Veraneo en los pueblos
Cuando era chica yo nunca fui de veraneo. En mi casa éramos muchos hijos y teníamos poco dinero. La suerte era que vivíamos en una ciudad marítima, rodeados de caños, esteros, océano y playas. De manera que pillabas el autobús o nos llevaba mi padre y eso era un veraneo de diez. Con su cine de verano junto a la casa, con las tardes tranquilas charlando con las niñas, leyendo todos los libros posibles, riéndonos y jugando en casa los hermanos y sentados en el escalón de la calle a tomar el fresco. No era un pueblo, sino una ciudad llena de militares, capitanías, reemplazos, soldados y marinos. Pero, en realidad, el reino era la calle, mi barrio y, desde la adolescencia, mi club de jóvenes. Sin olvidar los paseos por la calle Real, arriba y abajo, encontrando a la gente de la pandilla, o de la pandilla inferior, o del instituto, gente en fin con la que andabas y charlabas. Un lujo.
Sin embargo, siempre me ha ido la aventura. Y me buscaba las vueltas en cuanto podía para salir de la rutina y plantarme donde fuera, con familia o con amigos, me daba igual. Y uno de esos sitios a los que guardo un cariño infinito y almaceno recuerdos del alma es, precisamente, el Barrio Jarana. El Barrio, dicho así simplemente como se suele hacer, es una especie de pedanía que pertenece a Puerto Real, y que está en un cruce de caminos que llevan a Chiclana, al mismo Puerto Real, a San Fernando o a Cádiz. Algunas calles, una carretera, chalets hechos cada cual a su modo, viveros, algunos bares y tiendas, la parroquia, antes un colegio que ya no existe, y muchas calles sin asfaltar. Ahora hay cerca un campo de golf pero eso es moderno. Lo importante del Barrio Jarana no es el urbanismo sino la gente, los lazos, los momentos. La verbena con sus carreras de cintas, sus damas de honor y su reina. Los paseos por las cañadas a cualquier hora. La tranquilidad de no tener más ruido que los pájaros. Las tardes a la sombra en el porche. Las comilonas sin control, con mucha gente.
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