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Mis flamencos. José Mercé.


La imagen

Un salón atestado. Primavera incipiente. El patio en derredor huele a dama de noche y a jazmines. Buganvillas trepando por una de las paredes, la que llega a la calle. Un salón noble, con techos de madera, ventanales hermosos, grandes cortinajes, sillones tapizados de rojo sangre. Gente ensimismada, que no pestañea, que oye y escucha, que observa, que absorbe, mucha gente. En torno al salón, pequeños despachos que se han quedado vacíos, pues todos los que allí deberían estar han salido despacio hasta el pasillo que antecede al salón y se han parado, justo en ese sitio, como figuras de cera, inmóviles, atentos, sin respirar siquiera. 

Un hombre elegante, vestido de negro, rubio, de ojos azules, muy alto, sentado en una silla pintada de verde, una silla que podría encontrarse en cualquier patio de vecinos de La Isla, para tomar el fresco o para charlar, o quizá para que una mujer con el pelo recogido y la sonrisa presta, cosa y remiende. Una silla que desentona de aquel ambiente pulcro y burocrático. Junto al hombre de negro, otro más menudo, desliza las manos por una guitarra, rasguea, apunta falsetas, mira intermitentemente al que canta y sonríe. Esa es la complicidad exacta del flamenco, la sonrisa que sirve de lazo entre el que canta y el que toca. La sonrisa que baja del escenario a modo de paloma invisible y cruza las estancias y llega a todos los rostros. Todos sonríen escuchando al hombre que va de negro, por dentro y por fuera, de negro por el luto más riguroso que imaginarse pueda. 

El sonido

Principia el cante por Tangos de Triana, con ese compás que recuerda la esquina de San Jacinto con Alfarería, la calle Pureza o el Altozano. Tangos medidos y acompasados, plenos de un sabor propio que todos reconocen. El viejo arrabal se aparece como en un holograma. Se huele el río. La distancia exacta desde la dársena al Aljarafe, el camino de Coria, el de La Puebla. Después, cómo no, llega la brisa de Cádiz y toda la Caleta sube al improvisado escenario, La Isla y Puertatierra y todos los Puertos. También Chiclana y Rancapino. Camarón, desde luego, en el recuerdo. Y los grandes. El Chaqueta, La Perla, Aurelio, Pericón, mi tío Chano. Por Cantiñas. Aires de la bahía en una voz jerezana. Suena la Malagueña del Mellizo, brutal arquitectura. Y luego el Cante de Alcalá, el del Paula y Antonio. Después, cómo no, recordando a su tierra, la Bulería perfecta de Jerez, el compás de amalgama, las palmas al tiempo, el delirio. Suena casi todo el cante y, al final, transida, garganta firme, manos extendidas, la voz se encamina al Gólgota y desgrana la Seguiriya, hecha desde dentro y hacia fuera, como se hacen los cantes más grandes. Y es entonces, en esa Seguiriya, cuando los ojos se humedecen y las sonrisas cómplices envuelven de nuevo a todos y cada uno de los que allí escuchan el milagro. 


La emoción

Algunos viejos del pueblo, atentos a la llamada de lo hondo, han arribado al salón y se han sentado juntos, en una esquina, sin querer estorbar, un poco cabizbajos, un poco expectantes, fuera de lugar al principio. Esto no es una peña, no es un encuentro en la barra de un bar, ni un reservado, no es un cuartito. Esto es el sueño de un visionario que se ha ido. El flamenco del pasado está en sus rostros y aquí están un algo perdidos, náufragos, como si extrañaran el lugar, igual que extrañas tu almohada cuando cambias de cama. Extrañar, esa palabra única, dulce, que tu madre tantas veces usaba…Te extraño. Os extraño.Tanto. 

Es un salón de plenos de un ayuntamiento y los doscientos asistentes son profesores, gente que quiere aprender el secreto del flamenco y que todavía no tiene en sus manos ni en sus gargantas el justo punto del ole que debe surgir en su tiempo preciso. Eso también se logra con el tiempo. Los viejos, seis o siete, observan todo con la curiosidad del entomólogo, como si estuvieran asistiendo a un rito en el que hay algo que no les cuadra, que no les encaja. Pero la voz y la guitarra han ejercido de manto que todo lo cubre, de suave gasa transparente y amiga, y así, a los pocos minutos, poco se distingue salvo la fuerza de esa voz y esa guitarra. Mediada la Seguiriya, hechos ya los cuerpos a casi todo, uno de los viejos, con los ojos húmedos, eleva su voz sin darse apenas cuenta. Viva Jerez. Viva el cante de ley. Qué grande es esto, Dios mío, qué grande. 

Mercé. José. Con Moraíto. Aire. Tú. 

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