Ir al contenido principal

Ojos azules, manos temblorosas

 


Empezó siendo Brad Pitt y ha terminado como Bradley Cooper haciendo de Jackson Maine: rebelde, astuto e incomprendido. No sabía besar, ni desabrochar sujetadores, le temblaban las manos cuando intentaba rodearte con sus brazos y se trababa al hablar. Era desmañado, torpe, tímido y terriblemente guapo, tan guapo que bastaba con mirarle, incluso aunque no dijera nada, incluso aunque no se dirigiera a ti. Solo mirarle podía enloquecer a cualquiera. La culpa de todo la tenían, todas estábamos de acuerdo, aquellos ojos azules. 


Las chicas hacíamos apuestas sobre ello. Porque sus ojos cambiaban tanto de color que nos desconcertaba. Era un muchacho diferente, no solo porque era tan guapo que sobresalía en ese panorama gris de los primeros años de universidad, sino porque no parecía darse cuenta de nada. Vivía ajeno a las pasiones que suscitaba y eso era peligroso. Cualquiera podía entender que andaba siempre sobre la cuerda floja, presa de unos y de otros, de las envidias y las insinuaciones. Todas las chicas querían convertirlo a su religión y él no quería profesar ninguna. Su espíritu libre venía de su infancia, sin padre, y de su modo de vida, tan pobre que las becas no bastaban. Ni siquiera vestía bien y cuando entraba en la cafetería de la facultad y los ojos se volvían para mirarlo, siempre surgía esa misma cuestión. Cómo era posible que una apariencia desastrosa envolviera ese milagro del azul-verde-gris sin mácula. 


Nos hicimos muy amigos porque yo le parecí la menos peligrosa de todas. Y lo era. No tenía el doble lenguaje que usaban las otras y tampoco pretendía llevarlo al huerto. Simplemente bastaba con mirarlo sin que eso supusiera una molestia. Siempre entendía que había que conformarse con lo que cada cual te diera y ese conformismo me trajo muchos amigos masculinos. Ninguno se sentía amenazado. Tampoco sabía coquetear y no lo hacía. Tampoco intentaba mentirles y, desde luego, mi experiencia era tan escasa que nadie diría que yo sabía más que ellos de la vida. Los ojos azules parecían mirarte con cierto escepticismo y mi mirada le devolvía compasión. Sabía que iba a sufrir porque nadie puede tener esos atributos en un mundo sórdido y pueblerino sin que le estalle una bomba entre las manos. Pero él no lo sabía. Parecía creer en el mejor de los tiempos, como si nada pudiera afectarle, y sonreía con placidez ante el futuro, pensaba que sería el mejor posible y, desde luego, cualquier cosa era mejor que su presente. 


Me confiaba sus problemas. Teníamos un método curioso y secreto para hacerlo incluso estando en clase. Eran conversaciones cifradas en los cuadernos de apuntes. El cuaderno pasaba de sus manos a las mías y viceversa. Anotábamos ideas y preguntas. Éramos dos personas deseosas de preguntar y no nos importaba responder. En un libro todavía se conserva un poco de esas singulares conversaciones. Alguna vez he vuelto a releerlo y no he entendido nada. Eran códigos temporales que se desactivaron con rapidez. 

Nos hicimos muy amigos. Al menos, eso pensaban todos. Tan amigos que las chicas continuaban alrededor suya como si fuera una atracción irresistible. Yo no contaba. Los amigos nunca traspasan la delicada barrera del mundo físico. Medio metro de distancia y mucho hielo en el corazón. Así transcurrieron nuestros dos primeros años de universidad y así todo se fue convirtiendo en un consistente tejido de afectos al que él le daba mucha importancia y yo menos. Porque él era tan sólido como la vida y yo tan tenue y cambiante como otra clase de vida. Nunca entendí que significara para él algo más que una confidente. Por eso tampoco pude suponer que había un detalle que se me escapó desde el principio. Algo que podría romper esa armonía o convertirla en un paraíso imprevisto. 


Todo ocurrió en el tiempo y en el momento en que esas cosas suelen ocurrir. Llegado el verano, la despedida de las clases, la llegada de las vacaciones, los planes de playa y paseo, la fiesta de la facultad. El esplendoroso patio rodeado de palmeras, el mar al fondo, el sonido de la orquesta, el suelo tibio, la noche serena, mi vestido malva con pequeños tirantes en forma de trenza, el cabello brillando entre destellos de luces de neón, la marquesina decorada con rosas, unas sandalias tan delicadas que parecía que iba descalza, la falda del vestido que se movía al andar y que al bailar parecía un vagón de espuma que se hubiera arrojado desde lo alto. Y él, ojos azules, pantalones oscuros y camisa clara, pelo alborotado y sonrisa enigmática. Y los brazos, los abrazos, brazos y abrazos, casi a punto de los besos. Pero ¿besos?. Oh, no. 

Llegaron los besos y llegaron las preguntas. No entendí qué significaban ni por qué a mí. No entendí aquello sino como un engaño. Los amigos no se besan, pensé. Él pareció no querer responder a mis preguntas. Sus ojos azules seguían siendo dos faros. Besos y besos, pensé. Demasiado silencio, demasiadas preguntas. Demasiado pegajoso todo. Demasiada calor. Demasiados fuegos artificiales. Demasiado efímero. 

Al día siguiente, la cita que teníamos al pie del autobús se rompió. Yo no llegué. Él se quedó esperando mucho tiempo. No sabría decir si, por una vez, el azul de sus ojos se había oscurecido. Hay noches que no dejan despertarse a la aurora. 


(Imágenes: Bradley Cooper, Brad Pitt, Paul Newman, Alain Delon, Ethan Hawke. Chicos con ojos azules)

Comentarios

Entradas populares de este blog

“El dilema de Neo“ de David Cerdá

  Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo.  A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan

Ripley

  La excepcional Patricia Highsmith firmó dos novelas míticas para la historia del cine, El talento de Mr. Ripley y El juego de Ripley. No podía imaginar, o sí porque era persona intuitiva, que darían tanto juego en la pantalla. Porque creó un personaje de diez y una trama que sustenta cualquier estructura. De modo que, prestos a ello, los directores de cine le han sacado provecho. Hasta cuatro versiones hay para el cine y una serie, que es de la que hablo aquí, para poner delante de nuestros ojos a un personaje poliédrico, ambiguo, extraño y, a la vez, extraordinariamente atractivo. Tom Ripley .  Andrew Scott es el último Ripley y no tiene nada que envidiarle a los anteriores, muy al contrario, está por encima de todos ellos. Ninguno  ha sabido darle ese tono entre desvalido y canalla que tiene aquí, en la serie de Netflix . Ya sé que decir serie de Netflix tiene anatema para muchos, pero hay que sacudirse los esquemas y dejarse de tonterías. Esta serie hay que verla porque, de lo c

Un aire del pasado

  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz) Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  Aquel verano fue el último antes de separa

La hora de las palabras

 Hay un tiempo de silencio y un tiempo de sonidos; un tiempo de luz y otro de oscuridad; hay un tiempo de risas y otro tiempo de amargura; hay un tiempo de miradas y otro de palabras. La hora de las miradas siempre lleva consigo un algo nostálgico, y esa nostalgia es de la peor especie, la peor clase de nostalgia que puedes imaginar, la de los imposibles. Puedes recordar con deseo de volver un lugar en el que fuiste feliz, puedes volver incluso. Pero la nostalgia de aquellos momentos siempre será un cauce insatisfecho, pues nada de lo que ha sido va a volver a repetirse. Así que la claridad de las palabras es la única que tiene efectos duraderos. Quizá no eres capaz de volver a sentirte como entonces pero sí de escribirlo y convertirlo en un frontispicio lleno de palabras que hieren. Al fin, de aquel verano sin palabras, de aquel tiempo sin libros, sin cuadernos, sin frases en el ordenador, sin apuntes, sin notas, sin bolígrafos o cuadernos, sin discursos, sin elegías, sin églogas, sin

“Anna Karénina“ de Lev N. Tolstói

Leí esta novela hace muchos años y no he vuelto a releerla completa. Solo fragmentos de vez en cuando, pasajes que me despiertan interés. Sin embargo, no he olvidado sus personajes, su trama, sus momentos cumbre, su trasfondo, su contexto, su sentido. Su espíritu. Es una obra que deja poso. Es una novela que no pasa nunca desapercibida y tiene como protagonista a una mujer poderosa y, a la vez, tan débil y desgraciada que te despierta sentimientos encontrados. Como le sucede a las otras dos grandes novelas del novecientos, Ana Ozores de La Regenta y Emma Bovary de Madame Bovary, no se trata de personas a las que haya que imitar ni admirar, porque más que otra cosa tienen grandes defectos, porque sus conductas no son nada ejemplares y porque parecen haber sido trazadas por sus mejores enemigos. Eso puede llamarse realismo. Con cierta dosis de exageración a pesar de que no se incida en este punto cuando se habla de ellos. Los hombres que las escribieron, Tolstói, Clarín y Flaubert, no da

Siete mujeres y una cámara

  La maestra de todas ellas y la que trajo la modernidad a la escritura fue Jane Austen. La frescura de sus personajes puede trasladarse a cualquier época, de modo que no se puede considerar antigua ni pasada de moda, todo lo contrario. Cronológicamente le sigue Edith Wharton pero entre las dos hay casi un siglo de diferencia y en un siglo puede pasar de todo. Austen fue una maestra con una obra escasa y Wharton cogió el bastón de la maestra y llevó a cabo una obra densa, larga y variada. Veinte años después nació Virginia Woolf y aquí no solo se reverdece la maestría sino que, en cierto modo, hay una vuelta de tuerca porque reflexionó sobre la escritura, sobre las mujeres que escriben y lo dejó por escrito, lo que no quiere decir que Edith y Jane no tuvieran ya claros algunos de esos postulados que Virginia convierte en casi leyes. Ocho años más tarde que Virginia nació Agatha Christie y aunque su obra no tiene nada que ver con las anteriores dio un salto enorme en lo que a considerac

Rocío

  Tiene la belleza veneciana de las mujeres de Eugene de Blaas y el aire cosmopolita de una chica de barrio. Cuando recorríamos las aulas de la universidad había siempre una chispa a punto de saltar que nos obligaba a reír y, a veces, también a llorar. Penas y alegrías suelen darse la mano en la juventud y las dos conocíamos su eco, su sabor, su sonido. Visitábamos las galerías de arte cuando había inauguración y canapés y conocíamos a los pintores por su estilo, como expertas en libros del laboratorio y como visitantes asiduas de una Roma desconocida. En esos años, todos los días parecían primavera y ella jugaba con el viento como una odalisca, como si no hubiera nada más que los juegos del amor que a las dos nos estaban cercando. La historia tenía significados que nadie más que nosotras conocía y también la poesía y la música. El flamenco era su santo y seña y fue el punto culminante de nuestro encuentro. Ella lo traía de familia y yo de vocación. Y ese aire no nos abandona desde ent