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La princesa está triste

No sé por qué me he fijado estos días en la cara y el gesto de la princesa Masako. La heredera del imperio japonés aparece de vez en cuando en fotografías de prensa, en periódicos y en revistas ilustradas o en imágenes de la televisión. En todas tiene el mismo aspecto asustado, la cabeza inclinada, la mirada huidiza, la boca cansada, las manos acogidas en el regazo… Las princesas de este tiempo tienen todas un mismo aire de domesticación, de aceptación del destino, nada que ver con las de hace unos años: bellísimas actrices venidas a más; muchachas de sangre real que recorrían las playas de moda con playboys treintañeros; hijas o hermanas de reinas, de ojos color violeta, que se enamoraban de capitanes o fotógrafos… Ahora, hasta las princesas más contestatarias acaban sentando la cabeza y uniendo sus vidas a un Hannover cualquiera, de los que quedan sueltos en el Gotha.
 
Pero la pose de Masako no tiene nada que ver con esa asunción complacida de un destino superior, sino que la he visto antes en otras personas, hombres y mujeres, en circunstancias muy distintas a las de la realeza. Ninguna de ellas tenía un imperio a sus pies, ni estaba a dos pasos de conseguir una corona, ni vivía en un palacio de esos que cantaba Rubén Darío, palacios de cristal, palacios azules, con puertas que se abren y se cierran, palacios embrujados, llenos de leyendas y de pasadizos ocultos…Eran, más bien, gente lastimada, gente de la que se sabía cosas, un abandono, un engaño, un misterio. Eran la gente que nunca querríamos ser.
 Estaba la hija de Cesáreo, que volvió sola del viaje de novios y de cuyo marido nunca más se supo. Estaba la historia familiar de aquella tía-abuela que fue abandonada la noche de bodas y que se volvió loca e intransigente con todos, hasta con ella misma. Estaba aquel otro caso de la muchacha que se fugó con su novio y volvió manifestando su pureza: “como la Virgen del Carmen” decían los allegados, que creían estar delante de un milagro…Eran las gentes oscuras de las familias y los pueblos, que reían poco y agachaban la cabeza al pasar junto a una reunión, porque su historia les pesaba y les hacía mirar al suelo.
 
Masako, en cambio, es una princesa aunque parezca una víctima. Todas las cosas están o parecen estar, a su alcance. Sus posibilidades son tan lejanas para el resto de los humanos que no podemos siquiera imaginarlas. ¿Quién puede hacerse un retrato fiel de lo que es el día a día en un imperio, en un palacio en el que las princesas visten de princesas y las emperatrices son viejas arpías al estilo de las brujas de los cuentos?… ¿De qué manera podemos ponerle rostro al enjambre de sirvientes, criados, doncellas, mayordomos, jardineros, chóferes, cocineras, que, como una tela de araña, rodean la vida cotidiana de los poderosos habitantes de aquel palacio?…
 Quizá las criadas vigilan a los amos, quizá están al tanto de los mayores secretos, puede que se censuren los libros que se leen, que se revisen las cartas, que la televisión no asome su voz indiscreta por ninguna estancia, que no aparezcan por allí amigos o allegados…Es probable que todas sus horas estén cronometradas, escritas antes de tiempo, acotadas en un cuadrante objeto de vigilancia por ojos que están al acecho de los errores. Sólo la mente de la princesa estará entonces fuera de control, sólo el pensamiento dejará de ser un elemento más de un cuadro y puede que a veces vuele, vuele, lejos de todo aquello, a un parque cualquiera de la ciudad, donde los niños saltan y se columpian; a una cafetería donde sirven un pastel especial que engorda; a un pequeño cine semiescondido donde proyectan una película americana de las de amor…
 
 Una noche llegará a descubrir que tampoco puede pensar con libertad, que los sueños se han escapado porque su duración en los ojos y en el corazón es muy escasa si no se alimentan con aire fresco y con deseos renacidos. Así, entonces, sin sus sueños, sin sus fantasías, Masako estará en una cárcel real, con oscuros barrotes hechos de símbolos desconocidos.
Masako tiene sólo una obligación, una única tarea: debe alumbrar un varón y, de momento, sólo ha podido aportar como descendencia una insignificante niña. Esa niña no es nada para la tradición japonesa, que no puede depositar en una mujer la llave del futuro. Por mucho que sus padres vean en ella unos preciosos ojos rasgados, una risa inquieta y cautivadora o unas manos traviesas, una niña no es nada y, por ello, Masako sabe que no ha hecho bien su trabajo, que no ha realizado la única labor que se le ha encomendado en el inmenso reparto del organigrama del imperio.
 
 Masako sigue así la estela de quienes, antes que ella, tuvieron que vivir pendientes del favor de la naturaleza, como  la princesa Soraya , a la que repudió el Sha de Persia por ser estéril. Cuando ocurrió aquello, hace ya tantos años, las madres de mi calle expresaron, a la vez, su pena por aquella mujer tan poderosa,  y su orgullo de ser, ellas sí, madres por doquier, madres de un montón de hijos, a pesar de que no tenían sangre azul, sino simple sangre roja y ardiente. La naturaleza parecía haberse vengado en el más fuerte y eso siempre es un consuelo, así que, junto a la conmiseración, estaba esa gotita de satisfacción imposible de contener cuando se comentaba la triste historia en las puertas de las casas, en la tienda de ultramarinos o en la plaza del mercado. Ay, pobre Soraya, la princesa de los ojos verdes y tristes, que no ha podido seguir siendo reina por un detalle tan aparentemente nimio como dar a luz...
 No sé cuántas de aquellas mujeres de entonces, vecinas, conocidas y amigas de mi madre, cayeron en la cuenta de la injusticia que había en aquel trato hacia la princesa abandonada. No sé si alguna de ellas logró entender el sufrimiento de aquellos ojos, del color de las esmeraldas, que nos miraban asombrados desde las revistas con páginas de colores, aquellas que los chiquillos sólo mirábamos a hurtadillas, porque eran cosa de las madres y las mujeres mayores. Aquellos no eran tiempos de independencia ni de feminismo así que todos aceptamos como algo natural ese destino implacable que separaba al hombre de la mujer, que rompía los duraderos lazos del amor, tan difíciles de desatar… y ninguna de esas mujeres llegó a pensar, años después, cuán inútil había sido ese sacrificio, porque ya no había trono al que aspirar, ni patria, ni historia que continuar, ni país al que servir… Pero esa es otra historia que no logró remediar el incansable vagabundeo de la princesa olvidada por las páginas de las revistas, por las fiestas, entre las constelaciones de estrellas que se acercaban para descubrir, todavía, después de tantos años, el perenne dolor en el fondo de aquellos ojos verdes…
            La historia de Masako, en cambio, nos llega en otro tiempo y nos hace preguntarnos muchas cosas. Imagino a esa princesa deambulando por los largos pasillos del palacio, atisbando detrás de las ventanas lo que ocurre en la ciudad imperial, buscando sigilosamente cualquier indicio de buena esperanza, cada mes, inútilmente. Esa esperanza rota no es sólo, para ella, la que siente una madre antes de serlo, es también la del náufrago que espera la balsa que no llega, la del caminante que no logra encontrar la piedra en la que sentarse al borde del camino; es también el dolor de una marcha presentida, la huída de la alegría en los jardines. Masako sabe que la primavera no entrará en su jardín. La imagino mirando el rostro de su hija, la princesa que no va a reinar, porque las mujeres no son en Japón garante alguno de la dignidad del trono.
            Las noticias de prensa dicen que Masako era una joven independiente y preparada. Entre líneas se deja caer que no tuvo que casarse con el heredero del Japón, porque una mujer como ella no puede encerrarse entre cuatro paredes y ser objeto de esa vigilancia extrema, de esa vida hecha de horarios y de rostros ajenos. Me pregunto dónde están las mujeres que son capaces de vivir así, qué clase de personas puede soportar esa clase de vida, ese sistema por el cual los hombres y las mujeres no son sólo distintos sino desiguales, en el que las princesas están cautivas y el amor es sólo un estorbo.
 
             Con el anuncio de su boda apareció una Masako radiante, con una sonrisa más acentuada de lo habitual en las gentes del oriente, tan cautelosas ellas, y unos ojos cómplices, hasta divertidos,  como un último reducto de su educación europea. Quizá entonces ya anidaba en algún lugar de su corazón el temor al futuro. Quizá pensó en que, al fin, la fuerza del amor doblegaría los principios, los legados, las tradiciones, los conjuros.. Quizá consideró imposible vivir, aunque fuera en libertad, lejos del príncipe. Pero el amor soporta poco la esclavitud y, con el paso de los meses, puede que Masako se pregunte dónde está ahora aquella pasión primera, dónde el estremecimiento de la otra presencia, dónde el deseo, dónde la inquietud ante unos pasos que se acercan…
            La tragedia de Masako no ha generado reacción alguna en nadie. Los colectivos feministas no ven en ella una víctima porque viste trajes caros y tiene doncellas. Nadie ha considerado a Masako una mujer maltratada, aunque sea por el Estado y la tradición. Su problema hace que, a la legión de criados y funcionarios, tenga que añadir la compañía de los médicos, los sabios y los hacedores de milagros. Entre todos ellos convertirán el acto de amar en un trámite con día y hora señalados. Entretanto Masako vaga por los jardines del palacio, por las habitaciones y los patios, con los ojos bajos, las manos entrelazadas y ningún atisbo de buena esperanza, ni siquiera de esperanza a secas.
 
           Cada cierto tiempo, un nuevo intento de ser madre acaba en fracaso. Entonces se redobla el dolor, al que se unen, necesariamente, otros dolores pequeños en todas las ocasiones en las que, contando con los dedos, rememora cuántos años, cuántos meses, cuántas horas y días  podrían tener aquellos hijos no nacidos, como hacen todas las madres que, como ella, esperaron inútilmente que el sol alumbrara tras un largo camino. Esos hijos tienen en su cabeza nombre y rostro, puede reconocerlos y distinguirlos unos de otros. Puede relacionarlos con las estaciones del año, con los días del mes, con los colores y el olor de las rosas, esas rosas de otoño que, en el jardín del palacio, van esparciendo sus hojas cuando el viento las arranca en la tarde, sin alegrar los jarrones ni adornar el pelo de las mujeres.
Las rosas del jardín de Masako son inútiles porque no cumplen su cometido, alegrar el hogar o embellecer a las muchachas para el rito del amor. Son rosas yermas.
 
(Escritos propios: Catalina León Benítez)


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