Mis flamencos. Carmen Linares.
Primer Acto.
En la Fuente de los Siete Caños de Priego de Córdoba todo está dispuesto. El escenario encara el espacio urbano, alargado y barroco, dejando a ambos lados el trasiego de gente que se mueve por este enclave único de la ciudad. Es verano, es tiempo de fiesta y tiempo, por tanto, de cante. El cante se ha llenado de ecos mairenistas y ahora es el momento en que irrumpe, por qué no decirlo, una voz diferente, con una escuela propia, con un aprendizaje minucioso, con un saber añejo pero renovado. Carmen Linares lleva un vestido rojo y, sobre los hombros, en lugar del mantoncillo de las glorias del pasado, un pañuelo de seda, ese pañuelo, ay, un pañuelo de seda en tonos malva. Y las manos en la cintura, sentada alante, firme. Abrir paso, que hoy tengo que cantar la Taranta de la Gabriela, la del Niño la Isla, Pastora y Escacena. “Corre y dile a mi Grabiela, que voy a las Herrerías, que duerma y no tenga pena…“Tiempo de festivales. Y esos Cantes de Levante casi olvidados, esos cantes que hay que escribir de nuevo porque no los reconoce el oído que está acostumbrado tan solo al compás de la bulería o de la eximia soleá. Cantes con nombres de mujer, olvidadas. El olvido, ese manto que cubre aquello que no conocemos o que despreciamos. Ahí Carmen se parte la camisa. Vamos a sacar del arcón todo el paño, vamos a airearlo, a descubrirlo, vamos a ponerlo a respirar.
Segundo Acto.
Es ya noche cerrada, febrero quizás. Un pueblo de la campiña sevillana, una peña flamenca de las de antes, un sitio pequeño y mal dispuesto, una barra, unas sillas apenas, un diminuto escenario y la televisión pregonando los goles en un partido de máxima rivalidad. ¿Quién puede tener ganas de cante? Carmen va vestida de verde, el color de la hierba. Tiempo de peñas. Atadas a una nomenclatura, a un estilo. En la Baja Andalucía reina Mairena. Todo el cante se escribe con su nombre, perdidos, arrumbados los ecos de Caracol, de Marchena o de Pastora, incluso. Con armoniosa paciencia, sin descomponer el gesto, en una sonrisa cómplice, Carmen engancha a los viejos que remolonean antes de sentarse, porque no la conocen, porque no tienen claro qué es eso que va a cantarles, porque viene de Madrid y quién sabe…Carmen principia y Cortés apura las falsetas, Falla de por medio, y el más viejo del lugar se seca una lágrima, ya rendido, “aquí hay arte“, dice. Y sentencia. Carmen recuerda a Pastora y pone los puntos sobre las íes y se acaban las dudas, porque las dudas duran solamente el tiempo exacto en que la voz se coloca arriba. “Conchita la Peñaranda, la que canta en el café, ha perdido la vergüenza, siendo tan mujer de bien“. Y así.
Tercer Acto.
La orquesta permanece dispuesta ya en el foso. El director se ajusta el frac y acaricia la batuta. Faltan apenas unos minutos para que empiece todo. Los grandes cortinajes de color grana están corridos. El público se remueve aún en sus asientos. Expectación. Misterio. Un engranaje único para un encuentro que se produce al fin, porque no podía ser de otro modo. Tiempo de grandes escenarios. El gran maestro de la guitarra, la bailarina internacional, la gran maestra del cante, los músicos, violines, el piano, el viento, la percusión, ya todo está dispuesto. Carmen lleva un vestido negro. El brillo del escote a base de perlas parece repetirse con la luz, como si fuera un traje sideral. Un ramo de locura cruzará el escenario y quedarán escritas para siempre sus notas. No hay vuelta atrás. El amor es brujo y el viento lleva enhebrada una locura de brisa y trino. Los poetas están en Nueva York. “La aurora de Nueva York gime, por las inmensas escaleras, buscando entre las aristas, nardos de angustia dibujada“ Desde las raíces, las alas terminan posándose en un oasis abierto. Consagración de la cantaora. Hecho.
Y un bis.
Primero, los tablaos. El tiempo justo de aprender que el flamenco es medida, es compás, aire, ritmo. Matrona, Varea y Fosforito como telón de fondo. Al alimón, en el meritoriaje, Camarón, los Habichuela, Morente. “En el Café de Chinitas dijo Paquiro a su hermano, soy más valiente que tú, más torero y más gitano“. Subiendo otro peldaño, buscando en otras fuentes, la poesía. Poesía en el cante. Porque reside en ella la música interior precisa para amarrarse a este arte, que se nutre de otros y que, a la vez, convierte cualquier cosa en la razón artística más pura. Pureza de lo hondo en Hernández, Alberti, Valente, Juan Ramón y Lorca, mucho Lorca, canciones populares, al aire de La Argentinita, pero con voz propia. Conciencia de mujer. El cante de mujer, el preterido, el que apenas llegaba a los oídos de quiénes, mucho tiempo, solamente tuvieron una versión del hecho. Y no es eso. Es menester abrir ventanas y Carmen las abre con largura. Voz especial, trayectoria distinta, sentido único de por dónde han de ir las cosas. Flamenco de mujer. Carmen Linares.
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