Bullying
Así como Leon Werth reconocería de inmediato, en el inocente dibujo de su amigo, a una boa tragándose a un elefante, así la persona mayor que hoy es aquella niña, descubrió en la mirada del niño la misma sensación de desesperanza. Advirtió que, como ella, el niño no tenía donde volver los ojos. Reconoció su gesto, el movimiento de las manos y ese aire asustado de un pajarillo que vuela sin saber hasta dónde su vuelo.
Bullying. La niña nunca supo que existía esta palabra. Era una niña como otra cualquiera. Era graciosa, inteligente, estudiosa. Le gustaba leer. Le gustaba escribir. Le gustaba el teatro, los versos de Shakespeare y recitaba en voz alta sus obras. Paseaba por la calle y andaba a saltos, satisfecha, con las piernas muy largas y la melena al viento. Creía que era feliz. Lo era exactamente. En el colegio. En la calle.
En uno de sus años de instituto tuvo la mala suerte de encontrar la maldad, que existe, en alguien de su edad a quien la envidia corroía por dentro y a quien la naturaleza no había dotado de apenas nada que tuviera que ver con la bondad. La niña no quiere, no puede hacerlo incluso ahora, recordar los hechos. Solamente recuerda sensaciones. De miedo, de impotencia, de duda, de vergüenza. Desde entonces la duda se instaló en todas partes. Nadie conoció nada. A nadie le contó su problema. Se quedó guardado en el fondo de un lugar inaccesible, y nadie tuvo la llave del secreto, ni siquiera ese hombre que tanto la quería. Nada de aquello se convirtió en palabras, en el sagrado altar en el que ella guardaba sus emociones más íntimas. Ni siquiera palabras. No hubo nada. Quizá un peso en el fondo del alma, que pesa todavía.
Bullying. En estos días se sabe que existen estas cosas. El niño tiene suerte. Alguien lo ha detectado y él, al contar su historia, parece que ha dejado volar, con las palabras, un hilo de amargura, que se trenza y no escapa, porque quizá ya nunca se separe de su memoria el triste tiempo en que estuvo asustado. El niño enhebra su relato en voz muy baja, apenas un susurro. No parece irritado. Acepta que es así, que eso ha pasado y que él lo ha vivido. Quizá piensa que lo merece. Que es torpe, desmañado. Que está pagando alguna culpa inexistente. Que es un niño al que nadie abrazaría con ternura. A veces se interrumpe en el relato. Traga saliva y mira a todos lados. Luego, vuelve a contemplarse las manos quietas, colocadas sobre las rodillas, como si no hubiera otro sitio en que posarlas, como si fueran palomas de las que revolotean por el patio. Y confiesa "estoy solo". Y se calla después, porque está todo dicho.
Protocolos, papeles, instrucciones, edictos, normas, reconvenciones, disciplina, silencio, ocultación, motivos, víctimas y verdugos. Palabras todas dichas al calor del momento. O quitarle importancia "eso siempre ha existido". O volver la tortilla "seguro que este chico tiene que ser muy raro". O engañarse a uno mismo "son cosas puntuales".
La mirada. La mirada es la clave. La sensación de que no puedes mirarles a los ojos. El bajar la mirada, esconder las pupilas, guardar las lágrimas para otra ocasión, para un momento en el que no haya nadie. Aprendes que llorar va a delatarte. Y dejas de llorar. Y ya no lloras nunca. Las lágrimas se escapan y ya no vuelven a pesar de que tengas motivos para ello.
Miradles a los ojos. Ahí está todo. Y no hay otro remedio que el cariño. El cariño te cura. Aunque en el fondo, por siempre, algo te hará creer que no mereces besos, que los abrazos son cosas extrañas, que has hecho algo terrible por lo que has de pagar. Y el miedo. Esa sombra fugaz que no te deja defenderte ante nada.
El niño la ha mirado y lo ha entendido todo.
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