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Mostrando entradas de noviembre, 2013

Palabras que se escapan

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Lo cuenta la escritora Rosa Montero: a la muerte de su marido estuvo tres años sin poder escribir. Las palabras huyeron. La entiendo. Esa huída de las palabras a veces tiene que ver con la escritura y otras veces con la lectura. Dura más o menos pero siempre es dolorosa. Cuando las palabras son tu medio de expresión es terrible que desaparezcan cuando más necesitas expresarte. Existe también, en el duelo, la imposibilidad de leer. Sobre todo cuando la lectura ha sido un firme asidero durante los meses en los que la enfermedad ha cercado la vida. Tras la pérdida, parece que la lectura, al menos la lectura de libros, la mas honda, fuera un recuerdo permanente de momentos difíciles. Muy duro todo. Para mi han vuelto las palabras, pero los libros aún no. Merodeo por los ejemplares, busco las novedades, miro mis libros favoritos, pero no he podido sentarme a leer en estos meses. (Imagen: Obra de Miki Leal)

Niños

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Dalida, Angelita, Antonia, Andrea... Rosamari, Ramón, Miriam, Ezequiel, Desirée, Vicente, Sara... Patricia, Nicolás, Javier... Isa, Paqui, Josemari, Francisco, Juanma, Gracia, Rafael, Gregorio, Marypaz, Mónica, Mariajosé, Antonio... Caty, Tere, Carmelita, Manoli, Charito, Lolo, Mili, David, Salvador... Paqui, Loli, Mame, Lucy, Merceditas, Manoli Otero, Enrique, Manolín, Antoñete, Purichi, Loida, Fina..

El cartero siempre llamaba...las veces que hiciera falta

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Eso es. El cartero llegaba siempre a mi calle en torno al mediodía, un poco antes de almorzar. Venía con su uniforme, gris según creo recordar, y su gran bolsa al hombro. No existían los carritos ni nada parecido. El cartero traía todo tipo de cartas, porque, en realidad, ese era el medio de comunicación que más se usaba. Los telegramas eran cosa excepcional y el teléfono lo mismo. Así que las cartas lo eran todo, eran la ventana al mundo, el lazo con el exterior. Junto con las conversaciones en las casas, los patios o la calle, las cartas eran el medio de comunicación por excelencia. A mi casa llegaban cartas del banco, de familiares y amigos. Avisos. Comunicaciones. Yo tenía mucha correspondencia siempre. Cartas de amigos que estudiaban fuera, cartas de amigas. De alumnas, cuando llegó el momento. De pretendientes. De novios (mejor dicho, de novio). Llegaban las cartas de los primos que vivían lejos, desde Barcelona, Madrid o La Carolina. Las cartas de las niñas de Chiclana,

La mujer que pasea con el niño

La mujer tiene treinta y tantos años. Su piel morena, con ese tono dorado de los países del Caribe, luce esplendorosa. Lleva siempre los labios pintados de rojo, el pelo muy largo y de color caoba, los ojos muy grandes y reidores. Va sobre tacones muy altos, con vaqueros ajustados, camisetas con letreros y cazadoras rockeras. Cualquiera que la vea puede pensar que es una persona feliz, con una vida feliz y sin preocupaciones.  Pero la mujer no va sola cuando pasea por las calles del pueblo, de este pueblo cercano a la capital, lleno de nuevas urbanizaciones, de edificios nuevos, de amplias carreteras por donde la gente hace footing. Nunca va sola. Lleva, con movimiento airoso y decidido, un carrito. No un carrito de bebé. Un carrito de niño. Un carrito diferente, rojo intenso. En el carrito va su hijo. Tiene ocho años y la piel más oscura, rizos, una cara risueña casi siempre. Tiene parálisis cerebral. No anda, seguramente nunca andará. Apenas habla. Oye mal.  La madre y el hijo p