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Mostrando entradas de agosto, 2015

El largo y cálido verano

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El verano es un cuadro impresionista. Un camino bordeado de árboles dorados. Un espacio sideral, único, en el que las voces se mezclan con el canto de los grillos. Un lugar en el que nos encontramos, tú y yo, en el abrazo. El calor se funde en los cuerpos. El sudor nos llena de esa pátina helada que nos estremece. El verano es un cuadro impresionista. Pinceladas, colores, aire libre, dos figuras que caminan una al lado de la otra sin destino y sin origen. Solas. He sentido tu aliento y he buscado tu boca. He hallado tu cintura sin poderlo evitar. Te he besado. Y una constelación de fuego y de caricias se ha elevado conmigo. El verano, las noches, las flores en el borde del camino, todo se funde en todo, como si no pudiera evitar la esperanza. Así los sueños se escriben en verano, con la imagen de quien convierte la vida en vida. Sueños y espacios libres de mentiras. Realidades cansadas. Las noches se han escrito con risas y con sueños. Una vez me miraste, lo sé. Porque sent

Ingrid Bergman: Volcánico iceberg

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Un amigo me ha recordado que se cumple hoy, 29 de agosto de 2015, el centenario del nacimiento de Ingrid Bergman. Si repasas la prensa del día podrás encontrar referencias de todo tipo. Datos, noticias, filmografía, críticas, reseñas biográficas. Nada de esto, pues, valdría la pena repetir aquí. Más bien lo que yo podría decir, como espectadora, es algo de carácter más personal. También más discutible. Porque ella, como otras tantas actrices, no es solamente un rostro en la pantalla, sino una parte de mi vida y de la vida de mis padres y de mis abuelos. Es parte de una historia total que no es posible desentrañar sin acudir a los recuerdos más personales.  Ingrid fue una huérfana con todo lo que ello significa. Las biografías lo señalan sin más pero hay que pensar en una niña criada sin padres que tuvo claro desde siempre lo que quería hacer: interpretar. Esa férrea vocación es algo que admiro. Que me llena de esperanza en que siga existiendo gente capaz de luchar por lo que

Bailar

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En esa frontera de la niñez a la adolescencia que son los trece años, larguísimos y llenos de conflictos internos, aprendí a bailar. Los sábados por la tarde, en el enorme patio de mi casa, había siempre chiquillas bailando al son de las músicas de moda. A algunas les costaba tanto que terminaron por convertirse en pinchadiscos. El baile no se había hecho para ellas. Los chavales pedían permiso para entrar y mi madre sonreía y se lo daba. Entre ellos había de todo, travoltas, tímidos y aprendices de intelectuales. Como en la realidad. Mi madre estaba siempre atenta a todo, nada escapaba a su observación pero era feliz viendo que la vida continuaba. Ella misma había sido una niña bailarina.  Más tarde, fue el club el sitio que recibía mis ansias de bailar y de escuchar música. En los veranos gloriosos, la música definía los tiempos, las acciones, los sentimientos. Tarareaba todas las canciones, compraba los discos, intercambiaba letras. Me movía a compás. No andaba, sobrevolaba

Días

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 Cuando era niña me fascinaba el paso del tiempo. Quizá por eso me gustaban tanto los relojes y los calendarios. Construía mis propios calendarios con los días de la semana y los días del mes, a base de colores, de recuadros, de fechas y avisos. Además, atribuía a cada uno de los días de la semana un color diferente. Creo que no he contado esto a nadie antes de ahora. O sí, lo expliqué una vez a mi "mejor amigo" de turno, que estudiaba Económicas en Madrid y que me hacía el mismo caso que a una sombrilla de playa en tarde de invierno.  El lunes era violeta, un color misterioso, una puerta a lo desconocido. Nadie sabía lo que cada semana traería consigo, era una incógnita como esas que aparecían en las matemáticas, la asignatura que más odiaba porque no conseguía entender ese baile de signos y de números. Para solventar el problema ingenié un sistema muy sencillo cuando estaba en el colegio. El trueque. Yo hacía las redacciones a mi compañera Mamen C. y ella me resol

"Intimidad" de Hanif Kureishi

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Intimidad, el libro de Hanif Kureishi , se escribió en 1998, se publicó un año después y yo lo compré en 2005, en una edición de la colección Compactos de Anagrama , de ese mismo año. La traducción corre a cargo de Mauricio Bach . En ese momento, sin embargo, no lo leí. Como otras veces, me atrajo el título, la portada del libro, esa única palabra y quizá, no lo recuerdo ahora, la sinopsis. El caso es que se quedó en la librería de puertas acristaladas y allí ha estado hasta ahora esperando su lectura. Ha esperado diez años. El tiempo necesario para entender a Jay , el protagonista. Los libros, ya se sabe, son muy pacientes y pueden pasarse toda la vida esperando. Mucho más pacientes que las personas.  Aquel no era el momento de leerlo, ahora lo sé. Tal vez no lo habría entendido, no habría supuesto una sacudida como en estos días de finales del verano, cuando la vida ha traído aconteceres que sirven para explicar las cosas que el libro narra con sencillez, sin tener qu

Tres niños

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Jugaban en la calle casi desnudos. Tenían los ojos muy oscuros, con una oscuridad desconocida para mí. Yo era la persona extraña que los contemplaba, que los distraía de sus juegos, unos juegos efímeros, construidos sobre la imaginación, sin artilugios, sin aparatos, sin juguetes. Los niños que juegan sin juguetes son los más sabios del mundo. No necesitan instrucciones, manuales o cajas de cartón que hay que convertir en basura para contenedores de reciclaje. Los niños que juegan sin juguetes son invisibles a los ojos de casi todos. Nada llama la atención en ellos salvo su quietud, esa clase de postura estática que los aleja del bullicio. Un niño bullicioso es un niño que tiene en su casa, al menos, una nintendo o una play. Los niños de esta ciudad azul juegan en las calles sin otro aditamento que sus manos.  Te miran. Reparan en ti. Podrían volar cometas. Si tuvieran un trozo de papel de seda de alegres colores, unas cañas para cruzar, unas cintas o unas cuerdas, restos de t

Mejor azul

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No encontrarás en él yates lujosos en cuyas cubiertas posan para las revistas chicas doradas de biografía célebre, que ofrecen su bronceado a la consideración de la crítica más feroz. No hallarás zonas VIPs, ni restaurantes con estrellas, ni reservados en los que se cuece la vida de un país que, en verano, adormece. No, carreras de caballos al pie del agua. No, el paraíso del ladrillo convertido en hoteles infamantes. No, personajes que pasean su última conquista delante de los paparazzi que hacen guardia.  No.  El pueblo es un anacronismo de piedra ostionera, de barquitos de pesca, en medio de un océano de playas cada una de las cuales ofrece al visitante una cara distinta, una manera de relacionarse con el mar hecha de elementos nuevos y antiguos. Aquí todo tiene la pátina del tiempo. La antigüedad no es un concepto vano. Si excavas, aparecen los romanos. Si miras desde arriba, los ves de nuevo. Una cuadrícula tensa, el cardo, el decumano. La historia se abr

Entre mujeres

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No sabría definir la amistad entre mujeres. Un sentimiento de complicidad, tal vez. Un baluarte frente a los hombres, esos contrarios que ocupan la mayor parte de nuestras conversaciones. Una misma filosofía de la vida. Unas vivencias que incluyen la confidencia, la charla reposada, la efervescencia de las noticias nuevas, el llanto, el consuelo. Viví de cerca un ejemplo de amistad entre mujeres en mi propia infancia. Mi madre y Manolita. Mi madre era diez años menor que Manolita, aunque murieron con solo un año de diferencia. Al principio, Manolita era la maestra, pero luego, cuando el tiempo fue pasando, mi madre ocupó su sitio preferente en aquellos temas que dominaba: los libros, las películas, la política. Manolita era la sabiduría cotidiana, el manejo de la casa, la crianza de los niños. De mi madre era el saber etéreo, el menos femenino quizá. Una mujer sencilla y una mujer complicada. Ambas transitaron juntas durante cincuenta años. Muchas parejas duran bastante menos. La

"Mañana puede ser un gran día" de Betty Smith

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A veces pienso cuántos libros hay por leer, cuántos autores por conocer y descubrir. Títulos y títulos. Nombres y nombres. Historias e historias. Cuando mi hijo era pequeño siempre usaba esa frase "escribir historias". Denominaba así, de esa forma, "historias" a las cosas que se le ocurrían, a las aventuras que su imaginación plasmaba, primero en forma de dibujos, sin palabras, y luego en largos textos.  El tiempo de las historias no ha pasado para mí. Sigo enhebrándolas a cada momento y también buscándolas, hallándolas, en los libros que encuentro a mi paso. Vas a una librería y rebuscas entre los libros, como si fuera un género amigo, que te llega y te subyuga, que te llama. Así encuentras libros como este, libros "pequeños", libros que no leerías si no fuera porque investigas encima de la mesa de los mostradores de las librerías.  Años veinte, Brooklyn, una chica de diecisiete años. Tiene un trabajo precario y, a pesar de todo, entrega el peq