Henry Fonda y la tempestad sobre Washington
(Foto de rodaje de Henry Fonda y Bárbara Stanwyck)
Anoche soñé con Henry Fonda. Fue el último sueño de la noche y por eso lo recuerdo bien. Era el Henry Fonda de "Tempestad sobre Washington", el de 1962, cuando tenía cincuenta y siete años. Esta mañana he vuelto a ver la película. Es una película magnífica, con multitud de detalles de interés. Cine político pero no solamente. También cine sobre las personas y sus más ocultos pensamientos, sus manejos, sus contradicciones y la forma en la que se destrozan unas a otras. Incluso cuando se pretende llegar a un buen objetivo, a un objetivo que haga posible el bien, hay maniobras que producen un daño irreparable. La película habla de cómo los "pecados" del pasado nos persiguen. Y sobre la necesidad de perdonarse a uno mismo como paso previo para librarse de los demás. La historia aparente analiza los entresijos de la política americana. Pero si te fijas con más detenimiento o ves la película unas cuantas veces como he hecho yo entonces hallarás algo más. Puede que pienses en ti mismo, si acaso el miedo te ha convertido en rehén de alguien o de algo.Ese algo más es la pervivencia de la mentira, de la ocultación. El personaje que interpreta Henry Fonda sabe que, en un momento dado, ha de sincerarse con la persona más importante de su vida: su hijo adolescente, John. Pero el caso contrario es el del senador Brig Anderson que, llegado ese mismo momento de cuerda floja, no es capaz de decirle la verdad a la única persona que debía importarle: su esposa. Esa ocultación desencadena los acontecimientos. El miedo otra vez, oh, el miedo, ese atroz enemigo que te cercena la espontaneidad y hasta te destroza la vida. Si Brig hubiera sido sincero con ella las cosas habrían cambiado, pero desconfió de la capacidad de su mujer para entender y perdonar y de la fuerza de él mismo para perdonarse y comprenderse. He aquí la gran diferencia entre un personaje y otro. He ahí la fuerza bienhechora de la verdad y la negativa de la mentira. "Si pudiera decírtelo", dice Brig a su esposa cuando ella, llorando, le pide sinceridad. "No creo que pueda", continúa. La mentira instalada durante años ocupa demasiado espacio. Se ha acostumbrado a vivir ignorándola hasta que surge con la fuerza de una explosión, de una tempestad, como dice el título de la película.
"Advise and Consent", el título original de la película, está basada en una novela escrita por Allen Drury que había ganado el premio Pulitzer. Otto Preminger la convirtió en película con su buena mano para este tipo de cine, haciendo que el relato parezca una obra de intriga, donde los acontecimientos se van sucediendo a modo de inevitable drama griego. Una casi comedia que acaba en tragedia. El cambio se percibe también en los personajes. Gene Tierney, que hace un delicioso papel de amiga especial del jefe de la mayoría, Walter Pidgeon, viudo y sensato, lo dice así en una charla con el senador que interpreta Peter Lawford: "Estamos serios, verdad?". ¿Por qué no habló con sus colegas, el resto de senadores, los de mayor confianza? se pregunta el líder de la mayoría ante las incongruencias en la conducta del senador Brig Anderson. Porque la mentira no dejó de florecer en ningún momento y porque no se perdona él mismo su conducta del pasado, inefable e inocente conducta de juventud que otros están ahora mismo manejando en su contra. Porque la maldad existe. Y aquí la personifica, aunque no quiera parecerlo, el senador más antiguo, el irónico y sarcástico y hasta sádico, Charles Laughton, en uno de esos papeles ambiguos que le van también y que dan miedo (otra vez la palabra). El senador Cooley no es solo el terror de la oposición sino de su propio partido. Así representó Drury los interiores de la política americana: enemigos en todas partes. El cine nos ha mostrado muchas veces esa historia tras las bambalinas aparentes de los túneles del Senado.
Hay momentos en la vida de una persona en los que se siente absolutamente vulnerable. Todo un senador, por quien los aviones se detienen y esperan, no es capaz de enfrentarse a su pasado y se horroriza de hallarse en un club nocturno, el club 602. Es tal la repulsión que siente hacia esa parte escondida de sí mismo que termina por buscar la peor salida. El suicidio. No digamos si es valentía o cobardía, más bien se trata de miedo, de no saber pronunciar las palabras exactas para desbaratar la capa de mendacidad que lo rodea y sobre la que ha construido su vida. Porque el joven y prometedor senador que no quiere que Robert Leffingwell sea secretario de Estado porque ha descubierto que en su juventud tuvo relaciones con el Partido Comunista, no puede superar que él mismo tenga que afrontar que en esa misma juventud tuvo una amistad especial con un compañero del ejército. Así de demoledor todo. Ni siquiera se trata de pagar pecados antiguos, sino de que las convenciones sociales y la maldad de los chantajistas, conviertan en culpable a quien no lo es. ¿Quién no ha tenido veleidades de uno u otro tipo en su juventud? dice alguien a lo largo del filme.
La película tiene un excepcional reparto. Henry Fonda es Robert Leffingwell, un intelectual muy estimado que acaba de ser propuesto por el presidente para ocupar el cargo de secretario de Estado. El papel de presidente lo hace un perfecto Franchot Tone y el del jefe de la mayoría parlamentaria (nunca se desvela a qué partido corresponde) lo interpreta Walter Pidgeon, otro actor sólido donde los haya. Ya he hablado de Charles Laughton y de Peter Lawford (tan metido en política por su matrimonio con una Kennedy que todo esto le resultaría familiar) y del senador Brigham Anderson que interpreta un excelente Don Murray, atormentado y lleno de remordimientos porque su veleidad juvenil lo haya llevado, a él y a su familia, a un trance que no puede superar. Las escenas del suicido son magistrales, intriga pura y generan enorme desasosiego en el espectador. Brig Anderson fue nombrado como presidente del comité del Senado que informa sobre la designación del futuro secretario de Estado y este puesto le cuesta la vida. El papel de vicepresidente lo hace Lew Ayres, un hombre atractivo, tranquilo y que, en un momento dado, asume protagonismo inesperado. El hombre en la sombra que irrumpe hacia la luz y decide hacerse presente. Y Gene Tierney, siempre maravillosa, es Dolly Harrison, la atractiva dama que tiene relaciones amorosas, aunque cada uno en su casa, con el jefe de la mayoría, formando una pareja educada y que "recibe" como nadie.
(Henry Fonda y James Stewart fueron amigos toda la vida, a pesar de sus diferencia políticas. Compartieron pantalla en "El club social de Cheyenne". Cada uno en su estilo, irrepetibles)
El final de la película es amargo. La muerte de Brig Anderson no suscita ninguna compasión en el senador Cooley, lo cual nos afirma en que hay personas que tienen un ladrillo en el corazón y ese es el senador de Carolina del Sur. Su discurso final es una bazofia, representa la política en su peor versión, el oportunismo elevado a lo máximo. Sin embargo, un acontecimiento girará de nuevo el curso de la historia y el vicepresidente, hasta ahora un hombre anodino, pero amable y atractivo, tendrá su momento de gloria. Y hará uso de él. Pero ni Robert Leffigwell ni Brig Anderson estarán ya en la partida, cada uno por un motivo distinto. El discurso de Cooley es una muestra clara, no de la vieja política, sino de la peor política, la que no entiende ni de consensos ni de concordia. No está de más observar este tipo de conductas, por mucho que el jefe de la mayoría se muestre al final tan condescendiente, haciendo un ejercicio "político" que tampoco nos extraña. La última parte de la película es política en estado puro. Traiciones, componendas, protestas, intereses. Ya no está ahí presente Henry Fonda. Hay gente que no puede pisar moqueta.
Comentarios