Besos de película
/Jean François Millet, pintura/
El cortijo se llamaba La Laguna Seca. Tenía una esplendorosa entrada con columnas y dos enormes palmeras. Un pavo real se paseaba y abría su cola ante el asombro de los visitantes. A un lado, los quesos, el requesón, la zona de lavar la ropa, el aula que el maestro rural usaba para dar las clases a los niños. De otro, el toril, los artilugios de esquilar a las ovejas, las cuadras. En medio el gigantesco patio, con baldosas de barro cocido siempre polvorientas. Y al fondo, una doble subida de escalera exterior de piedra que conducía a la zona de vivienda. A la izquierda, las dependencias del marqués. A la derecha, las del administrador. Y todavía más al fondo, como si quisiera pasar inadvertida, una habitación forrada de tela metálica en la que estaban las colmenas. Y en un recodo, el cuarto de los quesos, rodeados de cuerda y estambre para que se secaran. Todo el cortijo era un enorme mundo que funcionaba por sí mismo, rodeado de campo y vinagrillos, al lado de los caminos que conducían a los pueblos de alrededor, a las fincas cercanas, al lago, al río. La naturaleza había sido generosa con este lugar y, cuando nadie podía imaginarlo, llegaba la lluvia y aliviaba el calor y en una noche extraña, hubo un eclipse de luna que conmovió a todos. Aquello era el paraíso de los niños, los de la casa y los de fuera, que corrían sin control por los alrededores, que se comían los pequeños botones verdes que crecían alrededor del muro de entrada y que se subían a los caballos de dos en dos y sin silla de montar.
Una vez floreció un romance imposible. Las niñas fueron testigos callados de aquello. El capataz iba siempre a caballo, con unos zahones de piel y una camisa de cuadros que se arremangaba hasta el codo. Llevaba sombrero y una fusta en la mano y tenía una voz potente y prodigiosa. Más prodigiosos aún eran sus ojos, verdes a veces con la luz del día, grises cuando caía la noche, con un sorprendente punto de azul en ocasiones, cuando alguna cosa lo sorprendía. La hija del marqués era una de esas muchachas modernas que van en descapotable y llevan siempre un pañuelo de colores al cuello. Las niñas la observábamos admiradas, era segura, lista y se reía mucho. Y una tarde, cuando ya el sol estaba a punto de despedirse y había teñido de rojo todo el horizonte, nos asomamos al cobertizo de la entrada sin hacer apenas ruido. En una esquina estaban ellos dos, el capataz y la muchacha, y se abrazaban y besaban con esos besos de película que nosotras, entonces, estábamos seguras de que no existían en la vida real.
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