Diez libras

 


(Fountains Abbey, El rincón de Sele, 2020)

Benjamin Crosby e hijo, editores, abonaron a Jane Austen en la primavera de 1803 la cantidad de diez libras por la venta de su novela Susan, la que sería más tarde titulada cuando se publicara La abadía de Northanger. Era la primera cantidad de dinero que recibía por sus libros pues recordamos que hasta 1811 no publicará Sentido y sensibilidad

Sin embargo, la buena noticia se verá empañada porque los editores nunca acometieron la edición del libro y a ella le costó tener que pagar para recuperar los derechos. La novela estaba ya escrita en 1799 y luego tendría sus revisiones, como solía hacer. Pero ni se publicaba ni ella podía volver a tener los derechos de publicación. Fue un asunto que le requeriría bastantes esfuerzos y que la desanimó bastante acerca del buen criterio de los editores y de sus intenciones que no eran otras que ganar dinero, según pudo apreciar de forma directa. El caso es que nunca vería la novela publicada pues fue una de las dos novelas largas que vieron la luz de manera póstuma: Persuasión y La abadía de Northanger. También la novela corta Lady Susan quedó sin publicar y lo hizo de forma tardía en 1871 acompañando los Recuerdos de James Edward Austen-Leigh, sobrino suyo.   

La abadía de Northanger es una novela muy especial. Primero por su carácter satírico, que pone en solfa esa costumbre de las jovencitas de leer sin criterio alguno novelas góticas, plagadas de aventuras imposibles, caballeros enmascarados, carruajes oscuros, castillos lóbregos, pasadizos secretos y otros aditamentos de la manifestación gótica del romanticismo literario. Ese carácter satírico salpica toda la novela, la narración, el diálogo y los propios personajes. La heroína Catherine Morland tiene todos los defectos impropios de su condición y su propia familia es tan prosaica que espanta a los que quieren historias truculentas. Sobre todo su madre, un prodigio de sentido común y de amor propio, excelente lectora aunque con más tino que su propia hija. El argumento transcurre en Bath, ese lugar de esparcimiento en el que la escritora vivió durante cinco años y que se organizaba en torno a bailes, aguas termales, conversaciones, cotilleos y paseos por lugares concurridos. Allí Catherine se encontrará con personas de toda condición humana, buena gente y mala gente, aprovechados y también enamorados con criterio. Y de ahí, marchará primero a Northanger, la abadía, y luego a su propia cabeza, con la cabeza gacha. No continúo el argumento para evitar el spoiler, algo en lo que caemos los amantes de Austen porque pensamos que todo el mundo ha leído sus libros. 

No quiere esto decir que la autora despreciara la lectura de novelas, todo lo contrario. Pensaba que cualquier libro es susceptible de dejar un aprendizaje en su lector. Y por eso defiende a la novela como género literario, algo que en aquellos años estaba todavía en solfa y que todavía suele oírse por ahí, como si fuera cosa de género menor. La defensa de la novela tiene en este libro una cumbre altísima que merece la pena conocer. Y lo hace, desde luego, sin acritud y con ironía, con su estilo marca de la casa. 

Después de muchas idas y venidas, Jane Austen pudo recobrar los derechos sobre la novela, pagando desde luego, y por eso la familia pudo publicarla tras su muerte, aunque le cambiaron el título, que dejó de ser Susan para convertirse en La abadía de Northanger, que es un título que le viene muy bien y que representa el espíritu del libro al convertir a la abadía en protagonista. Además, en 1809 se había publicado ya una novela con el título de Susan. El motivo por el que nunca se editó por parte de los Crosby podía estar en su propio argumento, en esa sátira de las novelas góticas que eran los libros que ellos publicaban. No parecía lógico tirar piedras sobre su propio tejado y eso era lo que debieron pensar al leer el libro despacio. Pero hubo un hecho más prosaico y fue la ruina de los editores, que los dejaron sin margen para publicar a partir de determinado año, posiblemente 1804. 

La novela vio la luz veinte años después de ser escrita, lo que podía suponer el riesgo de que se hubiera quedado muy anticuada. Sin embargo, con la obra de Jane Austen este peligro no existe y, además, la novela no era una muestra del goticismo imperante en los últimos años del siglo XVIII, sino una crítica con sentido de lo que esas novelas suponían en la sociedad de la época. Por eso su vigencia se mantuvo y la risa que produce su lectura es una compensación a los desatinos de la protagonista. Hay que decir que es la novela más divertida de todas las de Austen. La caracterización de los personajes es brutal y hay momentos descacharrantes. Siempre recuerdo la vuelta a su casa de Catherine, subida a una silla de posta. Pero, además de las imágenes y diálogos, son los comentarios de la propia autora, que utiliza el lenguaje libre indirecto para dar su opinión de lo que sucede e introducir sus propios pensamientos, los que nos hacen sonreír y reír abiertamente. Esas cabecitas locas que convierten cualquier nimio acontecimiento en un solemne ejercicio de lucha por la vida son el objetivo final de la novela. Novela sí, viene a decir Jane Austen, pero, después de leerla, reflexión y sentido común. Se puede leer de todo pero no dejase llevar por la lectura sin distinguir fantasía de realidad. Ya nos previno El Quijote y nuestro Príncipe de los Ingenios dejó claro que el exceso de literatura fantástica puede llevar a la locura. 



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