Papá espera en el andén
(Berenice Abbott. Grand Central Station, Manhattan)
Las ciudades con estación de tren tienen otra fisonomía. Son distintas. El tren articula la vida, a veces separa el espacio en dos franjas irreconciliables, casi enemigas, pero, las más de las veces, son el cordón umbilical, el lazo de unión entre los que llegan y los que se marchan. Las ciudades con tren saben que el mundo está al alcance de la mano. Cuando salen los trenes, el andén se llena de figuras silenciosas, opacas, que esconden las lágrimas y las despedidas. Cuando llegan, esas mismas figuras se animan, como si fueran cromos que recobran la vida y derrochan alegría y dinamismo. Los abrazos sobrevuelan el aire, los besos fecundan los asientos, las manos tienen sabor a distancia redimida. La claridad surca los andenes desde todos los puntos posibles, dibujando rayas de claroscuro y líneas por las que transcurren los viajeros y sus acompañantes. La soledad de las estaciones es solo relativa, siempre hay alguien que lleva el mismo destino o que se queda con la misma pena.
Durante muchos años, tú, papá, me recibías y me despedías en nuestra estación de tren. Una estación antigua, de toda la vida, plagada de militares que tenían aquí el punto de referencia de sus idas y venidas a los cuarteles. Un edificio blanco y alargado que hoy ya no existe, porque todo lo que fue espejo de la infancia ahora se ha modernizado y ha terminado por desaparecer. La estación actual es aerodinámica, con un moderno puente que la une a la otra arteria de la ciudad y un enorme destrozo en forma de carretera que separa dos aceras antes unidas. El camino hasta la estación no es ya, en cierta forma, ese paseo agradable lleno de tiendas y casitas bajas, sino una estruendosa carretera que cruza la ciudad con veloces coches que no se paran en ningún sitio. Tampoco el tráfico discurre por la calle de siempre, esa por la que paseábamos para encontrarnos a los de siempre: el chico que te amaba, el que te buscaba en todas las demás.
Ese camino era una especie de paraíso en la tierra. Lo bordeaban macizos de flores, setos abigarrados, bocacalles pequeñas que ocultaban casitas hechas a la carta, bloques amarillos donde vivían los militares, espacios en blanco con los cines de verano dispuestos para el momento en que la pantalla se cubriera de imágenes y pequeños jardincillos en los que las niñas jugaban al elástico y los niños a la pelota.
Me recibías, papá, y ese gesto alegre te valía para una temporada. Solo querías tenernos cerca. Y por eso las despedidas dejaban clavado un puñal en el corazón, el tuyo y el mío. Yo era la niña mala que estudiaba fuera y que quería largarme de la casa familiar cuanto antes, recorrer mundo, vivir la vida. Y tú, el guardián paciente de los abrazos, el recordatorio de lo que éramos y nunca dejaríamos de ser, por mucho que el tiempo transcurriera y yo hablara en inglés. Nadie más compartía esos momentos y nadie más lo sabe. Pero la herida existe todavía y se reproduce a cada instante, porque el recuerdo se mantiene firme y porque tu presencia en el andén, pantalones claros, camisa de rayas de manga larga, peinado hacia atrás y gafas de sol (esa foto de galán de cine imperturbable) es, en realidad, la imagen del amor más entregado.
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