", he recordado algo de Pepe Cuenca y, por analogía casi, ha surgido también el recuerdo de Juan, aunque él no tiene nada que ver en la experiencia que os voy a contar.
Veréis: Pepe era profesor y organizaba muchas cosas con sus alumnos, porque era muy activo y le gustaba de veras la enseñanza. Aunque había estudiado Magisterio porque no tenía medios económicos para otra cosa en aquellos momentos, luego siguió diferentes estudios y, tras diversas vicisitudes, cuando murió era profesor de Filosofía en un Instituto de Chiclana de la Frontera, donde se levantó una casa misteriosa, blanca y muy especial, que daba al mar de Sancti Petri. En una de esas ocasiones en que llevaba a cabo actividades con los alumnos se le ocurrió "liberar la palabra". No era muy aficionado a leer pero sí a despertar en los alumnos la fuerza de las convicciones. Por eso les animó, con ocasión de una efemérides, no recuerdo ahora cual, a que escribieran sus pensamientos y deseos en un papel y esos papeles, una vez escritos, no los metió en el vientre de una ballena, ni en una botella de cristal, sino en unos globos de helio que, convenientemente llenos, surcaron los cielos de Sevilla (entonces creo recordar que él trabajaba en Bellavista) llevándose la ilusión y el deseo de tantos niños. Los alumnos pidieron de todo, escribieron de todo y, aprovechando que alguien quería oir lo que tenían que decir, elevaron al aire sus mayores esperanzas, en globos blancos y verdes (porque esos eran los colores de Pepe y no busquéis el motivo en nada deportivo).
Esos alumnos no encerraron dentro de sí sus dudas, sus miedos, sus incertidumbres, sus inseguridades, sus certezas, sus luchas, sus expectativas, sino que, animados por el profesor (que sabía tanto de esos sentimientos encontrados) lanzaron al aire, "liberaron" sus palabras y, de esa forma, se sintieron mejor, reconfortados con los demás y consigo mismos.
Ese poder liberador de la palabra, que es el mismo que vemos cuando alguien, en un discurso, lanza al oído de todos sus pensamientos e ideas; el mismo que observamos en la gente que lucha sin descanso, no una hora, sino toda la vida; ese poder liberador está en los libros de Azar Nafisi y es ahí donde ella ha encontrado la forma de exorcisar sus fantasmas y de mostrarnos, abriendo una puerta tercamente cerrada, lo que se esconde detrás del fundamentalismo: la negación de la libertad de las personas.
Cosas que he callado es un inmenso testimonio y, por eso mismo, no debería pasar desapercibido. Hablar en primera persona de lo que uno ha vivido tiene una gran dosis de valentía implícita; hacerlo cuando el telón de fondo de esa biografía es un régimen totalitario que anula la capacidad personal de decidir sobre tu propia vida, es mucho más difícil.
Quizá nuestros alumnos puedan acercarse a la lectura de este libro, que podemos recomendarles o, al menos, hacerles llegar en forma de fragmentos, y aprovechar su lectura para hablar y debatir sobre situaciones que se están dando en el mundo ahora mismo, en este instante preciso en el que ellos disfrutan de una preciada libertad de pensar y de ser. Esta reflexión, a partir de una historia mostrada en primera persona, resultará mil veces más útil que una lección de historia. Porque de eso se trata.
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