"Adiós a Berlín" de Christopher Isherwood
Uno de los personajes de este libro, la jovencita inglesa de clase alta llamada Sally Bowles, inspiró el personaje de Liza Minelli en la famosa película Cabaret.
Este libro, Adiós a Berlín, es "una crónica reveladora y emotiva del Berlín de la República de Weimar, decadente y atractivo, sobre el que se cierne la creciente brutalidad del nazismo"
Resulta estremecedor pensar en la ingenuidad humana. Vivimos la vida inmersos en una burbuja que a veces no estalla, pero que, cuando lo hace, nos cubre hasta los ojos de un agua turbia y fina, imposible de limpiar una vez que nos ha ensuciado. En los años históricos en los que el nazismo comenzaba a despuntar en Alemania, se escribieron alegres páginas de bailes, cafés cantantes y películas animosas, todas ellas perfectamente ajenas a la podredumbre que iba anegando los cimientos de la sociedad alemana y que, por fuerza, tenía que ir carcomiendo al resto de Europa.
La pavorosa indiferencia con la que los intelectuales diletantes e incluso aquellos que podían estar avisados por su propio instinto, no percibieron o no quisieron percibir la riada que los iba a arrasar en breve, nos hace pensar cuán peligrosa es la ignorancia o, quizá, la comodidad, que nos sitúa en un entorno de confort del que no queremos salir. Es verdad que hoy, con los medios de comunicación enseñoreados del paisaje o con las redes sociales prestas a contarlo todo, sería hartamente complicado que algo así ocurriera. Pero no estemos tan seguros de ellos, porque hay noticias que es preferible no conocer y amenazas latentes que es mejor ignorar.
Se da la circunstancia de que el protagonista del libro y el autor son la misma persona, aunque él se encarga de dejar claro que es solamente un "efecto especial" que se permite utilizar. Además, no se trata de una narración en forma de novela, sino una serie de seis relatos con más o menos continuidad. Según cuenta el autor, su intención era haber escrito una voluminosa obra sobre el Berlín anterior al nazismo. Por diversas circunstancias que no nos explica, al final quedó en estos relatos sueltos, cuyos personajes han saltado de formas diversas a otras de sus obras. Un mosaico que tiene muchas lecturas y muchas aristas.
Christopher Isherwood es el joven británico que llega a Berlín y allí se alquila una habitación y se dispone a dar clases de inglés para poder ganarse la vida. Quiere ser escritor, como no podía ser de otra forma, al tratarse del alter ego del autor. Es un tipo curioso, por tanto, que se mueve en ambientes diferentes y que, de este modo, comienza a tratar a personajes de muy distinta naturaleza, dentro de ambientes de lo más variopintos, pero, al tiempo, representativos de lo que era la abierta sociedad berlinesa de esos años dorados. Aparecen en el libro, por tanto, dos jóvenes homosexuales, la jovencita inglesa antes aludida, una familia obrera, o una rica heredera judía. Mosaico cuyas piezas parecen ir encajando en cada uno de los relatos al tiempo que nos muestra el ambiente de la ciudad berlinesa en los años del sueño previo al horror del nazismo.
La historia comienza en una suave bruma de charlas amables y conquistas, pero, pasadas sus páginas, la grisura se impone y el miedo y las detenciones y los avisos. Todo ese mundo se está viniendo abajo mientras ellos, los protagonistas, intentan bandear la vida como pueden.
En un momento dado, el lenguaje se hace ya explícito: "Una noche de octubre de 1930, aproximadamente un mes después de las elecciones, hubo un gran tumulto en la Leipzigerstrasse. Bandas de matones nazis se manifestaron contra los judíos. Maltrataron a algunos transeúntes de nariz afilada y pelo oscuro, y rompieron los cristales de todos los comercios judíos. El incidente no fue en sí muy notable; no hubo muertos, apenas unos disparos y una veintena de detenciones"
He aquí la primera muestra de que algo se estaba moviendo, de que la noche traería sobresaltos, de que, en poco tiempo, las reglas del juego cambiarían. Los cristales comenzarían a resquebrajarse, a bordarse las estrellas amarillas en las tristes ropas de los judíos, a cerrarse los ghettos, a formarse en el helado corazón de algunos una determinación fatal. Y, así, primero irían a por unos, luego a por otros, después por los más disidentes, luego por los más fieles, incluso por los suyos mismos. Brecht lo dejó escrito y no tendríamos que olvidarlo. Porque cualquier de nosotros puede aparecer en una lista. Las listas pueden confeccionarse desde el odio, desde la frustración, desde el engaño, desde la envidia, desde el miedo. Y son demasiados sentimientos como para estar fuera de todos. Nadie estaría a salvo en esta cacería, un ejercicio de destrucción que no se podía suponer mientras los cabarets abrían sus puertas, la música atronaba y los jefes nazis sonreían melifluamente mientras sus lágrimas resbalaban por los rostros transfigurados en los teatros de ópera de toda la nación que se convertiría, pronto, en el mayor laboratorio de destrucción jamás imaginado. Es verdad que la historia nos trae otros ejemplos. Es verdad que es fácil tener en la cabeza otros paisajes, pero la frialdad hueca del nazismo, esa doble visión de la algarabía desordenada y ausente y la negrura de los campos asesinos, no tienen parangón en los anales de la humanidad. Y no debería tenerlo a estas alturas.
Christopher Isherwood es el joven británico que llega a Berlín y allí se alquila una habitación y se dispone a dar clases de inglés para poder ganarse la vida. Quiere ser escritor, como no podía ser de otra forma, al tratarse del alter ego del autor. Es un tipo curioso, por tanto, que se mueve en ambientes diferentes y que, de este modo, comienza a tratar a personajes de muy distinta naturaleza, dentro de ambientes de lo más variopintos, pero, al tiempo, representativos de lo que era la abierta sociedad berlinesa de esos años dorados. Aparecen en el libro, por tanto, dos jóvenes homosexuales, la jovencita inglesa antes aludida, una familia obrera, o una rica heredera judía. Mosaico cuyas piezas parecen ir encajando en cada uno de los relatos al tiempo que nos muestra el ambiente de la ciudad berlinesa en los años del sueño previo al horror del nazismo.
La historia comienza en una suave bruma de charlas amables y conquistas, pero, pasadas sus páginas, la grisura se impone y el miedo y las detenciones y los avisos. Todo ese mundo se está viniendo abajo mientras ellos, los protagonistas, intentan bandear la vida como pueden.
En un momento dado, el lenguaje se hace ya explícito: "Una noche de octubre de 1930, aproximadamente un mes después de las elecciones, hubo un gran tumulto en la Leipzigerstrasse. Bandas de matones nazis se manifestaron contra los judíos. Maltrataron a algunos transeúntes de nariz afilada y pelo oscuro, y rompieron los cristales de todos los comercios judíos. El incidente no fue en sí muy notable; no hubo muertos, apenas unos disparos y una veintena de detenciones"
He aquí la primera muestra de que algo se estaba moviendo, de que la noche traería sobresaltos, de que, en poco tiempo, las reglas del juego cambiarían. Los cristales comenzarían a resquebrajarse, a bordarse las estrellas amarillas en las tristes ropas de los judíos, a cerrarse los ghettos, a formarse en el helado corazón de algunos una determinación fatal. Y, así, primero irían a por unos, luego a por otros, después por los más disidentes, luego por los más fieles, incluso por los suyos mismos. Brecht lo dejó escrito y no tendríamos que olvidarlo. Porque cualquier de nosotros puede aparecer en una lista. Las listas pueden confeccionarse desde el odio, desde la frustración, desde el engaño, desde la envidia, desde el miedo. Y son demasiados sentimientos como para estar fuera de todos. Nadie estaría a salvo en esta cacería, un ejercicio de destrucción que no se podía suponer mientras los cabarets abrían sus puertas, la música atronaba y los jefes nazis sonreían melifluamente mientras sus lágrimas resbalaban por los rostros transfigurados en los teatros de ópera de toda la nación que se convertiría, pronto, en el mayor laboratorio de destrucción jamás imaginado. Es verdad que la historia nos trae otros ejemplos. Es verdad que es fácil tener en la cabeza otros paisajes, pero la frialdad hueca del nazismo, esa doble visión de la algarabía desordenada y ausente y la negrura de los campos asesinos, no tienen parangón en los anales de la humanidad. Y no debería tenerlo a estas alturas.
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