Melville, Bartleby y Jackson Maine
Herman Melville era un hombre extraño y Bartleby, su
escribiente, también. En realidad, todos los libros que escribió tienen ese
punto de rareza incomprensible. Hay quien se siente fascinado por Melville y
quien lo repudia. Mucha, muchísima gente que conoce a Gregory Peck y que flipan
con el capitán Ahab, ni siquiera se han interesado nunca por el escritor. Este
tipo de cosas las produce el cine y también la consideración de Moby Dick como
una novela de aventuras para niños y jóvenes. Nada más lejos de su verdadero
sentido épico de venganza y superación. Resulta muy triste para algunos
creadores que su creación los anule, los oscurezca. Los lectores podemos pensar
que es una suerte crear un personaje universal, una historia fácilmente reconocible
por todos, pero eso es porque no somos el escritor, porque no sentimos la
envidia (insana) de estar a la sombra. Porque no tenemos la necesidad de que
nos quiera tanta gente como en el mundo existe.
Melville, que debió ser un tipo plomizo, incandescente y algo
chabacano, muy afectado en su personalidad por la pérdida de bienestar que
sufrió la familia en su bancarrota y por el ¿suicidio? de su padre, confiaba en
que encontraría algún día un alma gemela, alguien en quien descansar las
tristezas y confiar las cuitas. Lo más parecido a eso fue su intensa,
perecedera y ambigua amistad con Nathaniel Hawthorne, que pareció cansarse de
Melville después de muchas noches de charla y licor. Ni la esposa, ni los hijos
consiguieron darle el anclaje con la vida que necesitaba. Era un buscador de
oro en un desierto nevado.
Melville era un hombre inteligente, torturado y muy
consciente de que podía perderlo todo. Esto era así porque había ocurrido. Fue
un perdedor perpetuo. Cuando murió, no tenía nada, y menos que nada, lectores y
consideración por su obra. Fue la ballena blanca la que cambió este estado de
cosas, pero da la impresión de que se reivindicó a sí misma y no al hombre que
la había creado. Las interpretaciones metafísicas y filosóficas de sus libros
apenas nos dejan asomarnos a un universo caótico, falto de armonía, pero lleno
de posibilidades, que hubiera precisado más orden y más suerte. El fuego de la
pasión acaba por arrasarlo todo.
¿Qué hay de Melville en el escribiente Bartleby? Ese joven
inmóvil, pálido, silencioso (“Preferiría no hacerlo”), cúbico, impertérrito,
cobarde, quizás atrevido, transgresor, parásito…Me hago esta pregunta al releer
el texto mientras escucho a Bradley Cooper y a Lady Gaga cantando la banda
sonora de “Ha nacido una estrella”. La música encaja aquí perfectamente.
Ascenso y caída en su habitual sincronía. Lucha por la supervivencia y hastío
de la existencia.
Los hombres ansían lo que no tienen. Se desesperan. La
desesperación es el motor que hace que se levanten y caminen. No han
desarrollado el sentido de la espera y se sienten inútiles. Jackson Maine era
un músico frustrado que no supo ver cuánto de especial podía haber tenido en
sus manos. Tiró por la borda el talento, lo sustituyó por una botella, en cierto
modo al estilo Melville, quien terminó dependiendo de una ballena blanca para
permanecer en la memoria.
Creo en la suerte que rodea a algunos y Melville no la tuvo.
Ni Bartleby, por supuesto.
14 febrero 2020
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