Pizzarelli y una casa
Si estás escuchando a John Pizzarelli en cualquiera de sus conciertos y has tenido la suerte de verlo en directo, como yo en el Lope de Vega de Sevilla, entonces alumbrará tu escritura como casi nada puede hacerlo. Y para acompañar su sonido nada mejor que las imágenes de John Baeder, el fotorrealista más mágico de los que todavía cuelgan sus cuadros en las galerías y los museos. Es así, en esa conjunción de sonido e imagen, como se puede escribir sobre las casas, sobre la casa, sobre tu casa.
El otro día visité en Google la vieja casa de mi abuela, aquella en la que nacimos algunos de los primos, una casa mágica para los recuerdos, una casa encantada. Tenía, tiene, dos plantas y una enorme azotea, de esas llenas de pequeños muros fáciles de saltar que te llevan de un lado a otro. En la planta baja estaba el pozo que nos surtía de agua, un patio gigantesco y dos viviendas ocupadas por dos vecinas de esas de toda la vida, Juana y Dolores, los nombres míticos, dos mujeres que retratan la vida sin quererlo. Luego estaba la escalera de ladrillo y cal, una escalera lateral que subía al territorio más feliz, único, incomparable. La casa de la abuela, tras un pequeño recodo, con un pasillo que daba al salón y sus dos balcones a la calle, sus lámparas de anticuario, sus sillas tapizadas y su gran mesa. Las puertas de las habitaciones, la cocina, el teléfono negro en una de las paredes del pasillo, el baño en la entrada, los techos de madera, el suelo de losas blancas y negras formando un jeroglífico inolvidable, todo se convierte en la memoria en el reino de hadas, en sitio de hermosas conversaciones, en hogar de los juegos. La casa de la abuela, aunque, en un momento dado, por esas cosas de la vida imperceptibles pero que los niños notan sin que nadie les explique, dejó de ser su casa y se convirtió en la casa de la tía. Infalible virtud que el dinero siempre convierte en tristezas. Ella era otra cosa.
Si salías de la casa y caminabas por un feliz pasillo al aire libre, había otra casa con otros habitantes y, en un lateral, la gloriosa escalera de la azotea, el lugar más puro de todos, el no contaminado, el que vivía las mejores aventuras, los mejores recuerdos. Las azoteas son el lugar en el que los niños pueden soñar sin tasa. Todas las azoteas del mundo tienen cosidas a su piel las historias de los niños que las habitaron y las recorrieron, que olieron la salina a través del levante, que recorrieron sus esquinas, que se ocultaron en ellas para hacerse esas confidencias que la niñez escribe sin quererlo. La azotea. El vistoso espacio convertido en atalaya, desde donde podías ver la plaza de España, el río a lo lejos, la alameda, el palacio que cubría uno de sus frentes, la farmacia del primo y las calles, pequeños eslabones del pasado y el presente, nunca del futuro, porque el futuro puede escribirse en otros sitios y no volver a ser jamás deudos de la azotea de la infancia.
Sueño con esa casa. Recuerdo andar por esas calles, asomarme a sus vistas. Recuerdo incluso lo que no he vivido, lo que no he visto en realidad. Sueño que la casa se abre y ofrece sus secretos. Que el sol la traspasa. Que la calle se llena de vida y de árboles, de bancos de hierro y de suelos casi dorados. Que huele al mar que está a unos kilómetros, que llevo un vestido de rayas verdes y blancas, que mi padre nos recoge en el coche, que mi madre añora la casa y solo la ve a ella en sus últimos años, que piensa que vive allí todavía, que ese es su paraíso. Sueño con la casa y la calle y no la veo salvo en Google porque la nostalgia es un silencio que nadie conoce.
(Pinturas de John Baeder, 1938)
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